lunes, 21 de marzo de 2011

Sofía y el muchacho sin nombre

Las hermanas miraban por la ventana. Alguien podaba el viejo ficus. Sus rostros mostraban una melancolía, una curiosidad y, quizás, no sé, unas expectativas. El sonido de la sierra mecánica las hipnotiza ba.Ramas enormes cayendo. Ramas por las que ellas habían trepado, donde colgaron sus columpios, en las que anidaron aves de paso. Donde en la noche la lechuza las miraba impasible en silencio, esperando que algún ratón saliese de su agujero. Ramas como troncos milenarios. ¿Tendrían recuerdos las ramas, las hojas, el muñón blanco y húmedo que quedaba goteante por el miembro amputado? Las chicas miraban y compartían pensamientos, sin saberlo, conectadas desde la infancia como una sola mente.
Había, como en toda historia de adolescentes, un instituto. Había, como en toda historia de chicas, un muchacho de vaqueros mugrientos y camiseta arrugada. Todo tan normal, tan anodino, tan banal. Y sin embargo, una tensión imposible de relatar impregnaba el aire de aquel barrio de clase media-alta. Algo que era sobre todo locura, encubierta por la mentira de lo cotidiano. Una verdad latiente deseando salir tras el segundo trago, tras el primer beso, tras la mano bajo la falda, después de la riña con los padres, después de la traición de la hermana o la amiga. El demonio en los cuerpos que toman las riendas hagamos lo que hagamos.
El instituto era un continente de hormonas y electricidad estática. La gente reía, fumaba hierba, llegaba tarde, se sentaba en el suelo, comía y después vomitaba, maldecía a sus padres, a sus profesores, a los de la clase de al lado. La población de la secundaria se agrupa tribalmente y encuentra ahí la protección y puede que la identidad que se supone que han de tener y no tienen. Todos igual. Todos menos Sofía, que no se inquietaba al caminar sola por los largos pasillos del edificio, por los vericuetos de la institución, por los lavabos del amago de sociedad. Ni parecía darse cuenta de que estaba en un campo de batalla. Las bombas caían a su alrededor, las balas le pasaban rozando pero ninguna le tocaba.
Así iba la vida, en el barrio, en el instituto, en la casa. Padres que funcionaban como relojes. Todo limpio, la comida a su hora; la rutina, esa manta protectora que los arropaba. El gato, el perro, el jardín siempre limpio, las flores jamás marchitas. Las hermanas, creciendo bellas.
Ahora ocurre que como en toda historia viene el cambio. Ese cambio que lo jode todo. Que parte el corazón de alguien, que arruina vidas, por el que algunos triunfan y otros mueren. Ese cambio sin el que no hay historia ni hay nada. Ese volcán que erupciona, esa falla que se abre, esa ola que se traga a miles y no a ti. Esa carta. Ese beso. Esa violación. Esos cuernos. Esa cosa externa que es un ataque, como un bombardeo que viene a salvarte del tirano, pero te da en la cabeza. Otro modo de liberarte, hermano.
También el cambio, la convulsión, puede llegar desde dentro. Algo químico que falla. Una posesión demoniaca. Y es igual, igualito, que el terremoto que todo lo arrasa, solo que ahí el motor fuiste tú.
Aquí el punto de inflexión ocurre en el interior de la hermana mayor, Sofía, que siente un deseo absolutamente natural pero no sabe contra qué o contra quién. El pelo suelto y la mirada límpida acaban por ser un reclamo y un aviso. Y su caminar solitario por los pasillos del colegio se va convirtiendo en un desafío. Una constante matemática a la que hacer frente. Una ecuación. Una x que despejar. El chico antes mentado estaba atento y preparado. Ya desde mucho antes, listo para resolver y resolverla. Se planteaba la cuestión del cómo. Nada más sencillo, grabado genéticamente a fuego, el muchacho tenía todas las respuestas. Y las dio generosamente en noches de cine de verano, en coches de papá prestados. Acompañaba a la ninfa y saludaba con la mano a las otras, agolpadas en la misma ventana a través de la que espiaron al jardinero. En comunión con su hermana y sus avances. Todas desearon lo que ella poseía.
El problema, evidentemente, no está en lo que ocurriera, en que cada una de las cuatro hermanas se pasase por la piedra al muchacho de pantalones sucios y besos ardientes. No. Por supuesto que no. El problema deviene de mucho más adentro, de la mentalidad de Sofía, del hábito adquirido, de lo aprendido, de la vulgaridad de lo normal y consecuentemente admitido. Un novio no se comparte. Lo contrario es infidelidad. Engaño. Traición. Por eso. Porque todos en el cuento sabían esto, no se prodigaban en confidencias y las hermanas empezaron a tener secretos. Pero, como ya se ha dicho, la conexión de sus mentes era un hecho. Y todas conocían, o intuían, que había una verdad detrás de las sonrisas, de las meriendas, de las caricias, del recoger la mesa o cepillarse el pelo mutuamente.
Sofía se envenenó poco a poco de recelos y sospechas. La desdicha no le sentaba bien. Ni su carácter ni su rostro se veían favorecidos por aquellos sentimientos. Y una especie de torbellino, un huracán sucio y canceroso, la llevaba a lo más bajo. Se armó de ira y razones y exigió al muchacho una confesión, una disculpa, un arrodillarse y negarlo todo. Pero lo que obtuvo no fue remotamente cualquiera de las reacciones que entraban dentro de lo posible.

