Sentado en la arena contó hasta 30 rayos en el horizonte, mientras violaba la prohibición de fumar en la playa. La noche era agradable, fresca, húmeda, algunas gotas, un poco de viento, la tormenta acallando de tanto en tanto la música de fondo del concierto que cerraba la temporada. Ahora volvería a seguir, socializar, hablar, beber, bromear, compartir confidencias, dar opiniones, enamorarse, enfadarse.
A unos kilómetros, la expersona rara llevaría acostada y, probablemente, dormida unas 3 horas. Soñaba que, de algún modo, en la distancia, burlando con valor la orden de alejamiento, hablaba con él. Lo convencía para hacerse con un móvil más adecuado a esta época y, poco a poco, integrarse en el mundo de las redes sociales a las que él despreciaba injustamente. Qué mejor red social que en la que estaba. Y es verdad. Pero ella seguía. Las ventajas eran muchas, podía acceder a información rápidamente y gratis, leer montones de chistes, aforismos, opiniones, conocer más gente; en un día malo, discutir con desconocidos sin más problemas; en uno bueno, opinar a los cuatro vientos y sentirse, digamos, conloado. Muchos argumentos que vivirían únicamente ahí, en la bruma del vacío, infinitamente olvidados, cuya única meta sería virtualizarlo y meterlo en su teléfono. Miraría allí, en lugar de contemplar la puesta de sol, en vez de acabar un libro, mientras iba al cine con alguien sin nombre. Como tenerlo siempre cerca, como sentarse a su lado y mirar lo que ve. En una pantallita. Ahí secuestrado.
Al final del sueño no se sabe lo que pasa, seguramente él se da cuenta de que es ella y llama a la policía, o súbitamente le explota el corazón mientras él se hace el interesante como si nada, o resulta que el de la niebla es otro. Tendremos que conformarnos con la intuición de que la cosa no traspasó el mundo onírico y nadie convenció a nadie de nada, y ella no existe, y él cerró exitosamente el bar mientras otros dormían.
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