viernes, 29 de abril de 2011

Bukowski era un guarro

Esperábamos a unos parientes que nunca llegaban. Varias cervezas y muchas canciones, la conversación, nada estimulante y poco animada. Este amigo, Marcelo, había venido con una española, listilla, cabello corto y universitaria. Ella echaba un vistazo por mi librería mientras yo servía una copa tras otra, una cerveza tras otra, un chupito tras otro y pensaba "estos tipos se lo van a beber todo". Marcelo, ya alegre de tanto alcohol, le tocó el culo y le dijo:
--Deja ya de hacerte la intelectual y siéntate aquí con papito.

Me temí lo peor. Se iban a quedar horas y más  horas. Me apetecía como pasar la tarde con el impresentable del Piñera pavoneándose de haber conocido a todos los intelectuales de Chile en algún momento de sus vidas. Entonces la española dijo que le parecía muy interesante mi biblioteca y que había notado que tenía todo lo que conocía de Bukowski. Le parecía curioso.
--¿Tanto te gusta ese tipo? Bukowski era un guarro.

No supe si darle la razón o mandarla a la mierda, al carajo, al infierno. A algún lugar que ella entendiese donde la mandaba. Opté, educado y prudente como soy, por preguntar a qué se refería: que era un viejo verde, un indecente, ya lo decía él.
--Eso. Un guarro.
--Pues entonces de acuerdo los tres, niña, --dijo Marcelo--, el anfitrión, tú y el Bukowski ese.

Sin embargo, apenas oyó que el poeta aquel era un pervertido confeso, mi amigo se calentó en un modo increíble y con tal premura que me dijo que mejor me llamaba a una ramera rapidito y nos íbamos a la cama, cada uno con su mina. La mía, evidentemente, de pago.
Yo no lo dudé ni un minuto, tomé el teléfono, marqué, hablé con la empresa de taxis y ordené que me trajesen una profesional. El tipo de siempre andaba ajetreado. "Tengo otra llamada, le paso con el taxista para que le explique". Y yo de nuevo a explicar que me trajesen en breve una prostituta, solo una, del quilombo ese recién abierto en la Avda. Bueras. Me hacía ilusión después de todo inaugurar el nuevo contingente poblacional de la zona, que al parecer aumentaba con un número indefinido de colombianas. Mis divagaciones fueron interrumpidas por una voz extraña; un taxista nuevo y foráneo me gritaba desde el otro lado del teléfono. “Allí mismo la tiene ahorita”.
Tardó el mexicano, pues el acento no engañaba, más de lo normal en traer a casa a una profesional desde Bueras. Al fin, llega el taxi. Baja una mujer alta y muy pintada, rubia de larga melena y grandísimos pechos. Queda detrás del taxista que recibe su paga y se larga deseando impertinentemente que tengamos una noche linda. Entramos y no tardé ni un segundo en notar con mi mano indiscreta que aquello era un tío. “Yo había pedido una mujer. No lo tome a mal señorita pero el cliente soy yo y cada cual tiene sus gustos”.
Llamo de nuevo al taxi. Ahora ya directamente al mexicano que contesta tan pancho:
--Usted no especificó, cuate. Toqué al telefonillo del burdel, pedí una mina calentita para usted, me dijeron: "¿cómo la prefiere?" Y yo que les dije: "pues yo, rubia, de grandes tetas; estos no sé". Y la vieja: "rubia de grandes tetas nos queda un travestido muy habilidoso, cierto que no está operado pero es altamente recomendable, compadre. Yo se lo garantizo". "Ándale", dije. Pues les supuse a ustedes ya con prisas. Y además cuando salió la rubiaca esta con esas tetas yo pensé que se alegrarían mucho por la elección. Pruebe una mijita, mano, a ver si se está perdiendo algo interesante, no sea estrecho de miras, buey. Yo, si dentro de un ratito usted me llama, voy para acá como una bala y me traigo la puta y le devuelvo a usted sus pesos. Pero dale, no más. No me sea chingón.

