lunes, 31 de diciembre de 2012

Hagámoslo bien...


Hagámoslo bien, viajemos. Demos la razón a la naturaleza y dibujemos las sinuosas curvas de la costa mientras sintonizamos la radio. Pink Floyd, Echoes. Live at Pompeii. Gracias. Así podríamos acabar el año. Entrar en la nueva era ingenuos y descansados, con la memoria vacía de datos inútiles y desgastados de puro repasados. Ni siquiera llevemos una maleta con objetos que nos recuerden quiénes somos, quiénes podríamos haber sido o quiénes hemos aparentado ser hasta ahora mismo. Que sea el azar o el autor de nuestra historia el que ponga título, el que establezca un principio, el que ponga un punto y final o unos puntos suspensivos. Nosotros solo escuchemos el mar con música de fondo. La cuestión no somos nosotros, es el viaje mismo y si el viaje significa algo o no, no es el viaje el que ha de decidirlo... Que la historia dé comienzo con una BSO y un cuaderno rojo vacío, con una llamada al teléfono móvil de alguien que está perdido, interferencias por las interminables carreteras secundarias que arañan todas las ciudades costeras. Cada cosa que entre en el coche aportará incongruencia al universo incoherente que formamos. "El día está medio lleno", diremos; "soleado y frío", diremos; "agradable invierno mediterráneo", diremos. Anotaremos en nuestro cuaderno la esperanza de encontrar la perfecta diáfana mañana de enero tras algún cambio de rasante, tras una mutación en el aire. Y, pasado cierto tiempo, nos sentiremos incapaces de medir o calcular, ni tan solo considerar, el paso de las horas y los días: el viaje se habrá convertido en lo único importante.


sábado, 29 de diciembre de 2012

Amital soda con yelo


Llevo sangrando treinta años. Treinta años con la característica que me hace igual a tantas otras de las que no sé nada. Treinta años con la sensación de quedarme fuera de una gran fiesta de reinonas de pelos cardados y pelos planchados, de evas-al-desnudo disfrazadas de lolita, de ángeles con voces cascadas de berrear en la sala; la fiesta de las cleptómanas viudas y las usureras flacas y resecas; la fiesta de las falsas ingenuas, futuras puritanas de alto standing, y de las místicas borrachas etéreas. Treinta años perdida en la mascarada tras la que no se distinguen las intenciones, sangrando entre amores disfuncionales y hechos reales, en medio del delirio “fin de fiesta” de un suicida macabro; sangrando como testigo de excepción del vacío de varias vidas, espectadora de la más barroca escena cuyos protagonistas se despedazan entre ellos en una gran casa en mitad de la nada. 
Y, de tanto en tanto, me limpio la sangre y salgo a buscar una respuesta. Y ahí me topo con un otro borroso y ofendido.
Ahora tú me miras, adormilada, adormilado, sexy caparazón de rubicundas ruindades, mujeruca llena de verrugas, pasajero ensimismado en las actividades deportivas de tu barrio, ojerosa madre preocupada, plumífero enfermero de la quinta planta, joven de siete cabezas del final del vagón; me miras mientras sangro, con ojos ora interrogantes, ora aterrados, ora amenazantes; con el vaivén de un monstruo alienado; sin saber si sueñas; deseando estar en un sueño; con el cóctel farmacopólico aún viajando por tu sistema digestivo, bailando en tu estómago, calando en tu sangre, subiendo por tu sistema linfático, palpando el centro de tu sistema nervioso central, bajando hacia los intestinos con vocación escapista. Eres todas esas criaturas que yo enveneno con mi presencia y te invito a tomar de la copa que te ofrezco sinceramente, con la idea de, no obstante la alteración del habla por la afectación del nervio hipogloso, sacarte la verdad a toda costa.


