jueves, 15 de noviembre de 2012

In between days...

Porque perder puede ser un motivo tan bueno como ganar para festejar..., celebremos que no hay nada que celebrar, que nadie perdió ni nadie ganó, que nadie nació ni nadie murió, que nada cambió, que nadie cambió, que las palabras siguen teniendo el mismo valor, que los hombres siguen teniendo el mismo valor. Que el visceral teclear del ordenador te recuerda el glorioso pasado de la máquina de escribir de tu infancia (si es que tu abuelo fue Hemingway).
Y si a ti te posee la inspiración y el licor, todo es digno de celebrar. Que ayer hubo algo así como una fiesta y unos dicen que tal y otros opinan que cual. Y los que creen nadar contracorriente y aquellos que se saben mejores, distintos, más fieles, más lindos..., se sientan al lado de Napoleón en la sala del televisor del hospital de la Santísima Gracia, sito aquí a la vuelta donde sí que hay talento a espuertas. Que la mayoría no sabe usar ni los refranes, que casi todos pierden pelo y que lo único que va a más con la edad es la pereza. Que algunos son locos a secas y otros son obtusos y no se enteran: oyen pero no escuchan y cuando escuchan, más valdría que nadie lo supiera. Celebremos la mediocridad y el miedo y el fracaso y la estupidez, la ebriedad y la incompetencia, la autocomplacencia, la autosuficiencia, la automedicación, la locomoción, la emoción de ser estúpidos y la broma ontológica de que hasta los más hijos de puta (sí, he dicho "puta") pueden ser padres y profesores y gobernantes y gobernadores. Cuántas cosas para celebrar y qué poco tiempo, ¿verdad?


lunes, 12 de noviembre de 2012

Activistas de la nada

Hay que encaramarse y esperar lo peor. 
Levantar un muro y acumular piedras. 
Como en los días de agosto 
en que los viejos se desploman en las aceras, 
o en el tiempo de la ventisca y la helada, 
en la terrible humedad, 
o en enero cuando los gatos gritan de dolor. 
Tormentas acechan allá en el mar, 
donde el rayo serpentea 
y la luz hace más oscura la noche 
y las gotas caen como balas. 
Y habría que armarse de valor 
para aventurarse bajo el aguacero, 
pero nos armamos con palabras.
Es, en puridad, la historia circular de la vida de las arañas.
Tenemos casas, no vivimos en casas, 
somos poseídos por las casas. 
Y la tela del suelo es pegajosa y nos atrapa. 
Y lo que hay bajo nuestros pies nos amarga
y nos es ajeno y nos extraña. 
Y razón no nos falta. 
Razones no nos faltan. 
Andamos armados de razones, 
cargados de razones, 
como ratas hambrientas 
defendiendo su derecho a sobrevivir. 
Y como ratas, nos aferramos, 
y como arañas, tejemos, 
y como siempre, estamos aterrados. 
Y algo nos hace peligrosos, nos embriaga y nos da alas. 
Las alas de un fantasma. 
Y prometemos, juramos que nos asquea el deseo. 
Mas ¿no es sigilosa la araña? 
¿No es, acaso, hacendosa, limpia, 
impecable en su perpetuación de la especie? 
¿Y no lo es, asimismo, la rata? 
¿Y no, si lo pensamos un poco, es normal alzar vallas, 
romper espejos, acumular canas, anécdotas, camas? 
Qué otra cosa queda sino encaramarse a una balaustrada 
para evitar mojarnos los zapatos 
y armarse en espera de la guerra que avanza; 
desde el otro lado de esa pared hacia nuestra casa. 
Porque, además y después de todo, el mundo se acaba. 
El tiempo se acaba 
y cómo retenerlo, 
cómo hacernos eternos 
sino siendo dueños de todo lo que nuestra vista alcanza.