Yo ni que decir tiene me ofendí por todo, estaba tan enfadado que ni pude contestar, además de que a la velocidad que hablaba aquel maldito zapoteco no había forma humana de replicar. Ya me quejaría yo al encargado de la compañía de taxis mañana. Ahora no me quedaba otra que ofrecer algo de beber a la rubia aquella y a ver cómo salía de aquel impasse. Pasé adentro con Brigitte, que era el nombre de la rubia. Vigilando de reojo a Marcelo, a ver si lo notaba y la liaba con chistes a mi costa. Pero nada. Ni cuenta se dio. Creo, incluso, que la miraba más que a su chamaquita española.
Yo, incómodo. La rubia fumando como un carretero y bebiendo como un cosaco. Marcelo metiendo mano a la española que ya hojeaba el Viaje de Celine, siempre sobre mi escritorio. Pero qué mal me caía la morena, flaca y entrometida esa.
Les animo: "anden a la habitación, están en su casa". Con la única esperanza de que la pesada aquella soltase mi libro de cabecera y quedarme a resolver la papeleta del tipo aquel. Marcelo toma a la española del brazo y se mete en el cuarto. Y yo me quedo con la rubia, que en verdad estaba buena, sin saber qué decirle, cómo explicarle que no quería que se quedase. Que me enfermaba la idea, que yo, aunque no tan fantasma como los argentinos, era muy macho. Pensando, pensando, reflexionando y figurando excusas y componiendo en mi mente las frases perfectas para darle puerta al putón, me veo que --no sé ni cómo-- la tengo justo al lado, ya pasando sus hábiles y rápidas manos por mi bragueta y susurrando a mi oído una serie de verdades como puños en un lenguaje tan claro, sencillo, lírico y obsceno que nadie en su sano juicio la hubiese parado.
Ahí las cosas se desmadraron un poco, he de reconocer. Algo en mí acallaba a la voz que decía: ¡No! ¿Pero qué haces, Lalo? ¿Te has vuelto loco? Pero ya no había marcha atrás. Yo estaba aturdido aunque no tanto para que en mis incursiones manuales no evitase la parte de la entrepierna, único reducto masculino de aquella bomba sexual. Así fue. Así empezó y así acabó. Nos fuimos a mi habitación y pasé una noche fascinante por decir poco. No entraré en detalles porque soy un caballero y un señor y los chilenos, al contrario de los argentinos, no somos unos indiscretos que lo largan todo después de un affaire cualquiera. Ni me tengo que justificar. Solo diré que ella se comportó como mujer y yo como hombre y no tengo nada que añadir.
A partir de ese día, cada martes hago mi llamada a Rivero, nombre del mexicano, y él ya sabe. "¿La rubia del nardo, pues?" Yo le reprocho familiarmente la vulgaridad y él se disculpa. "Sabe que lo digo con cariño, Sr. Lalo, que yo a la Brigitte y a usted les tengo el mayor de los respetos y gran veneración. Casi como decir la única amistad que tengo en este país. Ya me podían haber mandado a otro sitio los pinches judiciales que más que otra cosa me castigaron a mí peor que a los padrotes. Puta la mañana que me fui de la lengua para venirme acá a pasarla tan solo y congelándome los huevos". "Está bien, Riverita. No te vengas abajo, --le digo--, pasa después a tomarte una Austral con nosotros y charlamos". "Eso, Sr. Lalo, tomar y platicar, platicar y tomar". Rivero tiene más historias en la recámara que Gabo Márquez y la velada con él y Brigitte es siempre un momento de alivio para el largo día, la larga semana, la larga vida. Se podría decir que son como una familia. Una familia secreta, oculta, íntima y clandestina.

lunes, 25 de abril de 2011

A perfect day

Hoy un vendaval helado dejó sin techo a miles de camboyanos. Manifestantes represaliados y disidentes torturados abiertamente en Siria y, algo menos públicamente, en otros muchos lugares. Eclipses de sol y partos múltiples. Se triplica la venta de sillitas de bebé para autos deportivos, cae la de profilácticos, aumenta la de autoadhesivos.

