domingo, 8 de septiembre de 2024

Las moscas de septiembre


Incluso cuando no quedó papel y las pantallas fueron destruidas, se creaban y recreaban,  transmitían y retransmitían ordenes, organizaciones, leyes, horarios, educaciones, adoctrinamiento. 

Descubrieron un entero continente deshabitado.  Lo mantuvieron en secreto por generaciones, hasta que, sin hacer ruido, se marcharon. Algunos cometieron el error de mantener el contacto. Amaban a sus padres, tenían amigos. Otros, menos cariñosos, fueron igualmente localizados. No por otro afán que el mismo que tuvieron César o Alejandro, imagino, por más que los reservados emigrados se pusieran paranoicos. La civilización es imparable. Y los lugares recónditos dejaron de serlo, sus habitantes (re)conocieron antiguas prohibiciones, tuvieron vecinos y recibieron mensajes de autoridades importadas.

Un buen día hubo inauguración y otro, también bueno, elecciones y otro, procesiones y otro, reparto de tareas y otro, impuestos y otro, multas. Un gato gris mordió la mano de una inocente acariciadora.  Los gatos grises nunca volvieron a recibir caricias y la mujer fue indemnizada, vacunada y consolada públicamente. Nadie volvió a mirar siquiera a un gato gris. 

Entre tanto desagradecido felino, casi no se notó que nuevamente algunos colonos movieron sus vidas hacia tierras vacías, alejadas. Lugares fríos, inhóspitos. Con luna siempre alta. Lugares oscuros, peligrosos e indeseables.  Los acompañaron los gatos. Sin invitación. 

Solo ganaron tiempo. Llegaron a envejecer un poco. Tuvieron algún hijo al que no quisieron poner nombre. Lo llamaban hijo y venía hasta que no venía y seguían a lo suyo, luchando contra las inclemencias del clima y las incomodidades y la fauna asesina. 

Sonaron trompetas y tambores lejanos. Siguieron con sus extrañas vidas, ajenos los unos de los otros. Desnudos y vestidos, comiendo manzanas, patinando hasta caer, borrachos, graznando. No hubo ni un funeral. Hasta que llegaron. Instalando farolas, haciendo censos, arreglando los caminos, repartiendo pan y abrigo, instalando paneles protectores, ahuyentando bestias letales. La civilización contagia  inoculando procedimientos homogéneos, tiempos para despertar, para comer,  para leer o no leer, para salir, cerrar, abrir,...  Los de allí se negaron. Cerraron sus puertas, desclavaron carteles, rompieron cercados y alambradas, cortaron cables, liberaron animales. En pocas palabras: aceleraron las cosas. Inevitables policías vinieron raudos, cada día nuevas normas, cárceles, muros, nombres para saber quién era quién. No fue fácil, pero los hombres no pueden negar su responsabilidad civilizadora. Construyeron lugares para encerrar peligros. Hubieron de inventar nuevas formas de orden, trajeron sabios para comprender actitudes alteradas, salvajes, inhumanas al fin. Los inadaptados fueron capturados, estudiados, clasificados y metidos en cómodos sitios seguros, con sanos horarios y sanas rutinas, sábanas blancas y televisores, muros altos y uniformes planchados. 

Los gatos fueron testigos, tuvieron cónclaves. Decidieron, con la excepción que confirma la regla, ser, estar y parecer monísimos, adorables, limpios y encantadores, posar para cada foto, dejar de arañar y morder y ser silenciosos y cautos. Incluso dejarse castrar. Pasarse el día durmiendo, fingiendo. Solo en la noche vagar por las calles, cazar, pelearse, pintar paredes con mensajes vandálicos y anarquistas, maullar en las ventanas del manicomio códigos secretos, volcar cubos de basura, cambiarse con los gatos de otros barrios. Ser libres hasta el amanecer