sábado, 27 de octubre de 2012

Un Colt Anaconda calibre 44


Tenía la anaconda en la mano y ante sus ojos una escena aterradora brotó de la niebla que recordaba. Alzó la vista, el sol estaba alto, debía de ser mediodía. Tan solo mediodía. Y todo aquello, cuándo había ocurrido. Ángela había pasado por casa y se había quedadoLa anaconda quemaba y una alarma intestinal, algo dentro, muy dentro del monstruo forzó una desconexión de un momento sin concretar. En algún espacio mental, La vida de santos que Enric había escrito tras leer a Bolaño: una mezcla de La literatura nazi en América y la filmografía de James O. Incandeza. Una rata con menopausia había caído en una humillante trampa para ratones, cinco horas de debate y lucha física, de reproches: una vida inútil y una sarta de mentiras. ¿Era Enric la rata? ¿Puede un escritor catalán tener la menopausia? Sin duda. La rata pegada a un trozo de adhesivo cáustico, va desgarrándose en su lucha por liberarse para sobrevivir mientras los ensordecedores chillidos despiertan a todos en la casa; si alguien entendiese a la alimaña moribunda sabría que reconoce que no desea vivir, que para qué esa vida. Pero aun así forcejea, con un inmenso sufrimiento, su panza desollada, las tripas asomando, sangrando por la boca, los dientes apretados y ennegrecidos. Suena el adagio en sol menor de Albinoni. Es como una escena de La naranja mecánica. La rata tarda en morir 29 páginas. 29 páginas, teñidas de rojo y horror.
Puede que ahora estén solos la anaconda y él. Ángela tiene los ojos muy abiertos, la piel tan blanca, parece una muñeca, inmóvil y lejana. Una concertista de piano con cara de niña que viaja en taxi con una carta y debe dar instrucciones al taxista. Una enferma con cara lavada y bien vestida que vaga por las tardes de buena familia. Mira a una niña mientras destroza el preludio número 1 de Bach. El clave bien temperado. El primer ataque de epilepsia fue en un teatro abarrotado: estaba en el escenario. El segundo, en mitad de la calle en la puerta de un orfanato a pocos pasos de su apartamento. El tercero, en las escaleras del metro. Las lesiones en la lengua tardan en sanarse, la sangre mana de la boca afuera mientras el cuerpo se sacude, golpeándose contra el suelo de cemento y piedra. Los transeúntes se apartan y sienten náuseas. Algunos padres, una vez les explica lo que ocurre, deciden alejarla, cuestión que entendería si fuera madre. A los taxistas les pasa lo mismo: algunos prefieren disculparse y marcharse por donde han venido. Y mientras toca algún muchacho aventajado, la mirada de ella se hace vacía, tanto como su vida sin alicientes ni sentido. Cuarenta páginas de reflexiones sobre la oscuridad de un porvenir en el que ganarse el pan para vivir un poco más es un círculo parecido a la rueda de la jaula de un roedor gordo y doméstico. Entre el despertarse, asearse, desayunar y el llamar un taxi, había un abismo de horas muertas, un diapasón que juega con el tiempo, como el latido del corazón que bombea sangre para nada.
Y ahora allí yacía Ángela, como un personaje accesorio de algún cuento menor de Enric, cuya pluma narcisista habría parido este doppelgänger sacado de una armería del barrio de Odessa, sobando un colt anaconda recién sisado en concepto de adelanto de la paga navideña, pateando piedritas, con las manos en los bolsillos llenos, el pelo revuelto, la ropa arrugada, rumbo a una casa donde dos viejos herméticos dormitan mientras comen o se escupen insultos en ruso. Un doble sin nombre que merodea y finalmente atraviesa la puerta. Primero, Alexei. Luego, Irina. Después, Ángela, que había pasado por casa y se había quedado, que se dedicaba a ser la puta de los padres de futuras promesas del piano. 
El hombre sin nombre salió al raso. El viento soplaba. Alzó la vista, el sol estaba alto, debía de ser mediodía. No dudó. Fue en busca de Enric para saber cómo termina.


domingo, 21 de octubre de 2012

¡La policía no se graba, hostias!


Una incursión populi atraganta la calle y densifica el tráfico alterando el orden público. La generación del remake, las sagas y las fotos retocadas sube a las farolas a grabar con sus móviles y cargar en Tuenti y Facebook la fiesta improvisada. La música se eleva, no cabe en ellos, les traspasa y asciende. Todos los vecinos, mayormente divorciados y vueltos a casar de la generación del boom inmobiliario, la dieta del pollo y la vida-antes-de-la-wikipedia, se asoman a las ventanas con sus videocámaras (sí, también). Bueno, todos no... Toma en picado que objetiva la quinta planta donde Gabino y Alexandra se preparan, ambos son profesores de lengua española o castellana
-No es normal... En su piso se oyen las cosas más raras, —refiere Amalia, 53 años, separada, vecina cuyo dormitorio da al de los susodichos.

La fiesta acaba a las cinco de la mañana. Ni sus detractores (vecinos) ni los partidarios (chavales) pueden colgar el final en Facebook porque “la policía no se graba, hostias”.

