domingo, 31 de julio de 2011

Reyerta en el Colegio de Psicólogos

 

Fuentes del personal de la cafetería de la sede del Colegio de Psicólogos informaron el pasado viernes de una espectacular pelea en la que se vieron involucrados más de veinte socios. La causa de la disputa fue una diferencia de opinión (¿hay alguna otra causa para una discusión?) sobre si Amy tenía personalidad borderline, era bipolar, sufría una depresión o las tres cosas al mismo tiempo.
En un momento la cosa se calentó y un miembro de la Sociedad de Psicólogos Anglófilos, el Dr. Jones, insultó a los partidarios de la corriente neofreudiana y a todos los presentes en realidad: que si ellos no sabían más que culpar de todo a las madres y que si la masturbación es sana y recomendable (mira tú, la novedad) y que los conductistas eran todos unos pervertidos y los cognitivistas, más. Ante los abucheos y risas de un par de grupos de anglófobos, Jones siguió diciendo que en España no había habido jamás un filósofo de verdad y un psicólogo ya para qué hablar. Al final, se lio una refriega del copón cuando dijo que se cagaba en Wundt y D. Federico Martínez, psicoanalista, especialista en hipnosis y problemas de parejas, le diagnosticó (gratis y verbalmente) esquizofrenia, dado que obviamente sus padres lo habían maltratado brutalmente. Ahí ya volaron los vasos. Los conductistas se lanzaron hacia Jones, los partidarios de la personalidad borderline daban patadas al inglés y a los otros por igual; unos pocos, más junguianos que otra cosa, sin estar con el hispano-británico, se pusieron de su parte porque habían venido en su coche.
El regente de la cafetería está ya harto de estos frecuentes episodios, al parecer comportamiento habitual de los psicólogos colegiados. "No me va a quedar más remedio que cerrar el local y que se apañen con unas máquinas de refrescos y bollería industrial. Voy a empezar de cero. Abriré una cafetería en la Facultad de Periodismo y trataré con buenas personas para variar".

miércoles, 27 de julio de 2011

Madame Serenizza

Por fin llegaron las fiestas patronales y con ellas la feria del pueblo. Este año la novedad era un tenderete donde la Adivina Serenizza te leía el porvenir y te aconsejaba por solo 5 euros. La cola daba la vuelta al Pulpo gigante y a la Serpiente loca. Tras dos horas y cuarto allí, por fin me toca.
-Pasa, -me dice una voz ronca, sin duda de hombre, con fuerte acento mexicano. Entro en la tienda, pequeña, oscura, una mesa con mantel rojo sangre, una bola de cristal encima, velas por doquier y con un intenso olor a ámbar y ¿jazmín? Un ser con turbante, ojos achinados, té moruno entre las manos y piel morena me interroga:
-¿Cuál es tu pregunta para Serenizza?
-¿Es usted la adivina?
-Sí, la misma que viste y calza, chava.
-¿De dónde dijo que era?
-De Costa de Marfil.
Abro la boca, mucho. Los ojos, más. Pienso: Di algo, Pili. Di algo. Pero no digo nada. Tic tac. Me he bloqueado. Proceso con dificultad. Tic tac. Me dice tan pancha: "El acento extraño nomás es por los años que pasé en Sierra Leona". Tic tac, tic tac. No se me ocurre nada. Le digo que yo he ido a la Universidad. Y me dice, hábil e imperturbable que eso ya lo sabe porque para algo es adivina.
-¿Tú quieres saber algo de tu porvenir, quieres algún consejo o quieres escribirme una biografía?
Decido pasar por alto lo absurdo de la situación, que por otra parte quién sabe si es normal. 
-Verá tengo un amigo que ha desaparecido.
-Y quieres saber si lo ha atropellado un coche tuneado con reggaetton a todo volumen, ¿a que sí?
¡Joder, pues es verdad! Qué fuerte, qué pedazo de adivina.
-Eso no es lo que ha pasado.
¡Mierda, qué pena!
-Y sabe usted si le ha dado una embolia, le ha mordido un oso, ha perdido a algún ser querido.
-No, que más quisieras. Es sencillamente un ser malvado. Pasa de ti. Te ha engañado. Piensa que eres imbécil. Nunca debiste contarle tus secretos.
Empiezo a creer lo de Sierra Leona. Y, aunque a estas alturas la admiro profundamente,  busco un bate de béisbol con el que darle bien.
-No te enojes conmigo. Yo te ayudaré.
Qué admirable mujer africana, me digo. Quiero preguntar algo más aunque no me atrevo. Pero Madame Serenizza me lee la mente:
-Sí, mijita linda. Lo quieres. Lo quieres pero ya se te pasa. Por veinte euros te doy unas yerbas que tomadas treinta y dos veces al día te ayudarán a olvidar al tipo sucio ese. A partir de ahora procura no ir con mala gente, que preveo una úlcera. Ah, y no tires la bufanda a la basura, la veo en tu futuro para bien.
Antes de salir de la tienda, sorbiendo mocos y limpiándome las lágrimas con las mangas, me giro y le pregunto: "¿De qué son las yerbas?". 
-De un arbusto sin nombre, rarísimo y único de la Sabana. Me lo trae cada miércoles un amigo de Tanzania.
Claro. Ya me lo imaginaba.

