martes, 28 de febrero de 2012

Preguntando a Miss Merkel


Asking Angela fue el título de la entrevista que finalmente realicé a la Sra. Merkel y fue publicada tras la correspondiente censura y mutilación en el conocido diario El Estado.Yo me había vestido con un jersey azul marino, pantalones vaqueros y bolso dorado a juego con las toreritas, el collar, las pulseritas, los pendientes y la felpa. Me puse de pie para recibir a la gran dama y ella se dejó caer en un sillón, que habría visto seguro cosas peores, dándome permiso con la mirada para tomar de nuevo asiento.Mi primera pregunta no fue muy profesional. Desde cualquier punto de vista, era ambigua, confusa e incluso hostil. Pero me salió de repente sin que yo lo pudiera controlar:
-¿Por qué?
"¿Por qué?" Así, de sopetón y sin contextualizar. Cualquier profesor de la Facultad de Periodismo, cualquier estudiante de esa u otra especialidad de Ciencias de la Comunicación, las muchachas de la Cafetería, los bedeles e incluso el tipo de mantenimiento me juzgaban desde la lejanía de la Universidad de Santa María, avergonzados al tiempo que alegres por mi patinazo.Sin embargo, y a pesar de todos los mentados y de que podía perfectamente haberme fulminado, ella sencillamente respondió. Ni parpadeó:-Por dinero, what else?
Lo de What else era una bromita muy manida y no me dio la gana reírsela.
-Pero considerando los riesgos, el malestar social, la perversión y el maltrato que en general han prodigado a todos los ciudadanos, contribuyentes, consumidores, engranajes y colaboradores del sistema, ¿no le parece un poco sádico?
-No sea pusilánime, oiga; nosotros pedimos que nos devuelvan lo que les prestamos, que estén a la altura y que apechuguen con los intereses; no nos parece ni más ni menos que lo que estaba sobre la mesa cuando aquellas digamos hipotecas se firmaron. Y qué si el pueblo llano desconocía lo que sus dirigentes electos estaban firmando; ya podían espabilar y estar atentos que la democracia no es ir a votar (eso si van) una vez cada cuatro años. Si no que se lo digan a esos griegos, ¿qué se creían que iban a vivir a nuestra expensas?
-Pero, Sra. Merkel, las medidas han crispado el ambiente de ese país llevando a los griegos a los límites de sus fuerzas. ¿Eso no es contraproducente?
-Usted mezcla las churras con las merinas: eso no es asunto mío. La política interior es un asunto de ellos, su policía, su ejército. ¿Para todo les vamos a tener que sacar las castañas del fuego? Es usted un poco ignorante. Tengo hambre.
Aquel comentario produjo un movimiento de tipos que hablaban por auriculares con micros y en menos de un minuto comenzaron a preparar un "ligero avituallamiento" de costillas con chucrut y una salchicha como un brazo de gitano que la Canciller alemana se metió en la boca en un abrir y cerrar de ojos; ojos que después quedaron cerrados, boca que pidió permiso para ir al lavabo. A tientas con la mano derecha siguiendo las instrucciones de un guardaespaldas que estaba muy bueno seguí hasta la toilette. Allí, entre arcadas y vomitos, logré sacar el móvil y llamar al redactor: "No puedo seguir con esto, me hace enfermar y no saco nada en claro. Creo que no acabaré la entrevista". "Ni hablar, la acabas, la traes, la redactas en condiciones y te aguantas que no te va a pasar nada, salvo que te vas a quedar sin contrato basura. Ni una indemnización te voy a dar, vamos no te pago ni los vuelos... Vamos, déjate de tonterías. Ya te dije que no tenías materia de periodista pero mira que estuviste pesada con tu oportunidad. Pues llegó y no la vas a dejar pasar". Colgó. Vomité un rato más y salí.-¿Quiere un poco de sauerkraut?
La mala leche que se gasta la tipa. Decidí acabar ahí y despedirme con cuestiones de amplio espectro, para que el interlocutor se despache a gusto y vaya por donde quiera ir. No estaba yo equivocada. Ya por la tercera megasalchicha, la líder europea me miró fijamente: yo, estremecida musité:
-¿Algún consejo? ¿Para países como el nuestro o cualquier otro, para individuos o gobiernos?
-Sí y no. Ya digo lo que tienen que hacer cuando vienen a verme. Y no te lo imagines como la peli del Padrino que los españoles sois muy fantasiosos. El que gobierne un país de los nuestros, viene y recibe directrices. Mi consejo es austeridad, privatización, control de la banca sobre los gobiernos y política usurera; se trata del capitalismo, nena. Hay que ser francos, si retiramos nuestra pasta todo se va al carajo. Así que qué hacemos, nos negamos a mantener nuestra palabra dada firmemente: la no intervención de los gobiernos, el estímulo laboral y social de poder hacerse rico a pesar, so sobre tras los demás... Es lo que hay. Ahora, si me dices qué consejo te puedo dar: como española, júntate con quien más convenga; como europea, no dejes de visitar Bruselas; como fémina, sé más dura, que das lástima. Ahora, joven, le agradezco su visita, su atención y su lógica adhesión a mi ideología y su solidaridad como mujer ante el gran esfuerzo que realizo. Sí, Alemania es una nación loable, que renace de sus cenizas, líder nata, a la cabeza de Europa y el mundo sin afectación. Le acompaña mi guardaespaldas que yo me quedo acabando el tentempié de las once. Ciao!
-Grazie tante, -respondí yo.