Una señora ha limpiado tres veces el mismo cuarto de baño. Sufre de insomnio, amnesia y pulcritud extrema. Se peina en el fregadero para que no caigan cabellos en el repulido piso. Obliga a marido e hijos a nadar sobre bayetas. Los chicos se divierten. Patinan sobre una resbalosa y nívea superficie en su aventura diaria al regreso del colegio. El marido, cansado de excentricidades, hoy pisa el suelo aún calzado porque le sale de los cojones.
Es, al parecer, la gota que colma el vaso. El vaso de él, el vaso de ella. Todos los vasos colmados. Ella tiene una visión de agua rebosante mojando, encharcando el seco y pulimentado parquet. Y grita de angustia, horror, frustración y rabia. Los niños se asoman. Ven que no ha pasado nada. El pequeño se asusta; los mayores sacan los móviles y se ubican estratégicamente en busca de la escena doméstica del mes en youtube. El padre a medio desvestir sale a pedir silencio, moderación, contención, compostura. Con indisimulada impaciencia le pregunta si se ha tomado las pastillas esta mañana.
-¿Qué insinúas?
-“Qué insinúas” no es una respuesta. ¿Has o no has tomado tu tratamiento?
-Estás tratando de cambiar de tema: has manchado el suelo, has destrozado el trabajo de todo mi día en un gesto de egoísmo infinito. Es como si yo fuese al bufete mañana y formatease el disco duro de tu ordenador, o revolviese los papeles que observante has archivado de forma ordenada y pulcra. ¿Te gustaría?

El marido se da media vuelta y sigue con su desvestirse contando hasta diez y respirando profundamente como le aconsejó el doctor. Se mete en la ducha, cierra la puerta y comienza a fantasear con su secretaria a ver si consigue relajarse de una vez. La mujer desde el pasillo le advierte que cierre la mampara que no quiere salpicones en el suelo, que cuelgue bien la toalla, que no inunde todo en vapor que después queda el espejo empañado. Él ya no la oye, gracias al agua corriente y a un mecanismo desarrollado recientemente en el varón civilizado del primer mundo y que aún está en estudio.

La autopista colapsada en la operación retorno tras las vacaciones de Semana Santa. Cinco suicidios en dos semanas en el mismo bloque de apartamentos apuntan a fenómenos parapsicológicos. Disminuyen los divorcios a causa de la crisis financiera mundial. Se disparan las ventas de videojuegos. Baja la natalidad desde que el gobierno retira las ayudas económicas a la familia. Escapa un tigre de un circo en la localidad sevillana de Utrera y devora a seis novilleros de la misma familia. El ayuntamiento declara tres días de luto.