La ciudad de la insensatez

En la ciudad de la insensatez nos cuesta comunicarnos, nos malinterpretamos, nos enamoramos de los espejos y nos desnudamos con las cortinas descorridas.
Es el lugar más seco y caluroso del mundo, aquí siempre sopla un viento caliente que perjudica seriamente nuestro juicio. Nubes bajas y espesas, nubes de polvo y humedad: malla rosa sobre nuestras cabezas. Nos da una apariencia angelical, pero estamos todos locos.
A veces caminas por las calles, quizás yendo al trabajo que perdiste hace meses, quizás a ver escaparates, quizás a una cita con horas de retraso y pasas por un callejón donde dos completos desconocidos hacen el amor a plena luz del día. Ella calzada, él con los pantalones por las rodillas. Los ojos cerrados, los quejidos del placer te persiguen calle abajo.
Nadie es feliz por acá. Pero tenemos momentos brillantes. Hay pequeños destellos de dicha en nuestras pobres vidas. Tiernos sueños, fantasías sexuales, coqueteos con la poesía y la música. El mejor chocolate del mundo, unos baños turcos gratuitos, masajes con final feliz para todos por gentileza del alcalde. No nos podemos quejar. Por días vamos contentos sin saber muy bien dónde.
Sin embargo, no sabemos resistirnos a nuestros impulsos y tarde o temprano todos en esta ciudad sentimos una implacable culpa que nos hace dormir mal. Después, mal descansados, tomamos las decisiones equivocadas, decimos lo que no debemos o no sentimos, despechados sin motivo, sentimos celos, orgullo, ira, ganas de destruir, de dañar. A veces, llegamos a desear matar a nuestros amantes.
Jamás una relación acaba bien aquí.
Nos gusta caminar por las vías, hacer picnics, ir a conciertos, el LSD (estamos algo desfasados), bañarnos desnudos a la luz de la luna y amanecer en la playa en los brazos de alguien nuevo. Se nos da fatal orientarnos (siempre nos perdemos), no sabemos pedir explicaciones, preguntar, disculparnos, comprar flores; no entendemos los prospectos de medicamentos y aparatos eléctricos. Somos incapaces de resolver un trámite burocrático. Nuestros carnets caducados, nuestras casas a nombres de sus antiguos propietarios, nuestros coches que no han pasado la ITV, las facturas que señalan la página favorita de Rayuela. Lo cotidiano se nos hace enorme, gigantescas responsabilidades que postergamos: la leche caduca en nuestras neveras, las magdalenas como piedras, el pan mohoso, el champú abierto que se derrama y además no es el que corresponde a nuestro tipo de piel. Nos agobian las cosas chicas y entonces salimos a caminar contra el viento, gafas de sol, vestidos ligeros, dispuestos a comer en el primer sitio que encontremos, dispuestos a sentarnos en la primera mesa con algún desconocido con el que queremos conversar, con el que reírse, hablar de nada, para no comer solos, para salir del bar acompañados, para puede que subir a ese apartamento lleno de formularios, polvo, ropa sucia y comida en mal estado, y que no nos parezca tan lóbrego y asfixiante.

