miércoles, 29 de septiembre de 2021

Un miércoles de mayo

De viaje a Benalmádena, nos desviará un señor estupendo disfrazado de Guardia Civil, tomaremos una comarcal inexistente y llegaremos 38 minutos tarde. No habrá aparcamiento. No será allí donde vamos. No sabremos, a la postre, quién era el que conducía y a quién culpar por el choque absurdo contra una pared imaginaria. Aterrizaremos en el local del Ateneo, despeinados y confusos, sin saber cuál de nosotros era el invitado y nos sentaremos todos en la mesa de los novios. Alguien alzará la copa. ¿El padrino? Seguramente. Nos preguntarán si queremos ser algo, para bien o para mal, el resto de nuestras vidas y diremos unos que no y otros que sí. Será raro. Pedirán, desconocidos elegantes, que nos besemos; pero seremos muchos, incluyendo al presidente del Ateneo, la jefa de protocolo del Ayuntamiento (el alcalde estará con COVID, otra vez, el pobre) y otra gente, además de todos los que íbamos en el coche. Nadie sabrá a quién besar. Somos, además impares, así que a uno le tocará besar al micro o bailar. Opta, sabiamente, por bailar. Después, la tarta. Irá muy bien. Estará rica. Nadie dirá nada del discurso de la novia (yo) que versaba sobre la morfología histórica del sustantivo en español y la moción de género. Es normal. Mi apabullante maquillaje y el vestido de conchas rosas del mediterráneo sudamericano dejará a todos sin palabras. La vida no nos dará más que alegrías, excepto por la caravana, el accidente de tráfico, la multa, el arresto domiciliario póstumo y algún empacho. Mayo es maravilloso y los miércoles traen suerte. Diría que es lo mejor que me pasará; pero, claro, diez reencarnaciones dan para mucho y he de valorarlo. Ya os diré cuando pase. Gracias, porvenir.

sábado, 25 de septiembre de 2021

Dos tazas

Mientras yo me quejo y me duelo por cosas no tan tontas, pero igual algo egoístas, todo el mundo anda durmiendo la siesta, aprovechando sobremesas, haciendo el amor. Otros, en la playa, erre que erre; otros, leyendo para el lunes ser los mejores; otros, siendo buenos hijos, buenos padres, buenos nietos. Pues bien, yo repaso las guías docentes, repaso apuntes, acaricio mi Quijote y apuro el sábado silente y sola frente a la pantalla de un ordenador que debo al Área de Lengua Española de la UMA (gracias, Paco). Me siento como cuando era chica y no podía esperar a que empezara el curso, olisqueando los libros e inquieta, aburrida, culpable por aburrirme, rara, oyendo a lo lejos a Pepito Grillo AKA mi madre, que me regaña por no “divertirme”. 40 años después, lo mismo. Sin mi madre aquí al lado, por suerte o por desgracia, aunque su voz atronadora y sabia me exigía aprovechar la vida y dejar los libros, y aquí sigue. Me refugio en esos recuerdos para no lamentar ser tan previsible, tan adicta al juego de aprender, a los manuscritos, al olor del papel viejo (que, en realidad, es polvo entre las páginas), a la silla, al boli y al lápiz, al papel pautado. Añoro cada minuto del porvenir cercano y es que aún es sábado y, soy humana, voy a ver a amigos después y olvidarme de mí y centrarme en las cosas que me tienen que decir, pero, aún así, añoro el lunes. Un lunes nuevo. Siempre un primer día del año para mí. Mi Año Nuevo. Hoy estamos así como en la Noche Vieja, así que en un rato, me pongo de gala y me saco unas uvas, aunque nadie entienda nada en el restaurante donde vamos a hablar y hablar de cosas de ellos, que las mías son estas y ya las he hablado.

Epístola al anónimo de siempre ( o a una nueva, que no me lo creo ni yo...)

Como entre todas mis virtudes, la de la pereza se lleva la palma, una de las cosas que no hago es asistir a casi nada a lo que no me empujen obligaciones contractuales por las que soy recompensada económicamente. Así que no voy a presentaciones de libros, homenajes, citas culturales súper originales (sí, lo sé, se escribe junto), tertulias, conciertos y un sinfín de ocurrencias que la gente tiene para reunirse y echar un rato, haciéndose (o no) los listos. A veces, por la propia vaguera de no decir que no, aparezco a una graduación de alguno de mis hijos sin mucho entusiasmo. Tantas puestas de largo, tanto celebrar nada... En fin. Cosas de esas. La excepción que... Eso. Dicho esto, sí que leo algunas de las cosas que me mandan jóvenes ingenuos, poetas en ciernes y otros no tan jóvenes ni tan poetas. La cosa es que de vez en cuando me da un puto vuelco el corazón. Yo ya no escribo justo por eso. De repente, sin levantar medio palmo un alguien compone maravillas de claridad deslumbrante y me jode el día o peor. Y eso ha pasado recién. Me dice un anónimo masoquista que escriba algo. Hombre, si no es más que eso, vale. Aquí escribe todo cristo y no pasa nada. Otra cosa es que lo que me pida sea que cuente algo, que pergeñe un relato, que me saque de la chistera un poema que no dé arcadas. Por ahí no paso. Este ya no es mi tiempo ni este es ya mi sitio. Hubo un sitio, distinto de este, que sí fue mío. Allí, me subí un buen día a un barco y disfruté de los gozos de pecados sin nombre. Otra vez, esas cosas pasan, se me arponeó desde un barco y salí como pude viva y bien masacrada. También me pasó que vi montañas de piedras azules y sentí una punzada de felicidad y amor que ya apenas recuerdo. Ahora me dedico a llenar cajas de cartón con recuerdos y ropa que se me han quedado pequeños o grandes y cuya ausencia es, al mismo tiempo, un alivio y una mierda, pero, siendo consecuente, las doy a alguien para que las aleje de mí y poder dedicarme a nada en la felicidad, la tranquilidad y la libertad que te regala no tener pasado ni futuro. La cópula para mí es ser, estar y, sí, parecer, sin mucho más que sintaxis de antigua escuela. A ver, no es que no tenga nada que decir. El que me conoce sabe que no paro de hablar y, a veces, con sentido y casi gracia. Pero los contrargumentos pesan más que yo y pasan los días, las semanas, los meses y las pandemias, las riadas de agua y lava, las generaciones de estudiantes, las jubilaciones de compañeros, los entierros de familiares, la compra, la colada, la relectura de Mio Cid, los mapas lingüísticos que esconden mil tesoros, las cartas de Octavio Paz, las intimidades de gentes de hace tres siglos o más, Christóbal y Valle, Juan de Dios, sor Dolores, Antoñico y su mal carácter, el cólera morbo, la mano del conde y el carbunco, el principio de curso, las visitas médicas,... todo, todo lo que es mi vida y, en lugar alguno, hay sitio para mí, tal como lo hubo. Y no es peor. Ni importa, obviamente. Ocupo espacio, eso es cierto. Sirvo para cosas, eso también lo es. No es poco. Que el tiempo es como un árbol milenario con raíces que se pierden en el centro de la tierra y se clavan en el corazón del planeta, como intentando decir algo a un trozo de piedra que da vueltas y vueltas, es un hecho. Otra cosa es que, para alguien que no sabe si trae más suerte un elefante con la trompa hacia arriba o un búho esculpido en piedra caliza, dé igual al tacto un zafiro o un soldado de Terranova y solo se conforme con no perder el sentido del tacto y seguir en esta parte del planeta sin molestar mucho, tendida panza arriba emulando a aquellos griegos inmortales a los que todo se la sudaba mucho.