Victor Sheleg

domingo, 16 de diciembre de 2012

Oda al Lidl



Yo no sé qué mierda es una oda. Apenas aprendí a escribir ayer y no he leído nada que no salga en un paquete de comida precocinada, así que ya ves. Pero, como todo quisque, hablaré, y hablaré del Lidl. Ese sitio entre tenebroso y absurdo, rabiosamente yanqui, increíblemente desordenado, atestado y extraño al que vamos las madres modernas. Madres modernas buscando cerveza barata y disimulando, perdidas entre la masa de enormes espaldas biondas e invasoras que se pirran por sitios así. Madres que aman a sus retoños, como yo.
Y recorres los pasillos como Dante en el infierno, viendo todos los sinsentidos del planeta expuestos sin orden ni concierto, sin razón, sin limpieza y sin problema, sorteando las cajas tiradas por los suelos, empujando sin vergüenza a los guiris intrusos y metiendo en el carro todo tipo de comida para microondas para tus niños que andan como vándalos por allí, montando un circo que a nadie extraña porque a nadie allí le sorprende la mala educación, el griterío y la indolencia de una madre moderna. Son una tribu a la que perteneces te duela donde te duela, y es así. Llenas, en fin, el carro, con toda clase de reservas listas en dos minutos, merluza tres sabores, pizzas de caramelo y mucha ginebra, y muchísima cerveza. Y echas un par de cajas de vitaminas e hilo dental para disimular el verdadero motivo de ir a aquel infesto lugar para hacerte con un arsenal de alcohol, mientras atiborras a tus hijos de comida basura y los dejas frente al televisor. La cajera, la única cajera, se hace cargo de una cola de siete metros, llena de espaldas enormes entre las que te sientes como una habitante de Liliput que concede a sus hijos la venia de tirar por los suelos todo aquello que esté a su altura y traer a manos llenas chocolatinas que agregas a tu compra tras veinte minutos de espera. La cajera es una mujer bigotuda que mira a todos con el mismo mirar y no intercambia más de dos frases jamás. Como si dijera, no me importa tu vida ni la mía y no creo en la electrolisis ni un carajo, solo quiero que den las diez para hartarme de fumar.
Es una pesadilla, pero los niños lo pasan bien. Y tú, madre moderna, lo cargas todo en el monovolumen que te dejó el adultero aquel y te llevas a casa a los tres salvajes que no harán los deberes, que se quedarán dormidos en la alfombra tras comer una lasaña de bote y te inflarás de beber hasta caer en la alfombra tú también.

martes, 4 de diciembre de 2012

No es este un mundo para la nieta bastarda del Jorobado de Notre Dame

Por motivos ajenos a mi voluntad, ando explicando la formación de palabras en lugar de hablar del mucho más interesante tema de la deformación de palabras. Pero no es este un mundo para la nieta bastarda del jorobado de Notre Dame. Y así, ocupando mi tiempo en cosas banales, en cosas que hago con empeño pero sin ganas, en cosas que me permiten ganar algo de pasta, veo la luz y aclaro algunos términos del contrato que alguien, por poderes, firmó en mi nombre el día en que me escupieron a este basurero llamado Mundo. Oigo una voz cavernosa que me dice que entre un montón de dinero y la Verdad, entre un montón de dinero y el Amor, entre un montón de dinero y Dios,... no hay dudas en la elección. Y ahí, paro de escuchar. Tomo mi cuerpo flaco y lo llevo al congelador en que se ha convertido mi terraza, fumo para dañar mi integridad y mi salud y mi apariencia y me dedico a leer el destino de los tiempos en la forma de las nubes, que es la profesión para la que yo venía predestinada. Hace un frío de cojones. Las nubes están espesas y aisladas, sus límites como pocas veces marcados, la leyenda más clara que el I Ching en sus mejores días como de aquí a Júpiter y volver, e ir y volver, e ir y volver infinitamente. Diría lo que he visto y mis predicciones, así, gratis, porque sí, pero hoy no me da la gana, a lo mejor lo digo mañana. 