Web Sheriff, locura transitoria y política internacional

Sofie Qormi, de 39 años de edad, maltesa por parte de padre, chipriota por parte de madre. Licenciada en Informática. Domina el griego, el turco, el italiano, el español y, por supuestísimo el inglés. Persona formal.  Trabajaba desde hacía tres años en el edificio Argentum de Web Sheriff, introduciendo las claves de bloqueo y enviando las notificaciones a clientes e infractores con una notable velocidad, una gran eficacia y responsabilidad. Sofie "la Rápida" como la llama cariñosamente el supervisor, Duncan Jones, trabajaba hasta doce horas sin chistar.
El pasado sábado día 23, única noche que libraba, se hallaba cenando sola en una pizzería de la City. 
En la mesa de al lado, una familia de turistas españoles celebraban el 40 cumpleaños de la mamá. Casualidades de la vida, era también el aniversario de Sofie. 
El marido de la homenajeada alzó su copa y con las tradicionales palabras: “La cambio por dos de veinte” hizo el brindis entre risas. Para sorpresa de camareros y clientela, y pasmo de la familia en general, Sofie lanzó un cuchillo al pecho de José Pérez Márquez, informático, de 46 años, con tal rapidez y precisión que seis clientes de otra mesa, informáticos en su totalidad, no pudieron evitar ovacionarla como primera reacción, por los nervios, con toda seguridad. Increíblemente, no había ningún filólogo en todo el local.
De resultas del incidente, Sofie fue deportada, tras seis meses de negociaciones con las embajadas de Chipre y Malta, por aquello de la doble nacionalidad. El ministro para la oficina de Relaciones Exteriores británico, Jeremy Browneexplicó a los embajadores de sendos países que en UK no están para cargar con los considerables gastos de la cadena perpetua de una extranjera con la ruina económica que tienen encima. 
José Pérez Márquez volvió en una caja de pino a Villanueva del Trabuco, su localidad natal y no volvió a viajar.
Sam de Minnesota, compañero de Sofie en Argentum no puede creer que esto sea verdad: "Era una santa, nos hacía todos los turnos sin protestar".

Basado en hechos que perfectamente podrían ser realidad

domingo, 24 de julio de 2011

Síndrome de Tourette

Umberto Eco se masturba pensando en Kafka mientras decenas de personas son asesinadas en Noruega. El país con el mejor sistema educativo del mundo, frío para reventar, una tasa bajísima de paro y locos como en cualquier lado. Mientras, Amy en su apartamento de Camden se pone ciega de anfetas y cocaína, probablemente  hastiada tras 27 años de soledad. Que no son 100. Ni 27 en realidad. Pongamos que recuerda su infelicidad desde los 5 o 6 años. Pues serían “22 años de soledad”. Aquí el título de la biografía con la que algún hijodeputa aprovechado se forrará. 
Sin querer, Amy ha jorobado el mercadillo dominical de Camden Town y ha dejado a un turista con las ganas de comprar varios de los famosos y utilísimos mandos a distancia para controlar mujeres, y venderlos en Ciudad Real. Donde sí que hacen falta por la conocida rebeldía de la hembra culiparda. 
Susi, mi vecina de al lado, se ha bajado ciento diez canciones de Youtube en  lo que va de día y está colgando por todas las webs conocidas y blogs con audiencia bajísima montones de música gratis y vídeos hechos por ella. Lo hace por mí, para vengarse. Por eso no la culpo cuando me dice que le da igual lo de Amy, le da igual lo de Oslo y le da igual lo del mercadillo de mierda ese. Me cuenta que ha metido un virus en la Web Sheriff de las narices por amor. Por amor a mí y porque es un poco cabrona.
A Susi no la juzgo.  Ahora, Umberto Eco no tiene perdón de Dios.

jueves, 21 de julio de 2011

La memoria de Jessica

Al principio el alcohol funcionó. Antes de eso, los antidepresivos fueron mi salvación, pero después del primer año me sentía peor. La fitoterapia fue un fracaso, a pesar de que me lo fumé todo. La aromaterapia, un fiasco, y eso que esnifé y esnifé. La cromoterapia me arruinó: pastillas de colores y hartarme de Viagra para verlo todo azul, que es color relajante. Mas no. El alcohol, volver a fumar y salir a ligar me causaron mucho bien. Pero mi estómago se resintió y tuve que dejar todo de golpe. Mal momento para dejar de pensar, sin nada más que mi miseria que llevarme a la boca. Fue peor que horrible.
Sabía que algunos argentinos afincados en Marbella utilizaban exitosamente la hipnosis, pero estaba sin blanca y aquello salía por una pasta. Como ya más bajo no podía caer. Saqué mis tacones altos, hice autostop, subí a la planta 15 del edificio Nube Blanca sito en calle Beata Magdalena Maldonado y pedí audiencia con el psicólogo. ¿No tiene cita? No. Pues lo siento, pero no. De aquí no me muevo, guapa, hasta que no vea al doctor. Que no. Que sí. Que no. Que sí. Que te largues. Que monto un escándalo y vuelvo mañana y monto otro mejor. Silencio. Una bola rodante atravesó el hall. Tenso silencio. Momento de reflexión. Tras los ojos de telefonista, portera, asistente personal, sobrina o peor del doctor, un torbellino azul de turbación.
-Veré qué puedo hacer.
-Bien, -desafiante.
-Bien, -furiosa aunque contenida.