–Ya no te quiero –dijo el chico–. Lo sabes que ya no te quiero. Nunca te quise. Solo... eres tan bonita y me deseabas tanto. Pero no estamos atados, ninguna promesa te hice, nada me obliga. Tus reproches y quejas no me dejan indiferente. Me encienden, pero solo es calor. Si me quedo muy quieto y tomo un refresco, dejo de estar caliente. ¿Entiendes?

Sí. Crueldad en estado puro. Sinceridad brutal, insuperable modo de zanjar una discusión que no deseamos tener. La joven dio media vuelta y se marchó lentamente, tratando de mover las caderas, en un último acto de coquetería hostil. Pero él ya no la miraba. Decidido a no volver a relacionarse con ninguna de las hermanas, encendía un cigarrillo y comprobaba si tenía alguna llamada perdida en el móvil.

jueves, 17 de marzo de 2011

La taquígrafa a la que poseyó Wittgenstein

Carmen, morena, ojos oscuros. Aún en paro con 34 años. Viviendo en casa de sus padres, con sus tres hermanos menores y tocapelotas, la abuela (sorda como una tapia), un loro, dos gatos y un chihuahua feísimo que le regaló su exnovio, a mala leche.
Taquígrafa. Una profesión en vías de extinción. Su madre se lo dijo, su padre se lo dijo, su exnovio se lo dijo. Eso no tenía salida laboral, eso no servía para nada, eso ahora ya con las grabaciones digitales en audio y vídeo quién lo iba a necesitar. Pero a ella no le gustaba estudiar, se le dio mal en el colegio, en el instituto aun peor, y cuando de casualidad hizo un cursillo del sistema Gregg en la academia donde mamá la apuntó a aprender mecanografía, encontró que aquello se le daba de miedo. El profesor le dijo que tenía un don. Que era la mejor taquígrafa que nunca conoció. La invitó a su casa y le enseñó orgulloso su ejemplar de la Taquigrafía fonética Gregg-Pani de 1904.
Ya harta de vivir en la casa familiar, empezó a recorrer –personalmente, ojo– todos los juzgados de su Comunidad Autónoma y aun de las vecinas; incluso mandó por correo postal su CV al Parlamento y al Senado en los que, siempre que hay una baja maternal, contratan taquígrafas a tiempo parcial. Y cuando la baja es por depresión, te puedes quedar años en el puesto.
Después de varios meses enviando CV, cartas y rellenando impresos, recibió una llamada nada menos que de la Secretaría de Recursos Humanos del Parlamento. El Parlamento, mamá. El Parlamento ¡español! Adonde se dicen de todo los del PP y los otros. ¿Estás segura, niña? Que ahí hay mucha gentuza. Mamá, un trabajo es un trabajo. Tú verás, pero para mí que esos sitios no son para muchachas decentes. ¿No podías haberte hecho peluquera o algo normal? Hija, de verdad, de verdad, que me vas a matar.
Tenía una entrevista el martes a las ocho y media en el Edificio Bipolar, sito en c./Gutembergplagiador, 92. Allí se presentó Carmencita, arregladísima. Falda estrecha negra, medias, tacones altos, blusa blanca, colgante egipcio, pendientes de plata a juego. Nerviosa como nunca, miró el reloj: las nueve y cuarenta, 70 minutos de espera en una sala atestada de jovencísimas taquígrafas rubias. La visión de alguna, así cuarentona, la relajaba. Aunque, por otra parte, le inquietaba que buscasen ante todo experiencia, de la que ella carecía absolutamente. Fue al servicio tomó tres cápsulas de Lexatín 3, un Alapril y un Myolastán, para relajarse. Se retocó el maquillaje, más perfume, más rojo en los labios, más rímel. Tendría que haber traído la petaca. Le vendría de perlas un traguito de vodka ahora. Vuelta a la sala.
