―¡Ajá!―, dije, jodidísimo.
―¡Te dije que cerrásemos con llave!―, añadió el maléfico puritano.
―Michel, hombre, no seas borde, es un compañero y puede disfrutar de nuestros cigarros y nuestra charla...
Allí estaban los malditos. En una sala divina, diáfana y bien decorada. Un salón de estar con varios sofás floridos de relajantes rosas y beiges y una barra americana con bancas altas que dividían la estancia de la enorme y mejor equipada cocina Plankblaunt. Ellos, sentados en torno a la cocina vitrocerámica con el extractor encendido para absorber el humo de los Habanos, deferencia seguramente de los falsísimos cubanos, se regodeaban en su fumar y charlar y confabularse contra mí mismo. Entre ambos, sobre la vitro, un ingenioso cenicero de Jabba the hutt, ancho, asideros y con tapa. ¡16! Los americanos habían estado aquí, al menos 16 veces! Cuestión interesante que podría ocupar mi mente, ¡si no, estuviese tan ofendido! ¡Oh, Dios! ¡Cuántos misterios te guardas en la manga y qué pequeño me siento y qué ganas de reventar a Michel y escupir a Yuri! ¡Oh!
2 comentarios:
Pero esa cocina es...¡divina!
de la muerte!!
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