Me acomodé en uno de los incómodos asientos que reconocí al segundo como las sillas apilables Herman 13,95€/unidad (¡Chuck, cabrón!). Y pensé. Pensé en que no quería pensar más, pensé en cómo me lo iba a camelar al argentino para que me hiciera olvidar sin pagar. Pensé que un psicólogo no es un doctor si no se ha doctorado, porque médico no es. Pensé en el silencio aterrador. En el tipo aquel y en el otro tipo aquel. En el tiempo del error. En darme contra la pared de cabeza, o lanzarme por la ventana desde el piso 15. En meterme el abrecartas de la zorrita de la recepción en medio del pecho. En volver a casa y tomarme todos los antidepresivos, calmantes, relajantes musculares, ansiolíticos y pastillas de la tos. Meterme las dos botellas de vodka que me quedaban hasta reventar como un caballo. No era solo una solución, era también melodramático, brillante, ¿original? Bueno, original no. Pero era una solución patética, teatral y, si olvidamos por un momento los vómitos, romántica. Casi estaba a punto de largarme resuelta a proceder a la ingesta masiva de medicamentos y alcohol, cuando me llamó el mismísimo doctor. ¿Señorita? ¿Quién yo? Sí, usted. Quería verme. Parecía urgente. Pase. Cuente.
Tras 55 minutos desahogándome a base de bien, mientras el doctor daba cabezadas, el hombre concluyó: “La memoria debe ser borrada”. Para ser argentino hablaba fatal.
Desperté en casa, aunque no sabía dónde estaba. No recordaba casi nada. Mi cara en el espejo me disgustó, mi ropa en el armario me pareció propia de un putón. Si hasta me llamaba Jessica, por Dios. Los libros de las estanterías, los discos y cedés, las películas que había tiradas por doquier. Quién mierda vive aquí. Pues yo. No recordaba que era drogadicta, alcohólica ni tuve ganas de fumar. Pero, apenas tomé un vaso de agua y sentí el líquido bajar por mi vacío interior, me estremecí. Algo había a punto de salir. Una insatisfacción que estaba ahí. Me embargó la tristeza y súbitamente entendí. Había olvidado la contraseña de la tarjeta de crédito, el sitio donde puse la cartilla de la Seguridad Social, cómo demonios funcionaba la lavadora, el lavavajillas, el horno, la secadora, el mando del vídeo, el gigantesco televisor; pero aquello otro sin saber bien qué era no se había borrado. Al argentino lo habría matado y no lo digo en sentido figurado. Pero no me acordaba de su nombre, de su cara, de su dirección. Habría sido imposible encontrarlo.
No obstante, siempre, hermana, siempre hay un plan B. Este, además, me sonaba de algo: me comí unas 500 pastillas, me tomé un protector estomacal y el vodka directamente de la botella. Antes de caer redonda, tuve tiempo de lanzar por el balcón mis mejores zapatos, toda la ropa con perchas incluidas, la tostadora, la batidora, la licuadora, el cepillo eléctrico, el deshumificador, las planchas del pelo, la epilady, el microondas, el DVD, la minicadena, el ordenador, los tres consoladores, el router, la jaula de los canarios con ellos dentro, lámparas, ceniceros, libros, fotos con sus marcos. La gente de abajo creo que decía algo. Ya iba yo a saltar para ver qué narices querían, pero no llegué a la barandilla. El mundo dio unas vueltas y me desplomé de una vez por todas en el suelo de mármol gris natural recién pulimentado.
Mi primo Omar antes se llamaba Manolo. No sé muy bien por qué ahora se llama Omar, me pilló de Erasmus en Italia y no quise preguntar. Estudió Periodismo, como yo. Con una media de 5 acabó la carrera en 11 años. Aquí era uno de los miles, qué digo miles, millones de licenciados que se dedican a la venta y alquiler de vehículos usados. Omar, uno ochenta y cinco, fuerte, pelo castaño y suave, con una mirada que parece que te va a traspasar. Le gustaba ir al canódromo y cerraba todos los bares del barrio por orden alfabético. Borracho estaba todavía más sexi. Era de esos a los que no se les nota nada que han bebido. Ni se le trababa la lengua ni andaba dando tumbos.
Un mal día conoció a una colombiana y se fue con ella a Bogotá. Duraron juntos dos semanas, pero él se quedó. Por lo que se ve allí es conocido como Licenciado Omar. Debió falsificar algo en el CV o bien andan escasos de universitarios. La cosa es que al condenado Omar le hacen sentir como Dios. Es el tuerto en el país de los ciegos. El puto amo. Como es tan guapo y tan alto y tiene ese modo de mirar, va de una a otra sin pagar. A mí me llegan docenas de cartas suyas en que me da innecesarios y numerosos detalles de todo lo que le ocurre allá. Me turba y me perturba, la verdad.
Cada año en Navidad regresa a España a pasar un mes con la familia. Cada año se pone morado de comer y bebe como un cosaco. Se va cinco quilos más gordo.
Gracias a la Virgencita del Carmen, siempre en las reuniones familiares hay un momento en que los parientes se disipan como la niebla y, justo la tarde en que preparábamos la Noche Buena, unos fueron a hacer las últimas compras, otros a visitar a los vecinos, los más entregados llevaron a los críos al cine y la abuela y las tías se fueron a echarse una siesta. Pensé que por fin me quedaba sola cuando el dichosito Licenciado Omar me vino a molestar a mi habitación donde a lo único que aspiraba era a leer un rato y escuchar un poco de música antes del estridente y masivo banquete navideño. Pero no. Allí estaba él, con ese acento que le ha salido de repente, con ese bigote que se ha dejado como para parecer más respetable. Ya olía a pacharán como si se hubiese zampado una botella entera, aunque su aliento resultaba agradable. Dulzón.
-Quiero estar tranquila un rato antes de la cena.
-Solo vengo a decirte una cosa.
-¿No puedes decírmelo después?
-No. Con los niños armando escándalo y mi madre sin quitar ojo.
-Pues rapidito que tengo un par de horas de tranquilidad y no quiero desperdiciarlas.