miércoles, 22 de febrero de 2012

Escarmiento de Paranoia

Muchos no me han querido y ya trataron de matarme otras veces. La tercera vez que, de modo fallido, se atentó contra mi vida tomé precauciones. Ahora era prácticamente imposible matarme. Salía disfrazada a la calle, no comía nada que antes no hubiera probado algún inocente, no acudía con regularidad ni con puntualidad a ningún evento; cambié mi nombre, historial médico y nacionalidad. De hecho, perdí numerosos contactos. Uno de ellos fue una lástima, pero al cabo supe que le importó un bledo así que tampoco fue tanta la lástima. 
Al fin vivía algo más tranquila. Con un pseudónimo, trabajaba en casa y me tumbaba en la azotea del edificio donde tendrían que, primero, encontrarme y, luego, dispararme desde un helicóptero para matarme. Así las cosas, ya más relajada, menos preocupada, ausente el dolor que causa el miedo a la muerte inminente, pude concentrarme en vivir. Y un día incluso me aventuré a salir con mi nuevo aspecto, mi nombre nuevo y en aquella nueva ciudad, lejos. Cuidándome siempre de no volver a juntarme con locos.
Para ello, i.e., excluir a los majaras de mi eventual futuro círculo social, hube de desarrollar una herramienta de detección de locos que pudiera servir para cualquier ente humano fuera cual fuese su raza, sexo y religión, método asimismo infalible, inocuo e imperceptible. Me llevó algún tiempo, pero, por supuesto, lo logré. Un cuestionario que, de modo disimulado, se colaba a modo de casual conversación y unas muestras fotográficas cuya visión produciría una manifestación en el objetivo del test que, de modo claro, me diría a qué tipo de personalidad me enfrentaba. No abundo en datos específicos de este método pues aún no lo he patentado y todos los psicólogos son unos cretinos y unos plagiarios.
En fin, tras algunas entrevistas de tipo exploratorio, y pasados seis meses, encontré a un posible amigo cuya mente no sufría ningún tipo de enajenación ni su alma ocultaba un ápice de maldad. Y encima su belleza interior se corroboraba con la exterior, moviendo a mi persona a una tendencia natural y genéticamente heredada de querer propagar la especie brutalmente con él. Y, aunque mi inteligencia me hacía evitar por todos los medios el quedarme preñada, mi cuerpo entero gritaba que habría de ayuntarme con aquel alma perfecta, aquel hombre sano, aquel bellísimo ejemplo de ser humano. Entonces, como se dice vulgarmente, le entré a saco. Sabiendo como sabía que no quería matarme y que no era un enfermo mental, según el por mí bautizado test de Mora, me acerqué a él con la idea inevitable de que me procuraría grandes placeres en el plano carnal.  