viernes, 9 de noviembre de 2012

Límites, voluntad y palacios de cristal


Fiodr, a pesar de su aspecto cansado, serio y anodino, su incipiente calvicie, su desproporcionada cabeza, su caminar cargado y su frotarse las manos, no es un tipo más. Fiodr, en un mundo de gente que no sabe lo que quiere, desea un palacio de cristal, exactamente lo que desea es que existan los palacios de cristal y esta es su voluntad porque ese es su deseo. Lo interesante de Fiodr es que nunca nadie puedo despojarle de su voluntad pues nadie supo distraerle de su deseo. Toda su actividad se puso al servicio de la consecución de ese deseo. Su talento, su herencia, su esfuerzo, todo lo que podía como hombre libre, hijo de hombre libre, se puso en funcionamiento. No pararía hasta encontrar un palacio de cristal, un mundo hiperbólico lleno de mesas de juegos, con vasos de vodka helados y una audiencia atenta, complaciente e ingeniosa. Un lugar en el que no solo cobijarse de la lluvia sino apretarse contra unos orondos y blancos pechos, un lugar por donde no se pueda pasar sin hacer un espasmo a modo de reverencia, donde los únicos límites sean su libertad y su conciencia de ella. 
Y pongamos por caso que, en un momento determinado, Fiodr lo consiguiera, consiguiera este palacio. ¿Cuánto tiempo creen ustedes que tardaría en desear algo más? Digamos, subir un nivel en la misma dirección, esto es, en la excelencia del palacio de cristal. Nada asombroso pasaría: en principio, el palacio habría de ser enorme, dorado, redondo, sinuoso, siempre perfumado. El vodka, levemente tibio; el samovar, siempre encendido; la mesa de juego, presta y el bolsillo de su chaqueta, como un interminable surtidor de monedas. En los momentos vespertinos y solitarios, su pluma iría aún más ligera. Y las mujeres, siempre lindas y dispuestas, de cuerpos llenos y suaves, ojos enormes y manos pequeñas; y la intuición de estas hembras sería un portento de inteligencia solo a la entera satisfacción de la imaginación.
El tiempo (oh, tic tac) habría pasado raudo, claro está, si esto así hubiera sucedido. 
Mas, fuera del palacio, quedaban aspectos que podrían entrar dentro de los límites de su voluntad, al menos la calle o la manzana que rodease al lugar y, cómo no, los habitantes que paseasen esta calle, y también el ambiente y el aire que tendría que ser fresco, seco, perfumado y deslumbrante. Nunca más el hedor ni el espectáculo de la miseria. Una calle en la que nadie recordara que uno se tiene que conformar con el gallinero o el altillo de un edificio ruinoso con habitaciones subarrendadas y sucias familias separadas por sucias y viejas sábanas. Todo se podía olvidar en un paso más, en la perfección del palacio de cristal. 
Después de un tiempo, estoy pensando que Fiodr ya estaría satisfecho y bien abastecido, nada de lo anterior le haría desear sacar el dedo; los deseos saciados, el cuerpo descansado y la contemplación de la belleza y la imagen de una sociedad hedonista, serena, pacífica y en completa ausencia de desigualdad. Y seguramente seré yo, pero imagino a Fiodr despertando una buena mañana, entre sábanas blancas y almidonadas, con una rubia cabellera enredada entre las almohadas. Imagino a Fiodr observando a la bella muchacha de curvas sublimes y pensando que aquella no tiene ninguna inocencia, que va demasiado perfumada, que sus caderas son muy anchas y su habilidad es tal que resta todo aliciente al arte de amar. 
Y, tras una fructífera mañana de trabajo, lo veo bajar las doradas escalas, con una historia bajo el brazo pensando en que siempre las mismas historias y los mismos recursos y los mismos personajes con las mismas depravaciones y la misma estulticia y la misma maldad, y que siempre los mismos trucos para cautivar a editor y lectores, y seguir ganando tanto como para mantener el  palacio de cristal. Y veo cómo, de repente, lanza las cuartillas garabateadas por la ventana. Y se sienta a la mesa y, después de la sopa y el faisán y el vino y los pasteles y la conversación aduladora aunque amena, siente unas imperiosas ganas de vomitar. Y vomita en una enorme bacina plateada y, entre los trozos y restos semidigeridos y el olor nauseabundo y las lágrimas producidas por el esfuerzo, Fiodr cree ver un movimiento en la masa parduzca que pareciera haber cobrado vida y moverse de modo imposible. Fiodr, sin duda, alzaría la cabeza, se echaría agua en el rostro, enjuagaría su boca con licor de manzanas y, apuesto la camisa, regresaría a mirar el vómito con una mezcla de temor y burlona incredulidad. Pero ocurre que allí ahora mirando atentamente, con una mano tapándose las narices y la otra, sujetando una bujía, ve que no era una alucinación ni un error de percepción y que lo que se mueve allí abajo es un número insoportable de gusanos. Asquerosos e inquietos gusanos que han estado dentro de él y que han salido de él y que quizás se hayan creado en él y que ni dentro ni fuera son parte del palacio y no mueren ni desaparecen ni se van a morir ni a desaparecer jamás. No sabría decir lo que pasa por la mente del hombre justo en ese instante de desesperación por el miedo y el asco, pero sé lo que no hará: no se sentará en una silla de mimbre a esperar el amanecer, como el joven del cuento de Murakami. No, porque Fiodr sabe lo que quiere. Así, y por ello, pasa a la siguiente fase y fuma alguna sustancia relajante y oriental y se siente relajado y oriental y deja de pensar en los gusanos y se concentra en ornamentar el palacio de un modo profundo y exótico. Primero, apartará a las hábiles y bien formadas damas de su lado de la mesa para sentirse confortado con la dulce inocencia de criaturas más jóvenes e inexpertas. También, y quizás como reacción subconsciente a la náusea vermícula, Fiodr deja de comer y se dedica a paladear exquisitos licores y a profundizar en ese nuevo y extraño placer de los humos extranjeros, y en la risa blanda y los estrechos cuerpos de los niños cuya sensualidad le era hasta entonces desconocida y es como un país nuevo y raro y excitante y vedado, y el reciente deseo se impone a su voluntad: el deseo de no recibir sino de dar, no de ser agasajado y amado sino de agasajar y amar y enseñar.
Así que Fiodr ha ampliado los límites del palacio concediendo a su deseo un poder que en realidad siempre tuvo, sin darse cuenta de que los pasos avanzados en ese último impulso son, aunque los diera solo por amistad y por curiosidad y por ser fiel a su voluntad de ser absolutamente libre,  son -digo- pasos imposibles de desandar. Y que es verdad que todos los límites se pueden cruzar porque no existen más que en las convenciones de las que Fiodr se deshizo hacía tiempo ya. Y que el único límite admisible es el que uno se impone bajo cierto control del que aquella velada nuestro Fiodr se despidió para no recuperar jamás, pues ¿cómo volver a los antiguos hábitos de los que había terminado asqueado?, y ¿qué vacío placer encontraría en las antiguas prácticas ya jamás?, y ¿cómo considerar su palacio de cristal un verdadero palacio de cristal si allí no hallase la complacencia de su deseo y se sintiese libre y ejerciera todos los derechos que le asistían como amo de su destino? y, además, ¿por qué habría de volver atrás?, ¿a quién debía rendir cuentas?, ¿a una supuesta autoridad impuesta por una voluntad ajena, cuya misión es hacer cumplir unas reglas arbitrarias e ilegítimas para un hombre libre? No, no daría ni un paso atrás. Un hombre que tiene un palacio de cristal no puede dejar que este se convierta en un edificio vulgar ante el cual se pueda escupir. 
El destino de Fiodr sería llenar sus noches de complicados juegos con subidas y más subidas de las apuestas y banquetes de ebriedad y, para la conciencia amaestrada que él también había heredado -incorporada a su cuerpo aunque no fuera material-, reservaba el humo del olvido y una música clandestina e ilegal.


