La idea se la dio una película, mientras saltaban a sus ojos las chispas. El viento traía gotas de fuego que morían en el parabrisas. Antes había cientos de insectos en el camino. Saltó una alarma de Cisco y pulsó algún botoncito del volante. Aún usaba botones. Aún le gustaba cambiar de marchas y echar gasolina y mirar viejos mapas de carreteras, aunque todo estuviese ardiendo. Con Cisco no podría actuar como le diese la gana. Una voz dio unas directrices y una cara apareció en la pantalla. Nos recordaba lo que sabíamos que pasaría en unas horas. Tanta parafernalia, tanto horno crematorio, tanta violenta interrupción, tanto control de voz enlatada. Había que volver, cambiarse de ropa, activar el cercado y cumplir las normas. Por fin, calló la voz y se apagó el monitor, como si el botón tuviese algo que ver. Giró el volante y el coche desobedeció. Nada era tan desconcertante como el bosque desmoronándose, derritiéndose, lápices de fuego tras el borroso ruido. A la vez precioso, festivo, hermoso y aterrador. El fuego arrebatador, hipnótico. Destrucción. Nuestras cabezas giraban conforme todo quedaba atrás. Más pequeño, negro y rojo, naranja y dentro amarillo, brillo que salpica el camino ignífugo que nosotros solíamos transitar. Mientras, raudas sirenas se nos cruzaban aullando de dolor. Su lógica hablaba del regalo que me acababa de hacer. Que lo había visto en una película. Romántica. Además.
sábado, 19 de octubre de 2024
viernes, 11 de octubre de 2024
Fantasmas
Se libró del silencio de mi mano, revolviendo en la bolsa el caos minimalista, como en busca de algo. Quién sabe. No pregunto. Nunca. Nada. No me interesa la respuesta. La explicación es siempre el principio de algo. Además, estábamos llegando. De todas formas, la mano se me quedó ahí colgando, sola, sin objetivo. Como un soldado de Terracota en mitad del desierto del Gobi. Se quedó quieta y estúpida en la misma posición. Como ofreciéndose, ofreciéndole una segunda oportunidad a, supongo, su mano. Oportunidad que ninguno deseaba. Su casa estaba en la misma acera estrecha donde yo había subido mi coche para poder aparcarlo. Las costumbres locales pueden ser incómodas. La gente debe caminar de lado pegada a las paredes y muros o, heroicamente, por la calzada. Y los conductores pasar las gimnasias obvias para salir por la puerta del copiloto. Barrios no aptos para obesos o viejos reumáticos, ni adeptos a norma alguna. Sitios con tradiciones donde el uso, ley consuetudinaria, moldea, cual enredadera silvestre, absolutamente todo. Mi mano seguía tibia, semiabierta aún. Un satélite del cuerpo equivocado, ajeno a la bifurcación de nuestros invisibles hilos de energía, mientras nos separábamos en silencio. Lentos, solemnes en nuestro buscar entre el manojo cada uno la llave precisa, con peso de llave y forma de llave, que abriese la puerta correspondiente. Un viaje en el tiempo. Tuve que conducir como pude. Me alegré de no ser zurdo. Mi mano, tránsfuga, ya suya, se había quedado allí, en su puerta, en su acera, como un fantasma del barrio.