Supe entonces que se dedicaba al periodismo, gran decepción que no hubo de ser impedimento para que lo invitase a casa y le ofreciera una copa, unos entremeses y a mí de postre, de modo que nos acostamos con un resultado de "satisfactorio" a "muy satisfactorio" por mi parte y "excelente" a "quiero repetir mañana" por la suya. Se puede decir que nos hicimos amantes, pues lo que en principio no iba a pasar de una noche, se repitió y prolongó en el tiempo, hasta que un día en que tuvimos oportunidad también de hablar le pregunté si no pensaba cambiar de trabajo, que los periodistas eran todos unos cretinos y unos plagiarios (sí, ya, siempre digo lo mismo). Él me repuso que sí. Que le bullían miles de posibilidades en su cabeza, la más plausible meterse en política. Fue escuchar eso y tener que ir al baño. Y él debió darse cuenta de que mi actitud para con él radicalmente cambió pues le pedí que se vistiera, le empujé hacia la puerta y ya no lo volví a llamar más pues asumí que, como todos los políticos son unos corruptos y si no lo son lo serán, al final mi amante se convertiría en uno de aquellos monstruos de los que yo trataba de escapar.
Pasó entonces algo con lo que yo no contaba. Él comenzó a llamar y llamar, a mandarme mensajes, cartas, bombones y flores por mensajería. A asomar por el portal. A acechar desde la esquina de mi calle y suspirar. Supe después que cuando no me estaba acosando, se dedicaba a la política, con lo que lo que pasó al final no es de extrañar.
Un día que había subido con gafas de sol a la azotea a templar mi pálido cuerpo con unos escasos rayos de sol y ya, cansada de leer y de retozar en la tumbona, bajé perezosamente en el ascensor y penetré en mi apartamento, limpio como una patena, estaba él sin haber sido invitado. No le pregunté cómo había entrado porque para qué, ni le pregunté qué quería porque para qué, no le dije que se fuera porque para qué y mientras me besaba le di una patada en los huevos sin avisar porque para qué. Tras retorcerse de dolor y quejarse e insultarme durante unos minutos, se repuso y me mató. Los detalles escabrosos me los ahorro, porque para qué. Sin más que sus manos, me quitó la vida. ¡Con todas las precauciones tomadas por mí, tras marcharme y solo buscar la compañía de personas sanas y cuerdas!
No me voy a quejar porque para qué. Aunque en verdad me cabreé mucho cuando me vi muerta, tomando decisiones burocráticas. Desde luego, en la próxima vida, no seré tan precavida. Ahora, ando en el vestíbulo del Purgatorio donde nos someten, a los que lo solicitamos, a un casting a ver si nos dejan entrar ahí o nos entregan directamente a Lucifer y sus torturas por un tiempo limitado tras el que nos mandarán de nuevo a la Tierra. Vueltas y más vueltas. 
Desde aquí ya les confirmo que no existe el infinito ni en la imaginación ni fuera y que las almas son limitadas y reutilizables. Así que me acepten o no en el Purgatorio, tarde o temprano volveré. Segurito que me lo monto mejor la próxima vez: me mantendré lejos de psicólogos, políticos, periodistas e historiadores. E igual me meto a poli.