Por fin, después de otra media hora más, su turno. El despacho era enorme; en medio, una mesa redonda donde un señor de unos cincuenta años, pelo no demasiado corto, alto y corpulento, ojos rasgados y mirada penetrante, le pidió que se sentase en una diminuta sillita que la colocaba justo enfrente de él. Al fondo, mirando unos papeles de pie junto a un archivador, un joven de veintipocos, muy rubio, ojos azules, alto y delgado, tenía un gesto de desprecio que helaba los huesos de los que estaban en la calle. Se le sabía listo, inteligente, culto e ingenioso, solo por ese mirar de vanidad infinita. Carmen estaba aterrada. Menos mal que iba puesta de tranquilizantes.
El Sr. González, el nombre del guapo hombre de mediana edad que la entrevistaba, le ofreció un café. No, gracias. Las preguntas normales: ¿qué sistemas domina?; ¿palabras por minuto? ¿Mecanografía? ?Conocimientos administrativos generales? Después le haría una prueba. ¿Idiomas? ¿Cartas comerciales? ¿Terminología judicial y/o administrativa? Ella decía que sí a todo. Aunque de terminología judicial, sabía lo que había visto en las películas. Ya tendría tiempo de aprender. La cosa es que, mientras asentía a cada cuestión del Sr. González, sintió claramente la presencia de una cuarta persona en la habitación. Como si oyese respirar a alguien detrás de ella, el roce de movimientos como de pantalones y zapatos que crujen levísimamente. Con disimulo, miró a todos los lados de la habitación. No. Solo estaban el efebo altivo, el Sr. González y ella misma. Quizás tantas pastillas... Sin embargo, cuando ya comentaba las ventajas del sistema Gregg sobre el Pitman, cruzando las piernas con intención de impresionar a su interlocutor por varias vías y atraer su atención sobre cuestiones no por poco técnicas desdeñables, Carmen sintió una presión en la espalda, llegada desde el exterior y súbitamente una sensación de que algo se le había metido dentro.
El Sr. González tenía sus ojos fijos en el impreso que rellenaba y no se percató de los estremecimientos de Carmen, que ya se sentía perfectamente. A su mente llegaban ideas que no reconocía del todo como propias, y de sus labios salían palabras que no recordaba haber aprendido jamás. Cuando pasaron al psicotécnico, se descubrió cómoda dando respuestas del todo inapropiadas. A la pregunta de cuáles eran sus hobbies, preferencias y gustos en la vida, Carmencita dijo que era fetichista, y no practicaba deporte o pasatiempo alguno, con excepción del voyeurismo. El Sr. González no estaba seguro de haber oído bien, pero, no obstante, absorto ya en el escote de la fetichista, dijo: “Hace ya rato que pedí un café para la señorita”. El muchacho rubio salió de mala gana.
Ya a solas con el Sr. González, habló francamente. Era una taquígrafa excelente. Sería una secretaria abnegada, no tenía nada que hacer, podría pasarse las horas allí o donde le dijesen. Era muy habilidosa en varios menesteres y solícita en aprender nuevas técnicas en cualquier campo que fuera necesario. “Entiéndame, usted no estaría contratando a una mujer de piel rosada, caliente, perfumada (particular), y que es taquígrafa (propiedad comprobable). No: usted podría emplear a una taquígrafa excelente que le daría muchos otros servicios de modo gratuito y alegre y en sus manos está hacer de esta posibilidad una realidad, esto es, convertir el asunto en hecho (o Tatsache). Y no olvidemos que el lenguaje disfraza al pensamiento; por fortuna esta argumentación no plantea problema ontológico alguno ya que es empíricamente comprobable, aquí, ahora, en la postura que a usted más convenga y en el lenguaje universal de la naturaleza tangible”.
Bueno, así fue la cosa. Cuando Iván, que así se llamaba el joven biondo que fue a por café, volvió al despacho encontró al Sr. González en una postura que le resultó harto conocida con Carmen hablando fluidamente en alemán mientras disfrutaba como una gacelilla que corre libre por la pradera. El trabajo, huelga decir, fue para ella y para el ser, fuera quien fuese, que la poseyó aquel día y ya se le quedó dentro para siempre jamás.