miércoles, 20 de abril de 2011

La última aventura de Fate Jackson

Hola. Mi nombre es Fate Jackson y he de contarles algo. Algo que sin duda pasaría desapercibido en un mundo atestado de noticias impactantes, tsunamis, guerras y genocidios. Visto con perspectiva global, con Internet y la CNN encendida en verdad no es más que una gota de agua salada en el Nilo. Pero yo lo voy a contar. Para que se sepa, para que no quede en el olvido.
Mi nombre, como ya dije antes, es Fate Jackson. Soy detective privado. Tuve un esguince gravísimo y me dieron la baja definitiva por invalidez, quedándome una paguita apañada si bien demasiado tiempo libre para un hombre que aún no está tan mayor como para pasarla mirando las obras en la calle, aparte claro de que ahora con la crisis muy pocas obras hay en proceso, al menos en mi barrio.
Cuando estaba en activo me ocupé de un caso que quedó aparcado y olvidado. Fue en la época en que dejé de fumar. La desaparición de unas doscientas mujeres de mediana edad de diferentes puntos de América: algunas incluso de EEUU, nada menos. Y un par de españolas cuyo rastro se perdía en algún viaje justo a aquel continente, enorme y dejado de la mano de Dios.
Tras meses de investigación colaborando con la Interpol y el FBI, dimos por cerrado el caso. Mujeres jovencísimas y niñas a miles aparecían asesinadas por doquier y las maduritas probablemente se habrían despedido de sus tediosas vidas a la francesa. Eso, más o menos, es lo que pusimos en el informe: nuestra sospecha ante la falta de pruebas, pistas y testimonios personales era que no había caso en realidad. Así que "carpetazo y a otra cosa mariposa".
Sin embargo, dada mi actual condición de desocupado y subvencionado, pensé que podría continuar las pesquisas pues en realidad nunca me quedé en paz con la explicación que dimos al caso y que me dejó un regusto raro y amargoso.
Reuní todos mis ahorros y tras comprobar de nuevo los informes fotocopiados que mi compañero me había facilitado, decidí partir hacia Santiago de Chile adonde parecía que se perdían los rastros de las dos españolas y algunas de las estadounidenses.
En este punto es donde todo se obscurece y se pone difícil. Tocaba investigar, interrogar a los nativos, tomar café en los mismos restaurantes donde ellas debieron estar, pasar la noche en los mismos moteles, sobornar a los recepcionistas que nunca eran los que fueron cuando las mujeres estuvieron allí. Todo ello acaeció como entre brumas, entre el jet lag y el güisqui con el que aderezaba el fortísimo café que en aquellas tierras te dan. Echaba de menos fumar.
Un fracaso tras otro, una conversación infructuosa tras otra, me llevaron a un local de jazz del barrio Bellavista y allí por fin encontré a un empleado o dos que llevaban más de un par de meses en sus puestos; dotados de una excelente memoria y dispuestísimos a hablar y hablar y hablar y hablar. Menudos los chilenos cuando se ponen. Tras enseñarles las fotos de las desaparecidas, uno de ellos, el mayor, me explicó que cada dos o tres meses venía un tipo bajito con acento del Sur que se acodaba en la barra, siempre con un geranio prendido en la chaqueta lo que no dejaba de ser llamativo por rara que sea la clientela de acá. Al cabo, algunas veces, no siempre, aparecía una mina mayorcita y se tomaban unas copas y después se marchaban.
Le pedí la descripción del individuo y también que me aclarase qué quería decir con acento del Sur, que para mí podía ser cualquier cosa. Me explicó el veterano barman que los del Sur como que hablan cantadito al final de las oraciones.
Pregunté aquí y allí: "qué sé yo", --decían--, "de Valdivia pa'bajo así hasta Magallanes".
Seguí hacia el Sur, lo que supe pues cada vez hacía más frío. Con mi retrato robot del tipo en el bolsillo y un principio de úlcera estomacal por lo que allí comía, llegué nada menos que a Punta Arenas. Meses de viaje, de moteles y de pisco con cerveza Austral y carne y más carne, papas y más papas, empanadas y muerte por dieta hipercalórica.
Sentía que estaba en el fin del mundo a mano derecha. La gente allí no era tan parlanchina pero tras mucha encuesta y mucha propina encontré un tipo que reconoció o dijo reconocer al hombre de mi boceto. "Ah, sí, a este lo tengo visto yo --traduzco-- pasa de vez en cuando a hacer recados, comprar cosas para su almacén. Es uno de Natales. Muy tranquilo. Buen hombre". "Las apariencias engañan", dije entredientes, pero él no me atendió.
