lunes, 28 de noviembre de 2011

Soraya, agente inmobiliaria, dixit

La verdad es que estoy muy contenta. Yo personalmente estoy viviendo los mejores años de mi vida profesional y, sí, vale, no se vende ni un piso de Protección Oficial, pero a mí me va súperbien.
Ya sé que otros se quejan pero yo no, sencillamente esta cantidad de tiempo libre y esta cantidad de llaves de chalets y áticos nos tiene a Rafa (el dueño de la Inmobiliaria) y a mí viviendo un momento mágico. Es que hay que ser positivo, y no dar tal impresión derrotista. Yo antes no estaba tan buena, por ejemplo. ¿Querría yo volver al pasado? ¿Querría estar gorda de nuevo, tener espinillas y ser morena? Pues no. Claro que no. Además tampoco vendía tanto. Por fea. Ni boom inmobiliario ni nada. No vendía nada de nada. Estaba entonces la Katja, que me levantaba todas las ventas. Menos mal que la deportaron. No sé qué de un asunto en que ayudaba al marido allí en Marbella. Aquí en Torre del Mar no hay tantos rusos. En fin, lo pasado, pasado. Así se estén congelando en Moscú. La cosa es que el estar al lado de Katja me ayudó en cierta manera. No me percaté en el momento, pero después me fui dando cuenta. Claro, ella vendía más porque estaba buena. Vestía bien, conducía un cochazo (del marido). Y entonces empecé yo a sacar pasta de debajo de las piedras para ir a la peluquería, y a la estética, y a los balnearios, y al masajista y me puse como ella. Unos taconazos de vértigo, labios sensuales que te comen, rubia (fina, de mechas, ¿eh?), cintura de avispa, tetas medianas y tersas (antes era plana como una tabla). En fin, todo. Lo que se pueda comprar con dinero, lo compro yo por mi imagen. El secreto de una súperventas en nuestro sector, que yo de los demás no hablo. Así empecé a vender que ni la Katja ni Dios. 
Luego después llegó el bajón. Rafa lo sabía porque, claro, es un lince. Listo, listísimo. Vaya que estaba cubierto (esto no puede salir de aquí). Todo era cuestión de una más que justificada suspensión de pagos, alquileres en negro y a vivir un poco menos holgados. La plantilla se redujo a mí. Y os digo que es por estar buena, que soy rubia pero no tonta. Además Rafa me quiere. Está enamorado. No deja a la mujer porque no es momento de divorciarse en plena crisis que le iba a costar un riñón y a mí, aunque yo no digo ni mu, me viene mejor así. 
Bueno, eso. Lo dicho. Que así dure la crisis otros cuatro años o cinco o diez. Mientras tanto, qué vistas tiene este ático amueblado con todo lujo de detalles, totalmente equipado, con aire acondicionado en cada habitación, cocina completa Deluxe, colchón de agua a estrenar (sic) y jacuzzi en la terraza cubierta. Si es que el que no es feliz es porque no quiere. 
Me voy, que me meten mano...