martes, 21 de febrero de 2012

Lupita, feliz ramera

Para el anónimo, no por cobarde menos tonto, que ha entrado a las 16:59, 16/02/13, con su Ipad navegador Safari tras buscar este post en Google y que, por lo visto, no sabe que su IP queda registrada. Te lo dedico, ya que te gusta tanto

Nací en Macondo, Magdalena; era una tarde ventosa que traía polvo y ruido del bar de al lado de casa. A mi mamá apenas le dolió el parto: era la décima vez que daba a luz. Nada más acabar, me amamantó y se puso a trabajar.
Nuestra casa era pequeña, estaba en un barrio que no podríamos llamar así: una acumulación de chabolas y un bar sucio, hecho de lata, llamado Esperanza. Ironías aleatorias. Para comprar el pan teníamos que caminar media hora. No piensen que era un sitio sórdido. Solo éramos pobres pero no lo sabíamos así que no vivíamos como pobres. Jugábamos mis hermanos y yo con los demás niños del lugar allí en el descampado que nos separaba del centro del pueblo.
Nunca supe qué fue de mi padre. Ni lo pregunté. Así soy yo en realidad nada me importa más que yo misma. Un ventaja, sin duda.
Un día pasó por allí un camionero japonés con el que me entendí enseguida, a pesar de no hablar él castellano, y accedió a llevarme con él. Se dirigía a Culiacán en Rosales. Ahí me quedé. Al principio me sentó mal el cambio de clima. Odiaba la ciudad. No aquella ciudad, entiéndanme, sino el ser de las ciudades. Los edificios, el tráfico, las calles asfaltadas. Los comercios por doquier, la gente tan vestida siempre. Cierta prisa en el caminar, la desorientación, no conocer a nadie, ni que nadie te reconozca. Añoraba la humedad y la música.
También echaba de menos a mi mamá pero sabía que ya no podría retornar. Tiré todo lo que me la recordase al Tamazula y me inventé una nueva personalidad. Era fácil, a nadie importaba qué cuentos le contara mientras cumpliese religiosamente con mi obligación de pagar la pensión y la comida que me servía de alimento. A nadie importaba cómo me llamase si Irene, Violeta, Lupe, Claudia o Nadia siempre que diese mi servicio a la comunidad a cambio de unos pesos. Mis habilidades eran pocas, mis conocimientos nulos; no se mi dio bien la cocina, nunca fui una fregona esmerada, plancho desastrosamente. Pocas opciones me quedaban. Menos mal que me crie al lado de un bar.
La cosa es que aunque esté mal el decirlo, siendo encima Miércoles de Ceniza, y tan reciente el día de la Mujer y su dignidad y sus derechos y su blablabla (con lo que estoy absolutamente de acuerdo, huelga decir), he de confesar que me dediqué con devoción a la prostitución y me gustó desde el primer momento. Y sé que suena mal. Yo voy a la Iglesia a pedir perdón cada domingo, de verdad. Pero se me da bien y me gusta. Ya lo he dicho. Conozco a otras que son muy desdichadas. A las que les duele hacerlo, que no nacieron para esto pero tienen que ganarse la vida y no se les otorgó ningún otro talento. Pero yo tengo suerte. La paso bien con los desconocidos, me encanta el sexo y sus vericuetos y su ritmo como de rock. Y también me gusta el alcohol. Después de la tercera cerveza siento que puedo volar, que me salen alas de color púrpura y me rio de la brisa fétida que recorre el prostíbulo cuando se abre el portón, y con el olor a tugurio hago poesía. Voy subiendo más y más alto y me divierto sinceramente. Jamás cambiaría mi vida por otra cualquiera.
Tuve suerte de conocer a aquel japonés y de quedarme sola lejos de mi mamá, tuve suerte de no tener ninguna habilidad, tuve suerte de ser bonita, saludable y ágil. Soy una puta feliz.

lunes, 20 de febrero de 2012

Siempre pasaba algo

Siempre pasaba algo. Empezaba a escribir y sonaba el teléfono: “La tita Paca se tiró por la ventana; no, ya estamos en el cementerio”. O intentaba continuar la lectura de Ondina y venía mi hijo con cuatro amiguitos: “Mamá, los he invitado a merendar: haz unos brownies y cinco colacaos; estamos en el cuarto”. O estaba a punto de darme un baño de espuma y pegaban a la puerta. Mis padres.
-¿Un cafelito?
-Bueno, ¿tienes descafeinado?, ¿tienes sacarina?, ¡qué oscuro está esto!

O iba quizás a mirar el correo de FB y me topaba con noticias de atropellos, injusticias y apaleamientos y comentarios que los alentaban; o iba a escuchar música para relajarme y organizaban de súbito unas elecciones generales y padres de futuros manifestantes votaban en masa al PP. Lo decía Pasolini hablando de uno de los temas recurrentes de la cultura griega clásica: la predestinazione dei figli a pagare le colpe dei padri.
Y yo trataba de avanzar, mas cientos de pequeñas infamias vistas durante el día me atormentaban el ánimo hasta dejarme sin aliento.
A lo mejor, aprovechando entonces ese ánimo luctuoso, empezaba a escribir esquelas imaginarias y posibles epitafios para amigos y parientes cercanos; conocidos presentadores, actores y políticos; y cuando por fin, andaba a la carrerilla y ya iba a preparar un sentido panegírico en alabanza y recuerdo de una tal Annie Bottle, muerta trágicamente en una operación menor de cirugía estética, aparecía Fabián. Y este además es un tipo que aparecía, reaparecía y volvía a aparecer; que a veces yo pensaba que no se había ido sino que se quedaba en algún armario o allí debajo de las camas y de pronto y de nuevo salía:
-Hola, ¿cómo estás?
-¿Un cafelito?
-Dale, pues.