Se sentó en la cama y se acercó como para hablarme al oído. Empezó a besarme el cuello. Y a susurrarme unas ciertas cosillas. Yo en principio iba a empujarlo y echarlo de la habitación a patadas pero lo que me contaba me tenía tan estupefacta que no pude moverme. Que si iba a psicoanálisis desde los quince años porque era erotómano, que si me deseaba desde que íbamos juntos a la Facultad, que si era él quien llamaba a mi teléfono y colgaba, que si me había robado ropa interior, coleteros, pendientes, pañuelos, fotos, ligueros. Y fantasías muy cochinas en las que siempre aparecía yo con mucha más gente. Total, que sin darme cuenta ya estaba yo devolviendo besos y caricias y dejando al muy caradura meter mano bajo mi falda y bajarme sin recato alguno las bragas. Se apresuraba con los pantalones a medio bajar ya encima de mí, y lo tuve que parar:
-Si quisiera un polvo rápido, ya haría esto con mi marido. O te esmeras o te largas.

Mano de santo. Se esmeró y bien, el Licenciado Omar.
Bajó el ritmo y me besó todo. Conforme me desnudaba tan despacito, me decía cosas obscenas y me acariciaba. Me cogía de espaldas, de lado, de frente, me sentaba sobre él y me lo hizo hasta de pie. Me tuve que morder la mano para no despertar a la abuela y a las tías pero aun así no estoy segura de que algo no oyesen. Dos horas, cinco orgasmos a mi favor.
Acabadas las vacaciones, marchó de nuevo a Colombia. Ahora ya no cuelga el teléfono cuando me llama y procuro encerrarme en el cuarto de la plancha para tener nuestra pequeña conversación transoceánica en la más discreta intimidad.
Ah, sí. Quiero que conste que es mi primo segundo, casi como si dijéramos que no somos familia.

lunes, 18 de julio de 2011

Una de Fiona Apple

Tymps (The Sick In The Head Song)