martes, 6 de noviembre de 2012

Spotless life

Siempre es triste dejar atrás un paisaje que amas, mientras el taxi te aleja atravesando suburbios y puentes sobre vías ferroviarias y muros manchados de humedad con estresantes pintadas llenas de faltas ortográficas, y un talento subversivo y barriobajero te atenaza. Una espalda llena de caspa y unas manos demasiado pequeñas escondidas tras unos diminutos guantes blancos te guían hasta la salida del laberinto donde has vivido un tiempo que ya no importa pues está abocado al olvido, una nada impecable tras los 5:57 minutos de destello de una mente sin mácula. Es siempre triste volver la vista atrás y ver los rascacielos que te aplastaron y ensombrecieron cada uno de tus días, a los que miraste y volviste a mirar para fijarlos en tu memoria a pesar de saber que esta como las otras veces, todo eso lo ibas a olvidar; oír Everyboy hurts en tu mp4 robado, ver al fondo la torre metálica como un desafinado canto a la posmodernidad, la fisonomía de una ciudad enorme y sin alma, un sitio donde, aunque no lo sepas, porque nada se puede saber, no volverás. Entre el taxista y tú, un grueso vidrio está lleno de salpicaduras y huellas, las manecillas de las puertas arrancadas y una emisora de radio vomitando palabras extranjeras te despiden del caos en que casi te habías acostumbrado a ser infeliz, igual que uno se acostumbra al frío o a pasar hambre o a estar en un catre lleno de muelles, cama de faquir a la que te adaptas sin más, durmiendo como una serpiente, adelgazando para no pesar y así no clavarte esas puyas metálicas. Y te ves en el cristal de la ventanilla mirando la ciudad mientras te alejas, te ves en tu perfil afilado y envejecido, en tu rostro forastero, en tu cara de madrugada, una cara abstemia y sombría que no desentona con los viejos edificios ennegrecidos, el olor a carbón, los trapos tendidos en una ventana opaca y sucia tras la que alguien vive en una miseria infinita sin que ni siquiera a ese mismo alguien le importe. Y entonces te das cuenta, porque sientes algo intestinal que debe estar conectado con el inconsciente, en el sitio donde vive el mago de Oz del cuerpo que habitas, y te das cuenta de que esa ciudad es el lugar que amas, donde puedes ser tú, con un cuerpo infrahumano, borrachas noches y madrugadas, cucarachas aplastadas y cientos de botellas apiladas. Y que sea donde sea que te lleve ese avión tampoco entenderás el idioma ni las costumbres, que las camas y las escaleras y las aceras no serán allí tampoco de tu talla, que sea donde sea no te envolverá la bruma negra de polución y los transeúntes semimuertos de cabezas gachas serán sustituidos por molestos y extraños figurantes de ojos claros y que la BSO del lugar jamás será Mad World y que eso es lo que tú amas. Tu piso a esa hora ya estará habitado por otro, tu basura habrá sido despejada, tu nombre garabateado en lápiz en el buzón al que nunca llegó ni una sola carta tendrá ya otro nombre, encima del tuyo, escrito en rotulador negro, en caracteres cirílicos o alguna lengua eslava o caracteres tradicionales chinos. Y el taxi llega a la Terminal 4 y nada te parece tener más sentido que la palabra terminal para tu estado, y echas el dinero por la ventanilla bajada mientras imaginas el nombre de tu buzón como un epitafio extraterrestre para la vida que acaba.