miércoles, 17 de julio de 2013

There is a light that never goes out

Creo que era en un bar en el Trópico, pero no sé cuál trópico. Yo tomaba cervezas con Morrisey, que hablaba animadamente sin que yo, debido a mi oído cansado y al rumor de las olas y a la estridencia de la música, entendiese una palabra. Siguiendo mi intuición, asentía y sonreía y volvía a asentir, hasta que, por un gesto microscópico tras sus gafas de pasta, noté que no procedía asentir; lo noté, lo notó y cambió de interlocutor. Después me concentré unos segundos. Seguro que fueron pocos segundos en los que pensé en los motivos que podría tener para encerrarme en una concha con vocación de desaparecer. 
Zarpó el barco que llevaba a Madame Zazie a una isla cercana, mientras mirábamos en silencio, algunos ya medio borrachos. Como en una novela de misterios, todos excepto quizás una persona de las sentadas alrededor de aquella mesa desnivelada y maltrecha con rastros de mil visitas, codos, gotas, ecos de uñas impacientes que repiquetean, se dedicaban a portarse de una manera. Las posturas, las sonrisas, las palabras medidas. 
Recuerdo que hablamos de esas películas de los años cincuenta en las que un personaje secundario dice lo que piensa desmedidamente, mientras los demás cumplen con el ritual de ser los personajes que están predestinados a ser. Es siempre un personaje secundario ridículo y vencido por la vida; ningún héroe se presta a derrumbarse ante las cámaras, ninguna heroína se arriesga a despeinarse y mostrar imprudente y ligeramente su arrogancia y su impertinencia. Quién querría ser ese monstruo del que quedaría tan solo un comentario enterrado en algún prólogo de una edición de bolsillo. 
No hubo respuesta. Cada cual se guardó para sí la que fuera su conjetura al respecto y preferimos saltar de las sillas e ir a lanzar piedritas planas a la orilla de la mar llana, a contar cuántas veces rebotaban y ver cómo temblaban las aguas y cambiaba el reflejo de la luna por nuestra causa. Alguien admitió que éramos importantes, que alterar la tranquilidad del mar y la impresión de la luna por nuestra obra y voluntad era trascendental. 
A esa hora todos estábamos lo suficientemente borrachos como para avenirnos con el personaje secundario, las damas descalzas y despeinadas, los héroes desamparados, Morrisey a lo lejos aullando, casi todos flotando en un fondo azul donde los símbolos danzan burlones y desnudos sin intención de significar nada.


viernes, 5 de julio de 2013

Annie la violinista


El diablo no me quiere ni muerta ni en la cárcel; se ve que le complace mantenerme en este mundo, enferma y desesperada. Y su juego es observarme caer y levantarme, deleitándose en mi humillación, frotándose las rojas manos ante la perspectiva de futuros desastres.

Ahora la sombra llega justo a la punta de mis pies y la blancura se esparce; avanza y se esparce. Es esa época en que la calle arde. 

El sitio donde estoy no tiene nombre, que yo conozca. La próxima sombra está a unos metros, bajo el álamo grande. Tengo que correr para que el sol no me abrase. Mis mejillas y mis hombros se duelen del mero reflejo.

El hombre al que llamaba Lagos tuvo que trabajar durante el día. Y abandonarme es tan fácil como dar un paso, ponerse en la acera soleada y caminar hacia el Oeste.


*

Salimos de San Juan al atardecer. El calor no había aún dado una tregua al aire, que era pesado y espeso y tan amarillo que apenas parecía aire. Pensaba que una podía ahogarse en aquel aire, en mitad de la nada, oyendo las voces de los muertos, en un lugar miserable, en un páramo desierto.

Pero aquello no era Comala y nadie de nosotros se murió entonces.

La canícula de agosto se cebaba y al fondo la noche temblaba. Todo tiembla bajo el fuego, hasta el mismo fuego.

-Me marché porque no tenía habitación propia ni dinero.

-¿Qué demonio de motivo para irse es eso?

No me quedaré con ellos, pensé. Era yo entonces una juntacadáveres.

En el horizonte se iba agrandando una línea negra que nos alcanzó. No se podía saber su edad: estaba curtido por el sol, cubierto del polvo amarillo del campo. De su cara gotas de sudor bajaban por unos surcos que estaban allí como para eso. Surcos graves y tensos.

-Vamos al Sur, venimos del Cerro.

-Este camino solo lo usan contrabandistas y cabreros. En la noche, solo los primeros.

-A Ella no la puede ni tocar el sol.

El hombre largó sus ojos hacia Poniente, noté que eran verdes con ese brillo que solo tienen los hombres vivos. Bebió, sin ofrecer, de una petaca de piel gastada del color de la teca. Bebió varios tragos y siguió hasta querer ser de nuevo una mancha.

Sentí, al verle marchar, que habría de darme la vuelta e irle detrás. Me paré recordando, como si un rumbo o una compañía o un pálpito en el pecho de una pudiera desbaratar toda su vida. Como si, yéndole detrás, pudiera borrar hasta mi propio nombre y el suyo.