domingo, 6 de marzo de 2011

Una de piratas

Érase una vez una isla del Caribe donde no había puesto el pie el hombre blanco. Los indígenas, gente promiscua y mal vestida, vivían felices en su paganismo y su desnudez y su ignorancia del mundo y sus redondeces, indolentes del Universo y sus misterios. Adoraban el oro, que en aquel lugar abundaba. Aquellos salvajes trabajaban de cuando en cuando en una gigantesca mina que cubría el corazón de la isla, almacenaban grandes cantidades del preciado metal y utilizaban su polvo para confeccionar una especie de pócima mágica, que era en realidad una pócima mágica.
Curiosamente, utilizaban el mejunje aquel para embellecer todo y solo para eso. Unos polvitos por aquí y el arbusto se llenaba de flores. Por eso, no por algún capricho de la naturaleza, allí el mar estaba siempre calmo y templado, los pájaros de vivos colores, la fruta exuberante y deliciosa, los senos turgentes, las flores bellísimas y de maravillosos y embriagadores perfumes. No había allí un bizco, un cojo, un tuerto, un manco, un calvo, ni una mujer fea. Hasta las piedras de la playa eran blancas y brillantes.
Por la misma lógica, en algún punto impreciso del Océano Pacífico, navegaba un bajel pirata llenito de corsarios, analfabetos, borrachos y malencarados. Por las cosas del destino, y no porque estuviesen todo el día pegándole al ron, los piratas se perdieron de su ruta y fueron a la deriva durante cerca de un mes.
El trece de octubre del año del Señor de mil ochocientos veintitrés, martes, el vigía avistó la isla antedicha y el carismático capitán, llamado Joe el Tuerto por razones evidentes, dio la orden de dirigirse allí. Llegados a la isla, los piratas desembarcaron y se encontraron con los nativos que semidesnudos y boquiabiertos les observaban. Tras un dificultoso y lleno de cautela primer contacto el capitán y el cacique llegaron a un cierto entendimiento y antes de que cayera totalmente la noche se reunieron, cada cual en sus dominios, con los suyos para debatir sobre cómo enfrentar la situación. En el caso de los piratas, no era nada nuevo afrontar una aventura donde de lo que se trataba mayormente era de convivir con las nativas, sacudir a los nativos, reabastecer la nave y ver qué podían pillar por la isla hasta quedar listos para partir de nuevo. Pero para los isleños aquello era inaudito, insólito, inédito y no sabían cómo actuar. El cacique explicó a su pueblo que el capitán había sonreído de manera tal que había comprendido que aquellos seres eran los más corruptos que jamás hubiese visto. Así que por una intuición casi sobrehumana dijo y ordenó y mandó a su gente que no intercambiasen verbo alguno con los extraños. Que no dijesen una palabra, aunque su idioma les fuese desconocido, y bajo ningún concepto mentasen el oro, la mina y la poción que elaboraban y de la que debían guardar absoluto secreto.
No se le había escapado al cacique que los extranjeros eran astutos y bandidos y que en un par de días aprenderían su lengua, y cualquier otra cosa del mundo que les interesase, sin método Berlitz ni pragmática, ni proceso de enseñanza-aprendizaje de corte ecléctico y enfoque comunicativo. Y así ocurrió.