domingo, 20 de noviembre de 2011

Tras leer y padecer: no hay vida después de Onetti



No me queda aire. En su juego se queda todo el aire. El aire que le obsesiona, que le persigue, al que persigue. Que trata de desvelar sobre los objetos y a través de la respiración de mujeres fracasadas de grandes pechos; voluminosas, glamurosas exprostitutas. Jóvenes violinistas ansiosas de aventura, mujeres extrañas, manipuladoras, obsesionadas, sinceras yonquis. Aburridos hombres insignificantes, pobres observadores, que encuentran la vida en el aire de una habitación. Paladean un momento. Un momento de lucidez que igual fue un espejismo, un sueño, un error, que se les va y tras el que salen como si todo el castillo de naipes que es su vida dependiese de ese poquísimo aire.
Dalí me habla del aire como elemento pictórico y Onetti pinta su cuadro extraño, escena sobre escena, hombre sobre hombre, sobre hombre. Mujeres al fondo junto con el río y la ciudad. La ciudad inventada del todo y a la que aun así se puede llegar.
La vida no es solo breve, es irreal, es como un sueño, es apenas un sueño. Lo sé bien. Yo confundo mis sueños con la realidad cada día. Te lo conté. Te lo he contado todo. 
Nada que no se pueda soportar. La gran confusión, el hartazgo, el deseo nítido y loco de vivir más y de verdad. El simular que estás muerto por el puro deseo de estar más vivo.
Todas las renuncias de Brausen, su vida arrastrada como por la corriente del río que empuja cierta fuerza enemiga que él no podrá controlar, salvo si fuera un dios. Y eso hace: se ve como un dios, mata a Brausen, nace Arce, un ser mal hecho, borroso, hijo de un dios en prácticas y que no llega más que a emular al personaje. Porque la vida es un sueño y Brausen ansía despertar y como un Segismundo que odia con fuerza después se amansa y deja de odiar. 
Es más real Díaz Grey, más hombre de verdad y al tiempo el gran pelele de Lagos. El tramposo, el embaucador, el embustero, el traidor, el encantador, el que, cómo no, en un tiempo breve devendrá el envejecido fracasado.
Al fin, es la historia de un lugar. Un sitio que no existe donde van a parar los personajes y las personas para lo mismo. Una ciudad donde todos andan de la mano de su barrio, del reloj, de la mujer oronda y los niños que le atan, o la prostituta que los embelesa y a la que desprecian. El tiempo y la ciudad que transcurre como el río que la cruza como los habitantes que la pueblan, sin culpa y sin falta a la mediocridad y el contraste de lo burgués con lo demás. El tiempo del hombre de mediana edad que no sabe quién es y cuál es su finalidad. Que se sale del camino: enloquece, sin ser él  mismo el detonante de esta rebeldía, de esta fantasía, de esta determinación de dejar de ser una marioneta.


martes, 15 de noviembre de 2011

Gordo

Estaba yo descargándome Your hand in mine cuando descubrí el sentido de la expresión publicidad agresiva. Me llegan cientos de correos para qué voy a mentir. La mayoría del Groupon, Groupalia, Let’s Bonus, y otras tiendas on line. Algunos correos de publicidad directa y otros de trabajo. Los más importantes, huelga decir, son los que portan ofertas competitivas para conseguir aquellas cosas que siempre deseé pero que nunca pude comprar. Y aquí llegó. Como una revelación: “¿Quieres joder a tu ex?”. Y yo, sola, “¡Sí!”. Hablando con el ordenador, emocionada, la sangre latiente en las mejillas.


Aunque me molestó el repentino cambio e incoherente tratamiento de cortesía para ofrecer tal artefacto vil, pasé a lo esencial. Daba el anuncio en su interior todo tipo de ideas. Sobre cómo provocar situaciones  límite en las que demostrar audiovisualmente y, lo mejor, legalmente que el tío/a/@ es un cabrón o una cabrona o un@ cabron@. Sea como fuere, yo loca pulsé, cliqué, piqué y espoleé sobre el COMPRE YA. 
Para mi desgracia, 219 personas habían comprado el boligrafo espía y el descuento estaba agotado, había expirado la promoción y no quedaban bolis de esos para mí. A mi desilusión, siguió mi angustia, mi paranoia y mi pánico indisimulado en gritos, llamadas y chillidos por el piso con la certeza de que mi ex se había hecho con un par de unidades del magnífico producto a un precio increíble.
Sofocón, que ni cuento. Gordo. Gordo. Gordo.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Ernesto llegó tarde

Amanda Larsen nunca fue persona de dejar cosas atrás. Jamás abandonó a su suerte a un amigo, a un compañero, a un desconocido, a un animalillo. Así, la acumulación de relaciones se iba dejando notar —al menos desde fuera— conforme los años pasaban. Era de carácter sensible y probablemente inseguro. De presencia frágil, de actitud descarada. Heredó una fuerza interior como para arrastrar el mundo entero en una red como el que tira del copo al amanecer en la playa. Conocía recetas, oraciones, remedios pero sobre todo era capaz de volar. Aunque nadie la vio ni tan solo levitar.