Those boon times went bust
My feet of clay, they dried to dust
The red isn't the red we painted
Its just rust
And the signature thing
That used to bring a following
I have trouble now
Even remembering

So why did I kiss him so hard
Late last friday night
And keep on letting him change all my plans
I'm either so sick in the head
I need to be bled dry, to quit
Or I just really used to love him
I sure hope that’s it

I knew that to keep in touch
Would do me deep in dutch
Cuz it isn't the rush of remembering
It's just much
And the signature thing
Is only growing harrowing
I should have no trouble now
To keep from following

So why did I kiss him so hard
Late last friday night
And keep on letting him change all my plans
I'm either so sick in the head
I need to be bled dry, to quit
Or I just really used to love him
I sure hope that’s it

Those boon times went bust
My feet of clay, they dried to dust
The red isn't the red we painted
It’s just rust
And the signature thing
That used to bring a following
I have trouble now
Even remembering

So why did I kiss him so hard
Late last friday night
And keep on letting him change all my plans
I'm either so sick in the head
I need to be bled dry, to quit
Or I just really used to love him
Or I just really used to love him
Or I just really used to love him
I sure hope that's it

sábado, 16 de julio de 2011

Si no hubiera leído a Chuck

Mi nombre es Joanna Silvestre Castro y escribo. Escribo como venganza. Saldar cuentas pendientes es una obligación natural en mí. Que no soy alta ni soy baja, no soy gorda ni soy flaca. No soy buena ni soy mala. Pero odio y soy rencorosa a rabiar.
Confieso que he matado. Pero matar me mata. Así que quise dejarlo. Tras leer a Chuck Palahniuk me decidí a asistir a un grupo de ayuda. Acudí a Apoyo a enfermos de fibromialgia. No existen test médicos que prueben si tienes o no fibromialgia. Solo eres mujer y te duele todo y estás siempre cansada. Al final pasé de los de la fibromialgia porque yo no quería abrazos ni llorar ni desahogarme ni nada. Yo quería dejar de matar, porque matar me mata.
Busqué otros medios asistenciales y hallé que proliferan los grupos para dejar de fumar, para dejar de beber, para dejar de comer, para dejar de leer. Uno, el de dejar de matar, era el que yo necesitaba. Me costó encontrarlo porque tenía un nombre que despistaba para, supuse, alejar al maderío. Lo denominan Grupo benigno y apolítico de prevención de la sociopatía andaluz. Bueno, algo así. La terapia fue fatal. Aquello estaba lleno de falsos locos y personalidades sin una persona detrás. Acabé matando al psicólogo, me comí sus vísceras y empecé a escribir otra vez. Me acordé de la madre de Palahniuk, Carol. Decidí no volver a leer jamás. Ni al maldito Shakespeare, ni tanto el Hola. Ni para dormir, ni para ir al baño, ni para disimular en las tardes vouyeristas en el parque de la ciudad.
Tras un encierro de doce días sin probar bocado, ya no pude más. Era una hora tardía y mi barrio es uno de esos lugares donde un bar no es un bar. No sirven café en los locales de mi localidad. Había uno cerquita: El Morocco. Yo quería tomar cerveza para quitarme el hambre. Entré y el sitio desde luego estaba hecho a mi medida. Compatriotas de Bulgaria, Colombia, Costa Rica, Rusia, Polonia. Señores calvos, bajos, gordos como calvas, gordas, bajas sus billeteras. Los tipos se sentaban alrededor de las mesas y charlaban escandalosamente, y entraban y salían del reservado.
Qué magnífico lugar para reposar, pasar desapercibida, beber hasta vomitar. Hola, qué quieres tomar, me pregunta una de las rubias camareras. Medio litro de cerveza con un ojo dentro. Marchando. Quieres compañía. No lo sé, puede que después. Trae también un chupito de ron negrita y déjame verte las tetas. Dicho y hecho. Tres litros de cerveza, cinco ojos y veinte chupitos después, todo iba genial.
Fue entonces que vi a un joven penetrar en el local, libreta en mano. Lo oí pedir cerveza y dar torpes explicaciones: solo venía a documentarse para una novela. Qué pena, dijo la rubia a la que yo había visto las tetas. Pensé que si el iluso aquel las viera, se curaría de la gilipollez que claramente le alienaba.
Y de nuevo, la ganas de matar. Joder, con lo a gusto que estaba.
El causante de mi fastidio no se sorprendió cuando me senté a su mesa. Me dijo de modo algo femenino que no venía a eso. No te preocupes, niño, que yo no trabajo aquí. De hecho, no trabajo. Te he visto escribir y te quería decir que yo también escribo. ¿Qué escribes? Novela negra, mentí. Asesinatos. Tramas llenas de simbología. He redescubierto a Agatha Christie, calco sus argumentos pero con mucha sangre, escenas escabrosas de sexo, complot político y sectas secretas detrás. Novela escandinava. Le doy a entender que yo también ando documentándome y que podíamos charlar sobre la vida del suburbio y los grasientos parroquianos. Que, si quería, lo podía asesorar. Vamos a mirar, le invito. Pago yo, dije, aunque no pensaba pagar. El pobre imbécil picó como un pardillo. Un pardillo gorrón, pero pardillo.
Pasamos al reservado y recluté a unas cinco hermosuras para que le dieran todo tipo de tratamiento sin dolor al joven en sus últimos momentos de vida. Que soy una asesina con un corazón muy grande. Yo me quedé en un sillón que había en la esquina, mirando la escena. Parecía que se lo comían por todos lados al muchacho que, no obstante, me consta que disfrutó. Cuando lo decidí, las despedí con un movimiento de la cabeza y se marcharon en divina procesión. Ahora relájate. Te voy a matar. Él masculló no sé qué de que no iba a poder. Tú no te preocupes que ya me encargo yo. Saqué el cuchillo que siempre llevo en el liguero y le sesgué la aorta y la femoral. Lo apuñalé docenas de veces y, cuando dejó de moverse, me metí a lavarme y al rato salí por detrás.
El orangután que tienen los chulos para que nadie se vaya sin pagar se me puso delante. Le traté de engañar, mas parecía enterado de que adeudaba un pastón. Tras unas palabras y ciertos intentos por mi parte de negociar, no me quedó otra. Lo tuve que matar. Qué rabia, porque la curda se me pasó con lo que se revolvía el enorme tipo aquel.
Eran las seis y media cuando llegué a casa, el vestido manchado, cansada, desencantada. Lo de siempre. Pero aquel día más. Matar me mata. Me duché, eché al fuego el vestido, fregué con cuidado el cuchillo y me acosté. Dormí como un bebé. Mañana iré a terapia de preparación al parto.