Tres días pasaron los indígenas dando largas a los preguntones piratas y tan mal disimulaban que despertaron las suspicacias del capitán que, convencido de que tenían algo más que hembras generosas, se propuso sonsacar al más incauto. De modo que fue en busca de uno al que llamaban Ctop Chbbit, lo que en español actual podríamos traducir por el Bocas, y le ofreció un traguito de ron. La conversación fluctuó: el tiempo tan bueno que siempre tenían, las tetas de Ctlah, cuál era la mejor tienda de la aldea, la del cacique, claro, menudo cabrón. Las virtudes de la isla, pocas en realidad, un sitio pequeño, sin ningún rasgo especial, no como otros que ellos habían visitado. Qué rico el ron, oye. Sí, ya ves. Habló el Tuerto de grandes ciudades, de caballos y de ornatos, de joyas y riquezas. Nunca podrían imaginarse nada igual, pobres como eran. Al Bocas después de un cuarto de botella se le trababa la lengua, pero el Tuerto creyó reconocer la palabra "oro".
Como siempre le pasaba cuando se olía cerca un tesoro, a Joe empezó a picarle la pata de palo. Sonrió satisfecho y dio más ron al Bocas mientras le decía que no podía ser verdad que tuvieran oro allí pues ninguna figura decoraba sus casas, ni collar alguno rodeaba el cuello de sus mujeres, no tenían anillos, ni copas, ni vasijas, ni siquiera el viejo cacique tenía un cetro o una corona.
El indiscreto indígena no se enteraba de nada, solo veía aquella boca llena de caries, algo para lo que ni siquiera tenían una palabra en la isla.
-Con el oro hacemos magia.
Sé que os sorprenderá que el Tuerto pasara directamente del asunto de la magia y se preocupase por conocer la exacta ubicación del oro, así que siguió con su estrategia inductiva y ahora ya directamente lisonjera para obtener la información que sentía como necesaria y esencial. Miró con su único ojo, que era negro y rasgado y de una profundidad inquietante, al joven indígena y le preguntó sin remilgos:
-¿Acaso te repugno?
El muchacho, algo descolocado, se fijó, antes de responder, en el largo y negro cabello que caía por los hombros del pirata. Se dio cuenta entonces de que era un hombre alto, y que se había acercado peligrosamente a su pequeña estructura indefinida de hombre a medio terminar. Sintió un envite de temor que le llevó a una respuesta tan cauta que no era propia de él:
-No, no. Todo lo contrario.
-¿Todo lo contrario?, dijo el astuto Joe.
-Eres bien parecido... para ser extranjero y mayor.
Joe estaba casi encima de él y dejó pasar un momento de silencio e incertidumbre hasta pronunciarse en su deseo inmediato que sería medio y parte de la consecución del verdadero y único deseo.
Al Bocas se le estaba pasando la curda por momentos y, sin poder explicar qué le impelió a ello, tocó la cicatriz del capitán con su mano diminuta y suave. El ojo de Joe brilló y, cual gato montés viejo pero rápido, pasó a la acción. En un decir "amén", había tomado al Bocas entre sus brazos y susurraba a su oído convincentes argumentos para ser guiado, tras el ayuntamiento a ser posible, a la cueva donde tenían el oro.
Tan pronto como acabó de subirse los pantalones, el indígena con las mejillas sonrosadas lo condujo al centro de la isla y le enseñó todas las instalaciones, mina y guarida del oro incluidas.
Bien entrada la noche, despidió el Tuerto al dulce indígena. Marchó aligerando el paso a la nao donde explicó a sus hombres el asunto del que se iban a ocupar a continuación. No había tiempo para discursitos: debían ir prestos a la cueva en la que los isleños escondían el oro, llenar cuantos cofres, sacos, bolsas y barriles estuvieran a su disposición y cargar lo que diese de sí La Belle Marie, nombre dado por el armador, francés y lerdo, en honor a la conocida prostituta María la Piernas Ligeras. Una vez acabado el saqueo áureo, habrían de salir pitando de allí. No era cobardía. Los indígenas, aunque canijos, les triplicaban en número y era mejor no arriesgar los pescuezos. Además, sabiendo como de tan buena tinta sabía lo larga que tenía la lengua el Bocas, se temía que tan pronto amaneciese todos estarían al cabo de su plan. No había un segundo que perder.
Los hombres, algo ebrios en su mayoría, se portaron como los profesionales que en realidad eran: hubo rapidez, eficacia y diligencia en todo momento. El cielo clareaba apenas cuando levaron anclas.