Una contradicción dentro de otra. La mujer se iba comprometiendo en tibias y pacientes relaciones que habían empezado como huracanes. Todo al inicio era inevitable, pavoroso, trascendente. Después, el buscarse desesperado de cada día se desgastaba, y se convertía en algo tan obscenamente rutinario y aburrido como el bregar con su propio marido. Y ahí quedaba ese amante, obligación de cada día, cada dos días o cada semana. A la espera de la visita, del paseo, de la llamada o la carta. Contando las mismas anécdotas, los triviales problemas, la revisión médica, las notas de los hijos. Engañado, y quizás engañando; sustituido pero nunca olvidado.

Acumulando queridos cual polígama con amnesia, se marchaban los días; la alegría del nuevo amante mantenía su amor por los demás: contentos y más descansados. Amanda era una persona diferente según las circunstancias: en el café, en la reunión, en la cama, en un hotel, en un coche, bajo una manta de incertidumbre, amor, deseo, confianza, repeticiones. Amarrada a todos por un conjuro de extraña fidelidad. Agotadora lealtad. La religión de cada cual.

Como es normal y a pesar de la magia, los coches se estropean, las deudas se van pagando, la gente envejece o sufre accidentes y los hombres de su vida empezaron a morir cuando se contaban en siete. La viudedad es un estado de la mente, como todo. Pero también, —y eso lo sabe cualquiera—, es un alivio, no digamos cuando se trata de llevar adelante siete vidas ocultadas todas de todas. Ella lloró, fingió un viaje para ocultar su dolor y reapareció como nueva.

Tras comprobar que así vivía mejor, se hizo la promesa de no agrandar la cuota a más de seis hombres que parecía el número cabalístico ideal para mantenerse feliz y no caer enferma. No más de seis, se dijo y repitió. Ni uno más. Seis es el número.

Mas hete aquí que conoció a Ernesto, el que llegó más tarde. Sin estar muy segura, supo con toda certeza que aquel hombre era el único que necesitaba y, de haber llegado antes, no habría encadenado su cuerpo y su alma a tantos otros con los que ya no había más opción que continuar. Ya no podía querer a los demás y después de repetir hasta el agotamiento el nombre de Ernesto, cualquier intimidad era poco menos que incesto.

Aliviada, descubrió que la mayor parte de ellos estaban ya saciados de sobra. Más que nada les unía la amistad y el reconfortante saberse admirado. Solo Martín, padre de sus hijos, y hombre más de acción que de imaginación, insistía en cobrarse el derecho sobre ella en el lecho conyugal. 


Martín era fuerte, saludable, torpe e incansable, combinación que llevó a Amanda a desearle una muerte pronta y accidental. La fuerza de este anhelo se hacía casi tangible en los momentos en que Martín se le metía dentro por más que ella pugnara contra su odio. Y si bien después siempre volvía a la armonía, algo como una sombra se avecinaba; Amanda había sentido algo nuevo e irreversible y la muerte del amante perdido le había mostrado la levedad y la facilidad que representaba la septuagésima parte de la viudedad. Las ideas se enlazaban en su mente como los eslabones de una cadeneta de fiesta, una oscura cadeneta en una fiesta negra.

El desprecio por Martín no fue el único detonante. Un seísmo se presentía en la ruptura de todo lo que consideraba seguro y cierto. Ernesto no la amaba, la deseaba como a otras y no rechazaba cada encuentro sexual, pero nada más. Y para desconcierto de Amanda, cada vez demostraba más falta de interés y amistad. Era evidente que algo se había quebrado en el equilibrio de las cosas.

Amanda consultó a su madre, sus tías, abuelas y bisabuelas. Ninguna estaba contenta. No habría debido amar a Ernesto tras decidir no tener más de seis hombres. Su deseo reclamaba su porción de espacio. Espacio que ella misma había colapsado. Parecía haber olvidado que la vida obedecía a sus anhelos. Había que reponer el estado previo de cosas. O dejaba sitio para Ernesto o dejaba a Ernesto.

