La idea se la dio una película, mientras saltaban a sus ojos las chispas. El viento traía gotas de fuego que morían en el parabrisas. Antes había cientos de insectos en el camino. Saltó una alarma de Cisco y pulsó algún botoncito del volante. Aún usaba botones. Aún le gustaba cambiar de marchas y echar gasolina y mirar viejos mapas de carreteras, aunque todo estuviese ardiendo. Con Cisco no podría actuar como le diese la gana. Una voz dio unas directrices y una cara apareció en la pantalla. Nos recordaba lo que sabíamos que pasaría en unas horas. Tanta parafernalia, tanto horno crematorio, tanta violenta interrupción, tanto control de voz enlatada. Había que volver, cambiarse de ropa, activar el cercado y cumplir las normas. Por fin, calló la voz y se apagó el monitor, como si el botón tuviese algo que ver. Giró el volante y el coche desobedeció. Nada era tan desconcertante como el bosque desmoronándose, derritiéndose, lápices de fuego tras el borroso ruido. A la vez precioso, festivo, hermoso y aterrador. El fuego arrebatador, hipnótico. Destrucción. Nuestras cabezas giraban conforme todo quedaba atrás. Más pequeño, negro y rojo, naranja y dentro amarillo, brillo que salpica el camino ignífugo que nosotros solíamos transitar. Mientras, raudas sirenas se nos cruzaban aullando de dolor. Su lógica hablaba del regalo que me acababa de hacer. Que lo había visto en una película. Romántica. Además.
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