En cuanto despertaron, los nativos notaron que la nave no estaba. El cacique mandó reunir a todos con urgencia mientras enviaba a uno de los jóvenes a comprobar si, como sospechaba, de algún modo los piratas habían encontrado el oro. De vuelta, el muchacho corroboró los temores del jefe. Este, de inmediato, miró a Ctop Chbbit que cayó de rodillas y se puso a llorar como un niño. La reacción del líder de la isla fue enérgica: debían ir detrás de los piratas y recuperar lo que era suyo.
Nadie se atrevió a replicar si bien a muchos les pareció una idea descabellada y muy temeraria. Además de un trabajón por el que ninguno sentía una especial motivación. Tenían que preparar las barcazas, que para más inri llevaban años bajo unas hojas de palmera, mal resguardadas de la humedad y los insectos, y había que darse prisa.
Al Bocas le cortaron la lengua y lo desterraron de la aldea. Este castigo era esperable, no obstante, dado la gravedad de sus pecados y la importancia de lo que por su culpa habían perdido y aún podían perder.

El sol estaba ya alto y aún se veía el contorno lejano pero perfecto de la isla, cuando el vigía anunció que les venían siguiendo unas pequeñas embarcaciones.
Sí, amigos. Ayudados por la poción, los indígenas habían aderezado las navecillas e iban a la postre del barco pirata sin más ayuda que la de los remos. Y, sin embargo, avanzaban con rapidez y brío, como si la corriente oceánica les empujase desde el fondo, como si una tropa de delfines invisibles les remolcasen. Vociferaban y manoteaban, cada vez más cerca.
La Belle Marie iba casi a rastras, lastrada por el peso de la carga. Encima, ni una leve brisa ayudaba a las pesadas velas a llevar la nao adelante. Joe el Tuerto no daba crédito. Tentado de virar a derrota y cañonear las barcas, decidió que no era necesario tal esfuerzo por tan poca amenaza. Resolvió, mejor, arengar a sus hombres como comandante: imprimir fuerza en sus almas era su misión. Ellos eran corsarios, dueños de la mar, curtidos en mil batallas, expertos en jugar sucio y, -les recordó-, aún imbatidos, surcaban los mares juntos desde hacía diez años en aquel bravo navío que sería el último suelo que pisarían esos infames. Sus dagas estaban retorcidas como sus almas que se quemarían en el infierno antes de devolver una maldita onza de oro.
Ya enervados los ánimos, fueron los hombres directos a popa a esperar a ser alcanzados para plantar batalla, decididos a no dejar a uno solo con vida. Confiados en su capitán, en su experiencia y en su arsenal.
Las dieciséis barcazas cargadas con todos los nativos que no estaban moribundos se acercaban. A ellos no los movía el orgullo sino un poderoso temor a la ira del cacique y su amenaza de castrar al que se comportase de modo cobarde. No retornarían sin el oro. Por fin, llegaron al galeón pirata y comenzaron a trepar por las maromas, los rudimentarios cuchillos entre los dientes. Eran muchos y aunque algunos eran brutalmente despedidos tan pronto alcanzaban la borda, pronto muchos de ellos habían abordado La Belle Marie y se defendían de los corsarios de modo animal e inusitado. Con cuchilladas, patadas y dentelladas, se movían tan rápidos que era imposible apuntarles con los mosquetes, inútiles en el cuerpo a cuerpo. Los piratas, no obstante, daban buena cuenta de los pequeños enemigos sin achantarse. Superiores en destreza y en fuerza, en corpulencia y en confianza. Muchos yacían en el suelo desangrándose en el momento en que el anciano cacique entró flanqueado por cuatro de los más fuertes isleños.
Joe lo esperaba pues en toda confrontación, muerto el líder, todo acababa. Se dirigió contoneándose por la cojera y levantó su sable dispuesto a partir al viejo por la mitad y dar por zanjado el asunto cuando pudo ver con su ciclópeo ojo la bolsa de cuero rojizo y la mano pellejosa que sacaba unos brillantes polvos y se los lanzaba desde apenas un metro. Ya Joe no pudo avanzar más. Cayó fulminado al suelo donde vomitó un espumarajo verdoso que fue lo último que vio y olió.
Poco a poco, la voz de que el capitán había muerto corrió como la pólvora y los piratas quedaron indecisos a merced de los maltrechos vencedores. Fue una sorpresa que los salvajes les dejasen marchar con vida una vez retornados ellos y su oro a la isla.
Aquella tarde partieron, aún los cadáveres en el suelo ensangrentado de la nao, aún Joe el Tuerto petrificado entre el esputo verde, aún el olor a pólvora y sudor y meados. Jamás nadie sabría de aquella derrota. Los piratas volverían sin botín, sin capitán y sin honor, aunque ninguna de esas cosas en verdad necesitaban.
Quedaron los isleños en la isla, cambiados para siempre. Orgullosos. Su hazaña fue versificada y cantada como gesta épica por el resto de los tiempos.

