viernes, 11 de octubre de 2024

Fantasmas

 Se libró del silencio de mi mano, revolviendo en la bolsa el caos minimalista, como en busca de algo. Quién sabe. No pregunto. Nunca. Nada. No me interesa la respuesta. La explicación es siempre el principio de algo. Además, estábamos llegando. De todas formas, la mano se me quedó ahí colgando, sola, sin objetivo. Como un soldado de Terracota en mitad del desierto del Gobi. Se quedó quieta y estúpida en la misma posición. Como ofreciéndose, ofreciéndole una segunda oportunidad a, supongo, su mano. Oportunidad que ninguno deseaba. Su casa estaba en la misma acera estrecha donde yo había subido mi coche para poder aparcarlo. Las costumbres locales pueden ser incómodas. La gente debe caminar de lado pegada a las paredes y muros o, heroicamente, por la calzada. Y los conductores pasar las gimnasias obvias para salir por la puerta del copiloto. Barrios no aptos para obesos o viejos reumáticos, ni adeptos a norma alguna. Sitios con tradiciones donde el uso, ley consuetudinaria, moldea,  cual enredadera silvestre, absolutamente todo. Mi mano seguía tibia, semiabierta aún. Un satélite del cuerpo equivocado, ajeno a la bifurcación de nuestros invisibles hilos de energía, mientras nos separábamos en silencio. Lentos, solemnes en nuestro buscar entre el manojo cada uno la  llave precisa, con peso de llave y forma de llave, que abriese la puerta correspondiente. Un viaje en el tiempo. Tuve que conducir como pude. Me alegré de no ser zurdo. Mi mano, tránsfuga, ya suya, se había quedado allí, en su puerta, en su acera, como un fantasma del barrio.

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