Ya yo tomé hacia mi último destino en aquel largo viaje del que me había arrepentido como mil veces. El frío de aquellos lares le quita a uno hasta las ganas de protestar. Se pueden imaginar. Lo que me gustó del lugar este, Puerto Natales, fue que, en cuanto entré en el taxi, el taxista me dio noticia de todo, pero absolutamente todito, sobre el tipo, la casa y cuanto puedan figurar. Solitario, tendero. Recibía las visitas normales. Un par de amigos, prostitutas por encargo que él mismo le había servido en su taxi. Poca cosa. Sí que tenía una quinta, con los mejores geranios, las mejores ciruelas, las mejores grosellas. Ahí le tenía admiración al tal Nando, que así, siempre según el taxista, se llamaba el hombre. Yo no dije nada. Solo le di las gracias, le pagué lo que le debia y bajé frente al almacén.
El viento helado me cortó la cara avejentándome de repente 10 años. Me aposté en una esquinilla y esperé, vigilando. Salía y entraba gente de tarde en tarde del almacén pero en unas salió él, embutido en un chaquetón gigantesco, con las manos en los bolsillos. Cruzó hasta donde yo estaba y me saludó suavito, con una voz dulce y un acento cantarín. Yo de todos modos me estremecí y hasta que no vi que pasaba, no pude volver a tomar aire. Como se largaba con pinta de tardar, me armé de valor y entré en la tienda, en la trastienda, crucé la cocina y pasé al backyard. Ni lo pensé: tomé un escardillo que allí había apoyado en una escala y me puse a cavar, a revolver la tierra, a levantar las grosellas sin piedad.
Pasé momentos de mucho miedo, no diré que no. Miedo a equivocarme y que le estuviese destrozando el jardincito a un buen ciudadano, inofensivo y trabajador. Lo tenía todo tan limpio, tan bien ordenado. Pero un golpecito en uno de mis empellones con el escardillo dio en hueso (como se suele decir y nunca más oportuno el dicho). Allí comencé a sacar de todo lo que un cuerpo humano en descomposición avanzada pudiera producir: huesos, huesitos, huesecillos. Manojos de pelo, prendas de vestir hechas jirones. Quise vomitar, aunque antes corrí a buscar a las autoridades del lugar, policías dificilísimos de localizar que al cabo llegaron por decenas. Por fin me pude relajar. Dejar todo en manos de los profesionales de allí, tan solo dedicado a observar ora la dantesca "operación desentierro", ora la larga avenida por donde tendría que aparecer en algún momento el asesino en serie.
Llegaron otros, judiciales creo, que encendieron el ordenador del tipo para investigar más a fondo. Entre millones de descargas ilegales y cientos de páginas porno, en aquel ordenador salido de una película de los años noventa, había un diario donde el buen señor relataba todo con detalle. Los motivos de las muertes eran tan inverosímiles como la propia situación. La una que le había hecho una pregunta tonta, la otra que no conocía a Roberto Arlt (pero ¿quién coño es ese?), la otra que le decía cómo tenía que hacer la mermelada y la otra que le aconsejaba colocar mejor las comas. Hala. Allí las causas de la muerte de tantas mujeres que aunque pesadas y posiblemente insoportables no merecían aquel final.
Volví afuera. A mirar y preguntar a los compañeros, a despedirme y dar cuenta de mi dirección y datos para cualquier cosa que quisieran de mí. Los policías me pusieron al corriente tan campantes, nada parecía sorprender a los americanos jamás. A mí, sin embargo, la sensación de triunfo no me acababa de llegar. Sería el cansancio o aquel olor a corrupción. O quizás que, terminada aquella última aventura, finalizaba también mi viaje, mi misión y tocaba volver al tedio y la rutina, a las revisiones médicas y a las colas del supermercado.
Pensé en el tal Nando. No había dado señales de vida. Listo como seguramente era, habría visto la feria de luces y sirenas de policías, ambulancias y bomberos y habría puesto "pies en polvorosa". Abandonando el almacén y la quinta cuya tierra, removida continuamente, era abonada por los cuerpos de tantas mujeres. Algunas incluso de más de cincuenta años, casi abuelas...
Se me ponen los pelos como escarpias cuando recuerdo las calaveras, tibias y peronés de todas las tallas, de todas las épocas. Nunca olvidaré mi marcha de aquel terrible lugar, los policias hacían su trabajo, los forenses hacían su trabajo y los sepultureros hacían sus cuentas y sus cálculos, mientras una vecina feísima, transtornada por lo acaecido justo al lado de su casa, gritaba como una posesa: "¡Lo sabía. Llevaba años soñando con esto. Lo sabía. Yo lo sabía. Pero nadie me creyó!".
Me alejé encendiendo un cigarrillo, viendo como mi sombra se alargaba por el asfalto helado hacia lo que supuse sería el Este, aunque allí todo está al revés. Decidí no volver a dejar de fumar ni reabrir un caso más en lo que me restase de vida.

