jueves, 21 de mayo de 2015

Últimamente, todo el mundo se llama Albert



Albert conoció a Albert en la escuela de Albert. Tomaban ambos la clase de poesía y escritura creativa. Albert supo tras mucho intento artificioso, pedante, logrado pero vacío, amable pero indeciso, sincero pero pueril, imitación de imitaciones, ruido de fondo y ridículos aullidos torpes sin talento, que la poesía había muerto y que las comas, las más de las veces, sobraban y que una metáfora a estas alturas es como un chiste de Jaimito. Al menos, así se lo dijo a Albert, que estuvo de acuerdo en todo con él. Se cogieron, esa tarde, una cogorza juntos y acabaron llorando el tiempo perdido y el imposible futuro, ambas cosas irrecuperables y hermosas, ambas con nombres que ya no podrían escribir para a la postre ser antologados por un acumulador de méritos universitario en busca de un personaje, un autor o, mejor, de una generación que descubrir. Albert borracho daba más el tipo de poeta e incluso a veces decía cosas poéticas y pensaba en voz alta lo que a Albert le parecía un brillante verso. El poema perfecto, efímero, austero, recitado con voz agónica y abocado al olvido inmediato.
Borrachos ambos, pero Albert mucho más borracho, acabaron a las tantas, pero las tantas de verdad, de esas tantas a las que no hay ni un alma por la calle, apoyados en la cristalera de entrada de la escuela de Albert. Allí improvisaron una escena violenta contra el lugar donde habían estado perdiendo el tiempo, donde habían recibido los más humillantes rechazos y las críticas más justas y despiadadas. Bajo sus botas y sus manos enguantadas iba desmontándose el local de Albert, puertas, paredes, tarimas, pizarras, sillas y, en un arisco vendaval, la pira de los libros.
Así de mala bebida tenía Albert que entendió entonces que la prosa era la única salida. Prosa de verdad, Albert, no greguerías y cuentos. No. Novelas largas donde se puedan encajar piezas, historias sobre historias, paisaje sobre paisaje, la entera cubertería, la sinfónica de Viena, el panadero a las 5 de la mañana,... Oh, Albert, la resaca de mañana. No, en serio, Albert. Debemos apresurarnos, ya no somos unos niños y 1500 páginas no se escriben en un rato. Tardaríamos menos entre los dos. No veo por qué no, dijo sorprendentemente Albert. A la mañana siguiente, tras ser despertados por la policía y prestar declaración en comisaría, se reunieron y comenzaron la casa por el tejado. Diez páginas al día --establecieron-- cada uno y, por la noche, puesta en común y cena en la buhardilla de Albert. En 75 días tendrían 1500 páginas. Dos meses y medio, ni un mes y medio más.

Ya desde el primer día se presintieron algunas tensiones. Albert había dedicado sus diez páginas a la descripción de una habitación que, además, se parecía demasiado al salón donde empezaba Psycho. Albert había esbozado una trama compleja que partía de una familia de 120 miembros y sus relaciones en una época sin concretar pero sumamente contemporánea. Era claro que no tenían la misma idea de lo que era una historia, una novela, la literatura y conceptos como cantidad, calidad, relaciones y compromisos. En la cena discutieron y se bebieron todo el vino, todo el vodka y todas las botellitas de la colección de viajes aéreos de los padres de Albert, que terminó por romper los papeles escritos por Albert en su misma cara, dando paso a una pelea llena de patadas al viento y puñetazos de 180º. Faltaba buhardilla para tal coreografía, así que la cosa acabó con la destrucción de gran parte de los bienes materiales de Albert.


Tras seis días de trabajo duro, amargo y lleno de bloqueos y discusiones, inseguridades y disensiones, solo pasaban la criba de la cena unas 60 páginas. Las 60 páginas de Albert y la saga familiar de los Calafell-Balasch. Albert iba notando que su presencia en el proyecto iba menguando conforme pasaban los días y que por más intentos de plasmar en el papel algo de valor y con sentido, la historia ya se había alejado de él y ahora pasaba los días corriendo tras algo que se iba haciendo allá a lo lejos en algún punto neblinoso que, encima, solo existía en la mente de Albert. Ese día, tras leer una vez más los avatares de la vida de los Balasch, decidió ocuparse de los recuerdos de la prima Sylvia asociando así su pasado con el de Gabino Calafell y sus hermanas un poco antes de las revueltas que unieron definitivamente los destinos de ambas familias. Era lo único que podía hacer: sucumbir ante la evidencia de la derrota y someterse antes de ser echado por la borda de un barco que, al fin y al cabo, igual no se hundía.


