Cruzar avenidas
costeando
hasta llegar a un lugar sin importancia
en el día más claro y exuberante.
La vista, alineada cual bandera,
compone de colores en la vereda.
Ficus y jacarandas
son las márgenes de la carretera.
A ambos lados, aceras
cargadas de gente que pulula.
cargadas de gente que pulula.
A una hora en que la ciudad está viva
y las tiendas palpitan.
Voy muy despacio
para empaparme de la vida,
acallo la radio
y escucho el idioma nativo.
Palabras sueltas entran entrecortadas
por mi ventanilla bajada:
tarroa, oigo, y, sin haber visto a la mujer,
sé cierto dónde está, qué hace y por qué.
Me sobreviene una sensación tan clara
en la comprensión y el recuerdo
de sentirse como extranjero;
cuando todo es diferente, raro, nuevo,
cuando no entiendes los verbos,
los gestos, las miradas.
los gestos, las miradas.
Tan fantástico veo el lugar que atravieso,
que comienzo a mirar con otros ojos
coloridos transeúntes:
distintos unos de otros:
gentes de cristal opaco,
gentes de cristal opaco,
jóvenes de largas cabelleras,
orondas señoras en floreadas prendas.
Hombres pasean sus periódicos
de cafés en esquinas y satúrnea tertulia.
Cada uno habla, gesticula,
en este idioma herencia de otras herencias.
en este idioma herencia de otras herencias.
Así, cumpliendo rituales
y acatando costumbres,
todos andan la avenida,
que, conforme avanza, tibia, se adereza
con más árboles y menos tiendas.
Y justo cuando se cruza un puente,
vertiginosa, una nueva avenida
también plena de verde y violeta,
me despierta.
me despierta.
Súbito fogonea un limonero
que frena mi sentir de forastera
y recuerda que este perderme
-que me entretiene en un viaje
fantasioso
fantasioso
y delicado y lento
y alienado-
y alienado-
flotará hacia limones dulces