martes, 12 de abril de 2011

Fuego

Anita Kreituse-Birth of fire

Si tu palabra valiese algo,

te haría prometer una cosa.

Algo fácil,

sumamente fácil.

Sencillo, incluso ingenuo.

Que quemases cada vocal,

cada punto,

cada puta coma,

cada maldito interrogante.



Dalos al fuego, rogaría,

y tú no me responderías.

Y aun yo quedaría conformada.

Nada borra lo pasado.

Pero ¿qué no purifican las llamas?



De todos modos, ese esfuerzo sería baldío.

Como todo esfuerzo por ti.

Inútil.

Menos que cero.

Menos que el aire.

Menos que menos.

Jamás te pediría nada.

No hay manera de que pase esto.

Tu palabra no vale nada

y mi arranque traería más de lo mismo,

más decepción,

más desencanto,

más pérdida del tiempo de mi vida.

Remover el dedo en la herida

para nada.



Hoy no puedo evitar odiarte,

desearte grandes desdichas,

desventuras y penalidades,

que consigas un trabajo en una fábrica de vasitos,

que tengas hemorroides, halitosis y enfermedades.



Pero, cuidado, mañana haré algo bueno:

inventaré un vacuna,

pararé una guerra,

bajaré a un gatito de un árbol.

Algo altruista, bondadoso,

grande,

generoso.

Que nivelará mi karma,

expiará mi culpa,

disimulará mi lástima.

Algo que me redima y salve mi alma.

jueves, 7 de abril de 2011

La elocuencia del silencio

"Torturados y asesinados"



La elocuencia del silencio. Baja del cielo lentamente la oscuridad y el silencio. Una pena inmensa recorre el Océano Atlántico y se deposita y reparte por petroleros, cruceros de lujo y barcos de pesca. Queda en islas desiertas, rocas en medio de la nada. Como si del desierto se tratara, el mar cambia su fisonomía y las olas ora enormes ora diminutas, no dejan orientarse por el paisaje. Sin embargo, la pena sabe buscar, sobrevuela hacia el Este miles de kilómetros sin necesidad de oasis ni remansos de paz. Bajo nubarrones negros que presagian tormentas magníficas y devastadoras que amenazan con la explosión última que hará tábula rasa y nos pondrá a todos en el mismo lugar.
La pena llega. En forma de noticia, de comentario, de carta, de llamada telefónica. Siempre inesperada. Llega al primero que encuentra, como la Parca que deambula ociosamente por doquier y caprichosa elige sin razón ni motivo un quién y un cómo para cubrir su misión diaria. El cupo de la muerte.
Cómo debe ser eso, cómo debe ser vivir, ser padre, en México o en Colombia. Y cómo debe ser eso de morir acribillado a tiros tras ser torturado. Detalles sin importancia. 35.000 muertes violentas, --sentencia el periódico--, de tal a cual periodo. 9000 cadáveres sin identificar. 5.000 desaparecidos, con familias que temen lo peor, cuyas 5.000 madres, padres y hermanos o hijos van olvidando, yendo a sus trabajos de 12 horas, caminando para ahorrarse los pesos del autobús. Avejentados, entristecidos, aletargados. Aquí los gritos de rabia y dolor subirían hasta el mismo cielo; allí a duras penas se reclama justicia, venganza, explicaciones. Muchachos de 17 años, asesinados en plena calle; niñas de doce desaparecen cada día para no dejar más rastro que el de una zapatilla tirada en el camino o una hermana pesada que acude al comisario cada dos meses a preguntar. No me imagino cómo debe ser la bolsa de plástico en la cabeza, ser asfixiado para ahorrar balas, no puedo figurarme siquiera cómo los cadáveres no pueden ser identificados por los familiares y se entierran sin lápida ni nombre en fosas comunes. No entiendo cómo se toleran 5.000 desaparecidos y un panorama desolador donde jóvenes comunes y corrientes no pueden salir a pasear sin poner en riesgo su vida que allí, por cosas que no entiendo, vale mucho muchísimo menos que aquí.
La elocuencia del silencio. En nuestros noticieros, en nuestras conversaciones, en nuestras preocupaciones. En nuestros sindicatos y nuestra crisis, en nuestro no llegar a fin de mes. La pena llega a Europa y pasa de largo, dejando un atropello con fuga y dos enfermos de cáncer en estado terminal, subida de hipotecas y miles de parados, ruina económica, estado protector apoyado en la magia salvadora de la economía de la UE.

