Una
ensalada como debe ser tiene que tener lechuga de hoja verde, nada de esas icebergs porquerías insípidas. Después
de lavar con cuidado una lechuga orejona de hojas largas y verdes, toca picar
un tomate bien grande y rojo sangre, que los verdosos saben a rayos... Tras esa
base imprescindible, no se puede olvidar el pepino, es sano, rico, y se debe
pelar dejando finas hebras de piel, después de esa parte, se corta en rodajas y ¡adentro! Cebolla, maíz, atún blanco en aceite, aguacate de piel rugosa y
maduro troceado de cualquier modo. Y
un huevo duro.
—¡Mejor que sean dos!
—¿Me perdonas la ida de pinza?
—...
—¿No? Pues
que te den.
El
joven llamado Cuervo me hace notar que picando la cebolla me he rebanado el
dedo. Ah, ni me dolió. Pues ten más cuidado. Vale. Sigo con la ensalada. Ya lo
hecho es delicatessen: con esto yo como dos días. Saco cuadraditos de pan tostado.
Troceo un queso de bola en dados, pongo aceite de oliva y sal.
—La
sangre sale a borbotones —me dice el joven llamado Cuervo— vas joder la
ensalada.
—Sí,
es verdad.
Pongo
cuidado en cubrirme el trozo de dedo que queda y del que la sangre brota cual
eyaculación tántrica.
—Vale,
no ha caído sangre en la ensalada. Ahora lárgate, Cuervo. Qué narices haces
aquí, el joven Kafka te necesita más.
—Lo
sé, pero eso no es del todo verdad.
—Mira,
tío, me sé vuestros trucos. Empezáis a decir cosas raras y sembráis el
desconcierto y la curiosidad. Paso.
Me
pongo aloe vera fresco y yodo. Me lío el dedo en gasa y sigo en la cocina
pensando ¿qué narices hago? Nunca me ha gustado cocinar. Ni de broma incluyo yo
un pepino en un relato. ¿Qué me pasa? La influencia de todos esos inútiles con
hambre. Venga, Murakami, mándame una maldición, una piedra, una tormenta,
lluvia de sanguijuelas. No hay huevos.
El joven llamado Cuervo me dice que no
hable con alguien que no me va a escuchar. Que atienda a la ensalada. Yo le
digo que se vaya a la mierda.
A
las cinco de la mañana. Con el aguacate oxidado, empiezo a comer con ansiedad,
los oídos taponados con algodones mojados. Hambre, joder, hambre canina. Como,
mirando el trozo de dedo que se me ha caído junto a la tostadora.
Pienso que es
una cocina pequeña, como de pega, donde nunca se debe cocinar. Por eso me he
cortado el dedo. Tendría que ir a urgencias pero quiero escribir y sigo con el
portátil abierto en la encimera, escribiendo mis impresiones sobre mi ausencia
y mi falta temporal de memoria y mi nula retentiva, mi ansiedad y el consumo
masivo de antidepresivos. La sangre me salpica.
Como
con una mano, con la otra escribo, con la otra me hago cosas censurables. El
joven llamado Cuervo insiste en hablarme.
—Ve
a urgencias con el cacho de dedo ese ¡pero ya!
Y yo, cabreada, le digo: “Déjame en paz”.
—No.
—Sí.
—No.
—Pero
¿por qué no vas a molestar al adolescente japonés desdichado ese?
—Porque...
—empieza él y ya no oigo más. Pongo Moloko a toda pastilla. Jódete, aparición. Eres cosa de locos,
ve a ayudar a otro, ve a ayudar a Kafka. ¿Por qué no vas a ayudar a Kafka?
Suena Passing by de Zero 7 que va
mucho más lenta y el volumen súbitamente se baja, lo que permite al joven
llamado Cuervo responder:
—Porque
la sangre de la que estás cubierta no es de otro, es la tuya: te vas a
desangrar.
No me queda otra. Es que no me queda otra: salgo de la cocina con el goteo de la sangre persiguiéndome, penetro en la biblioteca y cojo el ejemplar de Kafka en la orilla. Lo llevo hasta la cocina, lo meto en el horno, cierro la puerta y programo 180º durante tres cuartos de hora.
Es que no me queda otra.