Como en todo texto oral de tipo conversacional espontáneo, nos desviamos del tema y seguimos con los del 5º: Amalia no lo soportaba y, justo antes de la crisis económica mundial (en adelante CEM), endosó el apartamento a un informático freelance por un precio que hoy día parece ciencia ficción. El informático al poco se agenció un fonendoscopio en el mercadillo de la Merced que cada sábado ofrece objetos seminuevos robados sin competencia en lo referente a la relación precio/calidad, justo en el stand de Objetos (de) médicos entre un brillante tensiómetro y una caja de Valium 3. 
-¿No quieres valiums, guapo? 
-No, señora. 
-Los valiums tienen mucha salida, niño, se venden muy bien. Traemos montones y al rato nos tenemos que ir a dar palos a Cerrado otra vez. 
-Pues yo no quiero valiums, señora. Me llevo el fonendoscopio. 
-¿El qué? 
-Esa cosa de ahí, al lado de los valiums. 
-Ah, ya. ¿Lo quieres para regalo? 
-No. 
-Ah, vale.

De vuelta a casa, el informático cogió una silla y se apostó junto a la pared del cabecero, fonendoscopio en ristre.
-Nena, tengo el verbo enhiesto.
-Tenemos tiempo, Gabino, hazme un análisis sintáctico.

Daba así comienzo la clase de gramática. Al cabo de dos semanas, el informático tenía los complementos circunstanciales doloridos y empezó a hacerse el predicativo cuando el vecino salía a lo que fuese. Ella, al principio, declinaba el ofrecimiento pero al fin su calidad de mujer de letras, tolerante y generosa, pudo más que el objeto directo de la culpa. Lo que pasó fue que un día apareció el maestro y todo se lexicalizó de mala manera. Nada nuevo bajo el sol. En el mundo, cada dos segundos un hombre descubre que su mujer se la pega. Fraseología aparte, el informático se mudó con Alexandra. Ahora el cornudo es él: Alexandra llama a su ex cada vez que tiene una duda urgente y el informático ha tenido que desempolvar el fonendoscopio. 

Gabino dejó la enseñanza para montar un grupo funk llamado “Fantasmas austriacos tocando el violín”, pero inexplicablemente fracasó (seguro que por la crisis). Alex le ha prestado 10.000 euros. Se ha hecho inversor y se la pasa perdiendo dinero, viendo Juego de tronos y comiendo fritos con guacamole. 

Alexandra y el informático esperan un hijo de él. 

Amalia les visita con frecuencia. 

La asociación de vecinos electrificó el suelo de la calle en previsión de futuras algaradas: el mando electrocutor lo tiene el portero, Domingo. 

Es el año 2020, el mundo no se ha acabado y seguimos sin poder grabar a la poli.


The end

Freddie Mercury

sábado, 20 de octubre de 2012

El último día del hombre vampiro


El hombre vampiro avanza con ritmo lento, confinado en una gruta donde la exigua atmósfera solo permite monótonas cadencias: un sordo ronquido, un goteo sobre la piedra, el temblor del sicomoro a cada golpe de la tierra. Un paso tras otro, el vampiro rodea el tronco amarillo, salpica la roca, arrastra la arenilla desprendida de la grieta, se mueve para fingir que aún busca. Sediento, se cuestiona cuántos días más, cuántos como este en el que está. El apetito lo trastorna. Lo trastorna vivir sumido en tinieblas: en su destierro no hay puestas de sol que avisen y la luz no es mayor que una bujía de aceite sobre una mesa de piedra. Ahora, las imágenes penetran en su cerebro como si fuesen los metros de una película vieja. Sus recuerdos emergen en blanco y negro: nubes sobre un cielo pesado y oscuro, la coreografía de la noche reflejada en el blanco piso de piedra. El ritmo de las horas se impone de súbito y el hombre vampiro siente los latidos del hambre. Él, que olvidó los colores, siempre tiene presente el tiempo y, como un autómata, gira el brazo y mira su muñeca vacía, revisa sus bolsillos vacíos, se observa el cuerpo vacío; sus ojos se pierden en un horizonte tan insoportable, tan asfixiante, tan negro, tan pequeño y mezquino que el páramo oscuro se ha de disfrazar de avenida de transeúntes de otro mundo: mujeres serpiente y místicos pasajeros, felices inviernos ebrios ocultos en grandes coches de cristales de humo. El hombre vampiro baja en el muelle, donde las cantinas arden atestadas de carne con que alimentarse. Baila con vestidos rojos hasta que las velas se extinguen y la sirena avisa y el sol raya el cielo: el viaje acaba y se hace el silencio. El hombre vampiro se derrumba a los pies del sicomoro, se estira, esfuerza el brazo para arrancar una rama mientras aprieta la sien contra la roca helada. Respira el aire del puerto y el alboroto festivo del lupanar lo anima. Exhausto, se arrebuja en torno al tronco y se clava la rama en el pecho.





sábado, 6 de octubre de 2012

Ghosts in the photograph



Suna esperaba. Una ola despejó la orilla dejando en su retirada cientos de burbujas huérfanas. El tiempo arrastra la vida de los que temen a la muerte. El litoral quedaba limpio de algas y de pedrezuelas y de caracolas y de conchas rotas, e iba mermando en favor de la única palmera. Remolinos de viento le alborotaban los cabellos mientras un hatajo de gaviotas insistía en sus ingratos graznidos.
Adelantó los pies sobre el fondo revuelto, los brazos pegados al cuerpo. Tras de sí, nadie: un grupo de rocas como único testigo impasible y somnoliento, sobre el cual se alargaba la sombra de la torre que parecía difuminarse como un anuncio del ocaso del día. Ella no sentía miedo. Su cuerpo ligero se mantenía erguido ante las embestidas del mar que se iba embraveciendo para, después, calmarse de nuevo. Pronto pasaría el frío que la agarrotaba por dentro, solo un lío de ropa mojada enredado en el rompiente, solo un coche abandonado entre las dunas, solo silencio y alguna carta y un espectador con nariz de payaso tocando a su puerta de madrugada, solo su voluntad ante el peso de las atareadas horas.