viernes, 15 de julio de 2011

Los adventistas somos así

¡Ay! Me acabo de dar cuenta. A lo tuyo no podré acudir. Qué lastima. Es que es la tarde en que los adventistas del Séptimo Día nos reunimos en el Tabernáculo. Y ya me dirás. No puedo anteponer tu capricho al del Señor, que me da pánico ir al Infierno. Además, también tengo dentista, la casualidad, oye. Un transplante de médula, una sesión de hipnosis para dejar de fumar y la visita bianual de mis hijos. Que me disculpes, que ni lo notarás, que la próxima fijo que conmigo puedes contar. Estoy segura de que no será la única vez que te vas a casar.
Dios va con las amarillas

domingo, 10 de julio de 2011

Mitología maruja

Mi madre era La reina. Fue una mujer muy bella, pero una bocazas. No quiero hablar mal de ella, que ya está muerta. Murió hace aproximadamente 11 mil años, aunque su brillo no se ha apagado. El eco de lo que fue, el corazón de la reina sigue palpitante en su viaje hacia la nada.
Contaré, tan solo, que su carácter era terrible: voluble, vanidosa; cambiaba continuamente de opinión. Me regañaba de manera violenta, me humillaba. Aunque todos piensen que estaba orgullosa de mí, aquello fue sencillamente un modo de fastidiar a ese Nereo que de tan sincero un día le diría alguna verdad sobre lo impertinente de su comportamiento y lo que eso mermaba su atractivo a sus modestos y acuosos ojos.
El venerable Nereo, menuda nos armó. Mira que fue bueno, y comparado con ese viejo verde de Neptuno, viviendo en una eterna orgía, un santo. Pero menuda nos lio. En casa, por su culpa, mamá estuvo intratable. Y como tuve la desgracia de salir guapa, pues, hala, a refregárselo a sus hijas que andaban subiditas de tanto halago inmerecido, en la opinión de mi madre y de mucha gente de Etiopía que conocí y no parecían especialmente interesados en el asunto. En fin. Ella se pasaba el día con unos y con otros diciendo que yo era la más bonita y cansó a quien no debía y llamó la atención para mi mal y consiguió que aquellas ninfas fuesen a pedir una satisfacción a Poseidón al que tenían encandilado y bien contento y que, claro, se apresuró a conformarlas antes de llegar la bacanal de la noche.
La cosa es conocida: acabé desnuda, atada a una roca, con los brazos en alto para servir de sacrificio a una bestia marina. Menos mal que pasó por allí el hijo de Dánae, que también sufrió lo suyo, y quedó prendado por mis visibles atributos femeninos, si no, hoy no estaría aquí acordándome de mi madre.