lunes, 3 de diciembre de 2012

La agonía de Pobre Tony


Pobre Tony acaba reventando en la parte de atrás de un vagón de metro, rodeado de sus propios excrementos, tras tragarse su lengua, en pleno delirium tremens, después de semanas de vivir en un WC, después de semanas de degeneración y dolor.
Antes de ello, Tony sería un niño; después, un adolescente amanerado y, al cabo, un hermoso joven totalmente extravagante y gay. En un momento indefinido, Tony -como todos por aquí- necesitaría darle un sentido a su vida y no tuvo tiempo de pensar, se topó con la felicidad cuasi gratuita (por la falta de esfuerzo, digo), la felicidad brillante que todo lo compensa, el amor, la ebriedad, la consecución de los deseos conocidos y desconocidos, el brillo de la verdad, la música y la poesía, la amiga y la amante, y la buena cocina, y la cama perfecta. Y Pobre Tony se hizo asiduo a varias sustancias. Podría haber sido solo una. Podría, y su suerte habría sido la misma, si hubiera sido solamente alcohol. Pero no. No fue una, sino varias sustancias las que dieron sentido a su existencia. Y, por momentos, Pobre Tony sería como un rey de la noche (o, más bien, una reina) y, por momentos, sería terriblemente egoísta. Y se sentiría bello y perfecto y fuerte y joven y completo. Y crecería en sí mismo de felicidad y, disimuladamente o no, se cerraría a los demás, pues los demás no son necesarios (aunque no son, tampoco, prescindibles; son, digamos, accesorios) cuando tú y las sustancias formáis un todo con sentido y se supera el insoportable vacío de la existencia.
Y Pobre Tony lograría superar su vacío durante un tiempo cada vez más corto, y comprobaría que, cuando vuelve a la normalidad, el vacío es aun más profundo, más negro y está más vacío, y no solo es angustioso y desesperante y asqueroso, sino que ahora es terrorífico de verdad y cada vez se hace más y más insoportable, no se puede soportar, no es tolerable ya; y llega un momento en que puede ser enloquecedor enfrentarse al vacío. Después, el vacío lo llena todo y acaba por ser la única cosa real.

Seguramente, D. F. W. reconoció la subida a la completa felicidad, la ausencia de miedo, la comprensión de sí y de todo, el descenso más arrastrado por los infiernos de la humillación, e imaginó una muerte lenta y dolorosa como un larguísimo proceso de congelación desde dentro, millones de cuchillos de hielo entrando y saliendo.

Reconocer todo ese sufrimiento y meterte en él, acostarte con él, levantarte con él, mirar a los ojos al horror y, después, salir a la calle y ver las luces navideñas que acompañan fingidas capas de nieve en los portales de los centros comerciales donde enormes carteles de LED  verde cantan a la unidad familiar, al tiempo de hogar, al consumir como dar. Y cantan al amor y a la paz y a la esperanza. Y la intermitente defensa de los clichés debe debatirse en el fondo, como un deseo desesperado de creer en algo asible; aunque, después de haber paladeado la verdadera amargura, después de haber digerido la agonía de Pobre Tony, después de haberse sumergido en ese pantanoso mundo real y haber visto cómo son y serán las cosas de verdad, los clichés no sirven de nada.
Y ver acercarse al monstruo y reconocer la enfermedad e, incluso, intuir cómo sería toparse en mitad de la nada con la Abstinencia. Y aun comprender que hay pocas alternativas al vacío... Dan ganas, no digáis que no, dan ganas de sacar de alguna parte unas fuerzas animales, unas fuerzas irracionales, destructivas, sobrehumanas, ira en estado puro que lo tire todo abajo y bañe de escombros ese mundo de colorines y campanillas; actuar de un modo apocalíptico e irreversible, aunque solo sea irreversible para ti, aunque solo sea apocalíptico para el que en ese instante se cruce en tu camino.