Una vez, me visitó un amante con el que había hecho todo menos consumar cierto acto. No hubo manera. Siempre pasaba algo. Siempre aparecía alguien. Apenas nos besábamos y acariciábamos con ternura, se despertaba el niño y venía a acomodarse entre los dos; o si nos disponíamos, en horario escolar, a pasar de la siesta pero no de la cama, sonaba el timbre y ¡ecco! el Fabián. Durante aquellos diez días, vino la policía, el inspector de hacienda, una tía de Cuenca que se quedó dos días y sus respectivas noches; un vecino con problemas de atoros; una amiga que dudaba si abandonar a su marido o tener con él a su cuarta hija, decidimos consultar a la ouija (y le aconsejó que tuviese otra hija); también vinieron mis padres una noche y tras el interrogatorio a él se le quitaron las ganas; otras interrupciones, timbrazos y llamadas consumieron el resto de los diez días sin que nadie en mi casa se encamara. 
Así pasaba la vida y así pasó. Aquel amante está criando malvas y yo sigo sin poder darme un baño de espuma, no acabé Ondina, ni casi hago nada más que sortear las pequeñas interrupciones de la vida, pulir las cristaleras, limpiar bien la casa ante eventuales visitas de familiares, y asumir las cuasi diarias visitas de Fabián al que ahora acompañan su mujer y sus alegres vástagos; es en verdad una amistad de años, como mi apacible existencia en el lugar donde me tocó nacer. No ha sido una mala vida, tan tolerable como las hemorroides.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Los sutiles disfraces del reproche

Está la noche fría y desierta;
y en vano espero algo de belleza
que, apenas serena, se escapa
sobre el filo que resbala:
el gélido y brillante tramo de hielo
que nos separa.

El frío arranca trazos extraños,
en el ocaso helado y solitario.
Hiende sus zarpas, 
me araña,  
me hiere y mi piel sangra. 

Mas no indulta del turbio recelo
que amor no da perdón ni consuelo.


Yo lo sé que hay estrellas que rugen
y avisan a la torpe rosa del tiempo;
estrellas oscuras que vienen
viajando en una nave de silencio,
cruzando inútiles universos
para salvarme de la nada que crece.

Luceros en la noche robada,
brillantes mentiras doradas
que manchan cual tinta antigua 

al pergamino;
crujiente montón de versos
como el sonido de cada beso.

Y sí que estuvo preciosa la noche
y oí el rugido de la estrella;
y, aun, fui feliz en mi quimera.

Mas ahora, vencida, de vuelta,
en silencio, asumo la enmienda:
los sutiles disfraces del reproche.

jueves, 9 de febrero de 2012

J. R. y la isla de Cozumel

Hace algunos años conocí en Málaga a un tipo llamado El J.R. del que no sabría decir si es mexicano o sevillano, y no pongan esa cara que solo tengo un B1 de español y aunque entiendo más que bien lo que me interesa no consigo detectar las diferencias y variaciones diatópicas de los dialectos meridionales. ¡Que un B1 no da para tanto!

Mi nombre es Nadja, aunque soy polaca: se ve que mis padres tenían claro algunos gustos que ya en esa etapa estaban no tan bien vistos en nuestra patria. Muy pronto, a mis tiernos y altísimos 17 años, emprendí una estancia "indefinida" para aprender español, idioma muy demandado. Elegí para ello un lugar que todos recomendaban: playa, historia, museos, muchos bares y famoso ambiente estudiantil europeo (no intelectual del todo). Animada por un par de Erasmus recién regresados, me decanté por ese destino y allí acudí con mi metro ochenta, mi rubia melena, mi piel tersa y mi tipo eslavo sin parangón, a buscar aventuras. Sé que esto no tiene relevancia ni viene a cuento para contar la historia del J.R. pero quién se resiste a dejar clara su superioridad racial. Mi encanto además tenía que ver con una risa fácil y algo idiota de dientes naturales, perfectos y más blancos que el propio color blanco. 
Todos pensaban que yo era rusa y al principio me costaba explicar que no, que venía de Katowice y había estudiado en Cracovia. Y que ambos lugares estaban en Polonia. Sí, un país. Sí, europeo. Sí, estoy buena. No, no todas allí, pero casi. 
Al comienzo de mi estancia en Málaga no entendía a nadie excepto a mi excepcional y preciosa profesora de español. Una morena con ojos como almendras, muy nerviosa, piel tostada y un lunar que me hizo dudar de mi heterosexualidad y mis indefinidas aún preferencias eróticas. Además de que en el caso de las mujeres -no polacas, sino más bien todas las demás- el supuesto de un digamos tocamiento con otra mujer no es algo que nos repugne en principio. Bueno, esto daría para otra historia pero no es lo que quería yo contar. Qué manera de irme por las ramas, dirán. Pues me da igual, mientras no me lo digan a la cara. Que sé cómo van las cosas por aquí y haga lo que haga van a chismorrear. 