Andrómeda encadenada a una roca de Gustave Doré

miércoles, 6 de julio de 2011

De telesféricos, zoológicos y vida después de la muerte

El día que te moriste, de veras lo sentí. Me llevé un disgusto tremendo, sobre todo por enterarme así. Menudo sofocón.
Yo también he tenido problemas, enfermedades, accidentes. Una vez me atropelló un tranvía en Madrid, tuve sífilis, una casa en África, piojos y gonorrea; me partió el corazón una pila de gente y más, muchas cosas más; además tengo Lupus, que ahí es ná. Nunca te lo conté. No hubo tiempo. Bueno, sí. Pero tú no dejabas meter baza.
En fin, a lo que iba, que me pierdo. Fue terrible el shock que padecí y la grave depresión que sufrí después. Incluso creo que pasé por eso de los estados de la negación y tal, y además tuve síndrome de abstinencia.
Muy fuerte. Una pasada. Yo, que pensaba que te detestaba. Porque en tu forma de ser había mucho de desagradable, egoísta y cobarde. No me lo tomes a mal. Ya sé que no está bien hablar de los muertos, aunque los tengas delante. Pero tendrás que admitir que todo siempre giraba en torno a ti y no dejabas meter ni una palabrita. Y si ocurría que preguntabas: "¿Cómo estás?", seguías tu camino como si tal cosa, sin esperar. "Tío egoísta", pensaba yo. "Ojalá se muriera".
Después te moriste, y, fíjate, lo sentí. Encima en aquel modo novelesco, rocambolesco, terrorífico, dolorosísimo y tan, tan, tan inverosímil. Porque caerse de un telesférico, intacto, sin accidente, y que sigue adelante como si nada, es rarillo; a no ser que te empujaran, claro.
Pero lo difícil del todo es que no murieses ahí. Lo extraño es sobrevivir. Y magullado, lisiado y destrozado, salvarse; amortiguado por el asco de agua de la charca donde los cocodrilos del zoo dormitaban. Y ya habían comido y están regordos los cocodrilos y caimanes (creo que también hay caimanes en Fuengirola) pero con el ruido del porrazo... Y se ve que como estabas ensangrentado, por aquello del instinto, la curiosidad y el llamado natural, se sintieron obligados. Casi sin ganas. Qué digo, totalmente desganados. Por eso, justo por eso, tardaron tanto. Mordisqueaban, tironeaban, sacaban brazos y piernas y vísceras alargadas; que rumiaban como vacas más que como predadores salvajes. Lo que tardaste en diñarla. Pobre. "Qué horror", decían en  la TV, donde no se suelen espantar por nada.
Así me enteré. Un turista lo grabó todo en HD y lo pusieron durante semanas en la tele, y de tanto pensarlo y de tanto verte ahí sufriendo y el guiri, Johannes "Pulso de cirujano", con la cámara, pues ya soñaba contigo cada noche y te hablaba cada mañana.
Será por eso que viniste. Y que donde voy me acompañas. Y eso que acabamos fatal tú y yo. Y ahora ya ves que nos llevamos a las mil maravillas. Creo en parte que es porque estás muerto, que ya te digo que lo siento. Y puede que también porque desde que estás así, -como digo, muerto-, no hablas. Es que tengo la sospecha de que eso es lo que pasa. Ya no me interrumpes para contarme lo tuyo o lo de cualquier conocido tuyo por más lejos en el tiempo y en el espacio que nos quedara. Ya no me dices que este pintor, aquel poeta, ese bailarín. Aquesta ópera. Las calles de París. El solo de violín. El cine alemán. Ahora, no. Ahora estás ideal. Mejor que nunca. El hombre perfecto. Y no vayas a pensar que me alegró que te mataras. No me alegro, que va. Para nada, de verdad.