Tenemos que hablar... La evocaciones literarias por más vulgares y simplonas que fueran distrajeron la ya de por sí mediocre capacidad de atención de Albert, que solo volvió a la realidad de la desconsolada mesa de la buhardilla tras la puesta en efecto del método tradicional de la patada y el grito. ¿Dónde tienes la cabeza? Nada, nada. Es como si alguien dice se abre el telón y te esperas un chiste . ¿Qué esperas?, ¿un chiste? No, no. Dime, Albert. Te escucho (reminiscencias frasierianas y disimulo). No puedes determinar así el futuro de Sylvia. Me coartas las posibilidades de darle hijos. No puedo caminar libremente el presente de mis personajes si les vas castrando, matando o metiendo a monja. No sé si me explico... No, no te explicas, Albert. Como poder, puedo. Así que no veo dónde vamos. ¿Quieres negociar las decisiones de los personajes o las mías? Yo me adapto a las páginas que ya se han escrito, no puedo matar en el pasado a alguien que en el presente está vivo. Y lo de la caja de zapatos... Pues ya lo tienes, una caja de zapatos con las cartas, las fotos y los momentos necesarios para hacer coherente algunas de tus pifias...
¡Oh, no! Con lo bien que iban... Aquella noche, la noche número 10, con el champán en la nevera por haber llegado a la página 100, con la sorpresa de tener un posible editor para la novela, como si no tuviera ya bastantes problemas, tendría que volver a partirle la cara a Albert con el retraso en sus planes que eso conllevaba cada vez.
Hay que reconocer que con la práctica se daban cada vez mejores golpizas. En urgencias, uno con un diente de menos y el otro con un esguince por una mala praxis al dar una patada, se acomodaron como pudieron entre un gitano encocado y una chavalas con problemas de género (?), el azul sofá de eskay de la sala de espera, atestada, no era más incomodo que sus propios sofás. La enfermera Sabrina estaba buena y no daba crédito. ¿Cómo se llevan ustedes ahora tan bien? Los hombres resolvemos así nuestras cuitas... Y una vez resueltas, todo es camaradería. Hay que anteponer las necesidades del Proyecto, Bella Sabrina. Usted, por un casual, ¿no tendrá teléfono? ¿El "proyecto"?, interrumpió Albert. ¡Sí! !Calla, Albert! La primera norma de nuestro proyecto debería ser no hablar de él. Oh, vale. Deberías haber hablado de esas normas antes de joder... Sabrina iba cosiendo el labio de Albert, no tan sorprendida como era de esperar. Y Albert, viendo que había cierto dolor en la expresión de su compinche literario, lo intentó distraer con las buenas nuevas: Casi tenemos editor. ¿Y eso?, dijo (muy mal por la condición de su boca inflada) Albert. Sí. ¿Sabes?, Albert dejó el mundo de la enseñanza y se pasó al editorial... La cara de Albert era un poema que destrozar con una buena crítica. Vamos, vamos, no seamos tan hipócritas: ya sabemos que el cinismo se puede evitar en Literatura; en la vida, no hay escapatoria ni dignidad. Eso es una verdad como un templo, apostilló Sabrina, que estaba buena pero no era tonta.


Resultó que Adita fue lesbiana durante un tiempo y que Lluis no lo supo hasta que el extranjero aquel publicó su reportaje sobre la familia. La importancia del caso era relativa. Lluis no percibía a Ada diferente, no se sentía distinto junto a ella, sobre ella, lejos o cerca de ella. No le pesaba menos el anillo y no pensaba en aquel pasado con excesivo desagrado, la verdad. Pero, respecto de su propia imagen, sí se percibía una especie halo de patetismo y cierto escozor que se acentuaba con el mero recuerdo de la existencia de familiares y conocidos. Era un apellido que no admitía sorpresas, concedió Albert. Pero el ver tan jodido a Lluis no le disgustaba. Se estaba acostumbrando a las putadas de Albert y, en este caso, la idea de Adita con Sylvia en la cama de los padres de Gabino seguramente ayudaría a seducir a Albert, que no tenía muy claro que aquello fuese publicable. Entiéndelo, Albert, --había dicho el muy gilipollas--, ahora que no tengo nada solo me queda mi prestigio literario,
El problema de fondo eran las discordancias. Habría que prever un tiempo de revisión y encima Sabrina no paraba de venir cada noche con comida y bebida y escotes y sarcasmos y retórica hospitalaria y, claro, distraía. Albert, encantado. Cada noche echaba un polvo y se estremecía. Pero Albert se estaba cansando de tanta intromisión y descuido. ¿Era Sabrina ahora parte de algo que no tenía nombre ni nunca estuvo acordado?

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