Volviendo a mi experiencia en Málaga y mi casual conocimiento del J.R., Jorge Ramón Aguilar Aguilar, que ahora habita en México, y con el que he tenido recientes contactos por el Skype, ocurrió en Pedregalejo. Tras unas semanas intensas en Málaga y haber visitado numerosos lugares de la geografía andaluza, todos preciosos, dignos de las fotos más espectaculares y destacadas en la guía Michelín, estaba yo en Pedregalejo, en un local de esos con zona de terracita y parte de pub oscuro y con música, donde me meneaba como loca en la pista dando vueltas algo ebria mientras mi falda se levantaba para regocijo general. Entonces se me acercó un tipo con un cutis muy deficiente, una estatura ridícula y un aliento repugnante. Me hice la checa, o la sueca como dicen en España. No comprender; estoy con mi novio; ruso; mafia. El tipo con más cara que espalda habló de manera tan convincente que me dejó intrigada, indefensa e interesada. Vino a decir algo así: No se te entiende ni torta, rubia. Y no necesitas un novio ruso mafioso, necesitas algo de coca para seguir dando vueltas y la necesitas gratis. Además para cuando acabes, quizás quieras que te acompañe y te lleve en un coche de puta madre que tengo ahí en la misma puerta, mal aparcado porque me la suda la poli, la grúa y las multas. 
La labia del J.R. era una cosa asombrosa aunque siempre cabe la posibilidad de que mi poco nivel de español me hiciera sobrestimar su capacidad retórica. Además iba ciega perdida. Lo que pasó después está borroso. Para grandísimo disgusto y sofocón de mis "padres" españoles y un poco menos de los polacos, desaparecí un par de meses en un viaje que no pasó de Marbella, entre hoteles de lujo, spas y rayas de coca, vestidos nuevos, y un sinfín de delicadezas que, exceptuando acostarse con J.R., eran indeclinables. Yo no era mala chica, así que, preocupada por mis padres, cada día me quería marchar, y cada día un nuevo agasajo me era concedido. En aquel entonces he de reconocer que era algo caprichosa e inconsciente y cedía a lo superficial con gran facilidad. Por otra parte, el resto me traía sin cuidado: que se me grabara en escenas de sexo grupal no me importaba lo más mínimo pues ya para entonces andaba tan harta de la poca maña de J.R. en estas materias que cualquier estímulo carnal se anteponía a un eventual impulso racional.
Al cabo de un tiempo que no sabría yo determinar, cogí no sé bien qué enfermedad venérea que obligó a internarme en un hospital privado, lujoso y discretísimo, siempre por gentileza de Jorge. Allí pasé cosa de un mes, y a mi regreso todo había cambiado. Me recogió J.R. como un caballero. Aun más demacrado, descolorido, más bajito, más profundos los cráteres del rostro, me dijo que me devolvía a Pedregalejo. Que para mí sería lo mejor desvincularme de él y de los delitos que se le imputaban. Por lo visto, comerciar con cocaína y otras sustancias no estaba bien visto en aquel país; tampoco la iniciativa de subir grabaciones porno en la World Wide Web a un módico precio. Y más: le achacaban un centenar de otras cosas malas: trata de blancas, que todavía no sé qué es; robo; extorsión; multas de aparcamiento; acoso a un chileno por Internet... la cosa no acababa. Pobre J.R.
Llegados a la casa de Pedregalejo, donde me hospedaba, bajé del Audi 8, J.R. salió disparado y yo me encontré ante unos malagueños muy decepcionados y un montón de policías que me interrogaban. 
Como tengo cierta inteligencia, no dije una palabra. En polaco, respondía que no sabía qué problema había, que no recordaba nada y que solo fui a una excursión con unos amigos. Pronto estaba en la Comisaria, sentada frente a un cordial intérprete de nuestra maravillosa lengua, que no me sacó más de lo ya dicho y desistió.