Para los más curiosos, explicaré que solo pasados dos meses falleció el cacique y que fue su hija Ctlah la que heredó el liderazgo de la isla. Su primera decisión fue traer de vuelta a Ctop Chbbit y retornarle la lengua. Además, se hizo un collar de oro para distinguirse como jefa de la aldea y adornó cada casa con piedrecitas doradas. Entre otros de sus logros y mejoras infraestructurales, Ctlah fue la primera que utilizó la pócima para cambiar de ubicación la isla cada vez que en el horizonte aparecía un barco. Más tarde, su hija que no era tan piadosa decidió que dado los desfases espacio-temporales que sufrían como efecto secundario de dichos cambios de ubicación, era mejor sencillamente hacer desaparecer cada nave que se acercase mínimamente a ellos. Sí, sí. Ya sé lo que estáis pensando: “¡Joder, el Triángulo de la Bermudas!”. Pues, sí.

jueves, 3 de marzo de 2011

Princesa inclemente busca venganza

Es la princesa inclemente,
Medusa mancillada
por un dios vengativo y devastador.
La belleza ajada.
El dolor la hizo un monstruo,
Robó el rubor de sus mejillas,
Le dio fuerza sobrehumana.

pongamos que hablamos de adicción

Es la princesa indolente, hija de la vanidad y la soberbia. Reverso de mi amor. La adoré mientras no la conocía. La imaginé conmovedora, intensa, cálida. La soñé compañera. La fui desnudando en mis visitas, ciego de su belleza; la besé en silencio, entre suspiros que ocultaban su falta sentido, su falta de fe. Tras la explosión del deseo, hablamos. La decepción fue inundando mi pecho, ahogándome. Tan loca, tan vacía. Cada conversación nos alejaba, en cada  discusión nuestros puntos de vista chocaban. Nada tenía en común con ella, tan superficial, tan hija de su época, solo preocupada por sí misma. Comencé a sentir aversión por su carácter y sus convicciones, si es que podemos llamarlas así, y un día la abandoné. No pasó mucho tiempo, ni un solo día a decir verdad, sin que me sintiera morir. Me reproché querer tanto a alguien a quien despreciaba, me reproché haberla dejado, me reproché no poder tenerla conmigo en la noche, me reproché no poder besar sus pechos y acariciar la suavidad de su rostro. Bebí hasta caer rendido y desperté consciente por primera vez de no conocerme a mí mismo.