jueves, 22 de agosto de 2013

El don de la cena

Está aquí sin hacer nada, solo meciéndose levemente al compás del viento y observando el baile de las hojas de los enormes árboles que conforman el paisaje que tiene justo enfrente, árboles sin nombre, cada uno distinto del otro por pequeños detalles en los que se sume y por los que se aleja.
Se llama Amanda, mas no recuerda sus apellidos. Se sienta en un sillón de mimbre o en una mecedora de madera lacada, resguardada en la terraza de entrada de un imponente edificio de ladrillo rojizo que está como incrustado en medio de una serenidad de montañas. La palabra que le viene a la memoria es valle. Valle podría ser un apellido, una clave, una sugerencia de sí misma...
Qué hace durante todos esos días y todas esas horas, cuyo escenario cambia apenas, tal y como cambia su atuendo de rebecas de hilo fino o de lana gruesa y vestidos de colores suaves y toreritas. Qué hacen los otros, en otros lugares, con otras vestiduras, en otras circunstancias, sabiendo los nombres de los árboles y las estrellas. Las insignificantes palabras que ocultan el significado de las cosas...
El verano había transcurrido entre una huida de la confusión y el esfuerzo titánico del autor americano llamado Wallace y el asomarse a Oriente con Mo Yan... Mo Yan dejaba testimonio de forma natural y generosa de un tiempo que quedaba atrás calladamente, olvidado y desconocido, cruel como todos los tiempos... No es tan distinto el miedo, el equívoco, el rodeo que unos y otros dan en pos de contar lo que necesitan contar; pero qué distinto el resultado. Y que claro el uno y qué dolorido y confuso el otro, y así siempre unos hombres sobre otros, como escondidos allí mismo entre la sombra de los abetos.
Pero... ¿es esa ella? ¿Es Amanda quien lee y quien piensa, al borde del bosque, rodeada de yedra? Si Amanda a duras penas sale de la mecedora para recibir el don de la cena... Si Amanda no sabe cómo se desviste y no sale del verdor o el ardor de las yemas que surgen de la arboleda... Amanda no morirá preguntándose dónde estuvo ni dónde está, Amanda sencillamente se evaporará... Y cuando el ratón deje de roer el pensamiento, ¿quién sabrá que fue de la lectura ardua y escueta, olvidada y triste, de la muerte y la pena?
Recuerda a Pedro Páramo (porque la muerte siempre es la Muerte) y, después, a Faulkner; la historia de las desdichas de mundos concretos contada de forma genial; así, se aleja de relatos con atisbos de una imaginación frondosa, donde lo fantástico queda destrozado por una prosa cansina y deficiente... Pero ¿qué hay de Mishima? No es imposible traducir con belleza y cierta eficiencia un texto brillante de aquellas latitudes. Toma aliento cada vez con más trabajo; así como llegaba Carpentier, en una voz única y difícil, plena de detalles que resonaba en su cabeza, entonces tan densa, ahora tan llena de lagunas. Y sin venir a qué, anoche mismo, la versión de Menéndez Pelayo de Macbeth. Empieza el baile del viento y las hojas y los ojos de la noche la miran de soslayo en la hora en que lo que se evoca, se solidifica... 
La mujer sale dejando salir con ella un calor doméstico, olores mezclados y un murmullo ajeno al bosque y al lago. Carraspea para hacerse notar, no querría sobresaltarla.
-Amanda, la cena está servida... Hay una sopa de picadillo... para sus manos que están heladas. ¡Y Lubina al horno de segundo! No se quejará, mi amiga; sus manos están heladas... ¿Quién sabe qué trama usted aquí fuera tantas horas con la mirada perdida? Vamos, vamos, ¿es que nunca siente frío? Además, hoy de postre tengo un poco de Flannery O'Connor vívida y destilada... Vamos, Amanda, parpadee, ¡que el hambre no deja atrás ni a las arañas! Una no se puede pasar el día mirando las montañas. Hay que comer. ¡Picatostes, Amanda!  Regáleme una sonrisa, que es lo que merece tamaño banquete... Démonos prisa, que los demás están ya en la mesa y, como no nos andemos listas, se acaban también su plato, ¡que esos sí que tienen hambre!