Menor como era, reclamaron a mis padres (los de verdad) que se hicieran cargo de mí con la sugerencia de no dejarme volver al cálido país del que al parecer se me expulsaba. Pude finalmente hablar con mi padre, Joseph, que me dijo de modo muy arisco que en llegando al aeropuerto, me meterían en un taxi rumbo a la casa de mi abuela Irena, en el extrarradio con más polución del gris Katowice y allí me dedicaría a auxiliar a unas monjas en un convento casi como novicia (ya vería él cómo). Ellos se trasladaban a Cracovia donde mi madre era profesora de una universidad prestigiosa y no quería saber nada más de mí. Vale. A mí eso no me preocupaba. Lo que no sé si me gustaba era el barrio de la abuela y la perspectiva de tratar con unas monjas polacas viejas cada día de mi vida.
Tomé el avión de Málaga a Frankfurt donde habría de esperar unas horas la conexión con el moderno y diminuto aeropuerto de Pyrzowice. Tras hojear unas revistas y pensar, tomé mi bolso de mano y salí al frío de la exciudad imperial libre y caminé hasta estar exhausta. Después hice autoestop y me dediqué a la prostitución, alejándome de cada policía que veía y manteniéndome siempre alerta hasta que me afinqué en Berlín donde empecé a trabajar como traductora de polaco e inglés (el español sigo sin dominarlo). 
No tengo ni idea de cómo J.R. me contactó por Skype. Pero me encontró. A pesar de haberme cambiado el nombre siete veces, y no tener ningún contacto con mi vida pasada, me encontró. El pinche sevillano, o lo que fuera. Según me dijo, había logrado salir de España sin demasiados problemas y había estado afincado en la Riviera Maya, nada menos que en Playa del Carmen, sitio lindo e ideal para perderse porque entre grande, cosmopolita, llena de turistas y tipos raros y la deficiente atención de la policía mexicana (peor aún que la española, decía el tío tan pancho); había pasado unos añitos muy buenos, tranquilos, dedicado exclusivamente a la creación virtual de cine y textos hedonista-artísticos. Lamentablemente, seguía J.R., había cometido el error de jactarse en algunos sitios webs y entrar en las páginas de tipos insufribles para cachondearse, un leve paliativo de su aburrimiento. 
Aquello tan tonto, como una broma del destino, acabó con el J.R. en una cárcel de Quintana Roo desde donde me escribía de tanto en tanto en las horas en que le permitían utilizar la sala de computadores. Me dio la sensación de que no estaba a gusto allí. Había una violencia desmedida y un gran grupo de tipos sádicos a los que les había dado por obligarle a pintarse los ojos, los labios y maquillarse de modo poco estético. Le hacían cosas poco agradables a todas las horas del día "por listo y por metiche" y por pisar un terreno de otros como una puta sin hombre que la defienda. No era un lugar idílico la cárcel municipal de la isla de Cozumel. Me dio una pena tremenda. ¡Que mal le fue al J.R.! Yo, por mi parte, borré mi cuenta de Skype y opté por no usar más Internet.

domingo, 5 de febrero de 2012

Tiempo

Otra vez tú y tu nombre
de fuego.
Tarde y embriagada, llena de ti
de nuevo.


Afrodisiaca la noche;
afrodisiacas las brasas
de las palabras.
Lava que se abre paso por mí,
un juguete que te ama.


La memoria, afrodisiaca,
como tu acento,
como mi cuerpo
de espaldas
a todo sufrimiento.

Te quiero, droga.
Tu verbo enhiesto y desafiante;
parado a poco que te hable:
rozándome, mirándome.


Quiero cerrar los ojos,
untarme en el recuerdo,
sentir mis manos que son tuyas;
dejar que me guíes
a la locura, a la cordura,
al tiempo sin tiempo.


Quiero estar contigo;
en tu mundo cerrado,
terco,
desesperado.
Ya no hay verano ni invierno;
solo un lugar muy lejos,
un efímero momento,
delirio, dolor, sueño.