miércoles, 6 de abril de 2011

El surrealismo es como practicar sexo tántrico vestida con una nariz de payaso. Orgasmos, risas y no entender casi nada. Puede ser brutal pero no pasa nada. La vida. Si el surrealismo es el Madrid, y el realismo es el Barça, o viceversa, después del partido me parto la cara en un bar con algún partidario de la Pardo Bazán. El realismo es como una rubia de bote con un wonderbra venga a quejarse de bobadas. Imagino el hiperrealismo, con esa rubia recién amanecida, resacosa, la pintura corrida, con la pinta de una prostituta vieja después de una paliza. Llora ante la taza de café, se siente gorda y pesa cuarenta quilos. Se mete un puñado de pastillas. Se asoma al balcón y grita, grita, grita. O mejor, muchísimo mejor, el realismo mágico: La misma rubia de bote se quita el sujetador y sus pechos comienzan a inflarse con helio hasta que sale volando como un globo bicéfalo. De la nada le aparece una chistera entre las manos y comienza a sacar palomas sin parar (bueno, esto puede ser una interferencia surrealista pero es magia, no digáis que no). Parece el día de las fuerzas armadas dibujado por Picasso. Todos aplauden, sacan fotos, cuelgan vídeos en Youtube. La rubia nunca vuelve. Nadie se extraña. Alguien hace un puchero con paloma.

domingo, 3 de abril de 2011

Da igual; todo da igual, que sea 31 o 1 o 21. Todo da lo mismo. Todo absolutamente todo sabe a pollo. El agua sale sucia del grifo y el aire está lleno de polen venenoso. La lluvia radioactiva está al caer. El cielo es marrón. Las gaviotas se han vuelto locas y las ratas ya no comen basura. El mundo no para de girar y los chinos están bocabajo y ni lo saben. Da igual. Qué más da. Un seísmo y de nuevo a trabajar. Nacen niños con tres ojos y aletas. Da igual. Mutamos, vamos al cine, lloramos con el culebrón. Nos masturbamos. Pasamos por aquí. Y pensamos que hay algo importante que algún día nos saldrá al paso, pero no es verdad. Nada, nada, excepto quizás un camión de la San Miguel, nos va a embestir como una revelación. No hay un día D, una señal en el cielo, una ideología, ni siquiera una idea que valga la pena. Solo palabras que forman frases y frases que forman discursos y discursos que se repiten. Solo filósofos con falta de potasio y vitamina D. Deprimidos y lúcidos. Solo perros rabiosos, enfermedades venéreas, adicciones, miseria e indolencia. Poetas que se suicidan o visionarios con desequilibrio químico que causa euforia. Hambre y obesidad. Cumbres y violaciones. Cáncer y orgasmos. Música y linchamientos. Guerra y soledad.