Despedidas las parientes, Amanda caminó largamente hacia ninguna parte y desembocó en las oficinas de Luces del Mundo, la agencia publicitaria donde Martín era jefe de seguridad. Se abrió paso hasta el piso diez, entró en la sala de café donde estaba Martín con sus compañeros violando la prohibición de fumar en el interior del edificio, se le acercó y, con una sonrisa en los labios tan dulce que Martín ni se movió, susurró a su oído una única frase. Frase que no repetiré. Frase que Martín no entendió.

Volvió a casa, tomó un baño, una siesta, llamó a uno de sus amantes y dejó que le hiciera el amor en un modo nuevo y sin apenas amor.

Esperó. Cuando el teléfono sonó, ella ya vestía de negro. 

viernes, 11 de noviembre de 2011

Anoche soñé contigo

Anoche soñé contigo. Otra vez. Estábamos, ya te lo conté, en una sala pequeña. No era mi casa así que supongo que era la tuya. Solo un sofá cómodo donde estábamos sentados tú y yo, y un televisor de esos grandes como de los años 80 donde ponían un partido de fútbol que tú mirabas con interés. Porque te gusta el fútbol tanto. Y yo me acurrucaba a tu lado, me recostaba en tu hombro y dormitaba.
Ese era el sueño. Yo estaba tranquila y a salvo. Y tú mirabas el fútbol.
Te oía respirar y me consolaba ese sonido de tu respiración y ese pasar tu brazo sobre mí y ese abrazarme descuidadamente tuyo. A veces, abría los ojos y me acercaba un poco y te olía y te besaba la mejilla, y te dejaba ver el partido. En el sueño recordaba la tarde antes o la anterior a esa, cuando en lugar de encender el televisor, te dedicabas a leerme poesía; ambos en el mismo lugar y la misma postura. Sentados en el sofá cómodo, abrazados, tú leyendo como en un susurro y yo con los ojos cerrados. Nada me gusta más que me leas poesía mientras me abrazas, esa es la verdad. Pero la noche ante el televisor mirando el fútbol mientras me acariciabas ligeramente el hombro era la noche más feliz de mi vida.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

que no haya mañana

no hay verbo que lo exprese
el lento tiempo temido

que no haya mañana

queda noviembre
claro en el otoño
en el viento
en el frío

no hay palabras para esto
nadie yerra tanto
ni el hielo

que no haya mañana
ni confidencias
desvanecidas en la nada

que no haya excusa
ni enfado, temor
ni lágrimas

que pueda yo cerrar puertas y ventanas
que todo quede fuera

que no haya mañana

lunes, 7 de noviembre de 2011

biográficamente-unatriplecé

1,65, morena. ¿Habéis visto las mujeres de Julio Romero de Torres? Pues nada que ver.
Nací en Málaga un 18 de noviembre. Recuerdo perfectamente que llovía a mares y le di la tarde a mi madre.
Estuve largas temporadas en EEUU, Italia y Polonia, sitio este último de donde salí que me las pelaba.
Tengo un hijo. 6 años. Único, en todos los sentidos.
Estudios: muchos (lo juro, hasta me doctoré, creo). Muchos estudios de filología hispánica, todos olvidados.
Lo que me gusta: la música, la pintura, la fotografía, los cuentos, poesía y novela; el teatro, no tanto, fíjate. Ir con los amigos.
Lo que odio: las resacas, la televisión, a mi vecino de arriba.
Superpoderes: leo la mente, bueno, y el súper oído. Puedo hacerme invisible, casi, de purito normal en la calle apenas se me nota.
Defectos: escribo fatal, además de la mala letra, juego al ajedrez de pena, hablo demasiado, no pienso antes de actuar, me hago unos líos tremendos con todo, las cosas más sencillas me cuestan un huevo de pato, más nerviosa imposible, humor espesito, falta de concentración y, sí, miento, vaaaaaale.