miércoles, 29 de septiembre de 2010

Borrada de la historia

Cesárea Tinajero.
Barrida por el tiempo. Desaparecida.
Si cambió la vida de aquellos que la conocieron, si provocó que las cosas se hicieran de otro modo, que la poesía fuese diferente, que alguien cambiase el paso y lo dejase cambiado, no lo sabremos.

Fue joven y murió, y fue olvidada.
Alguna vez una muchacha que camina por una calle quizás del D.F, quizás de Santiago de Chile, quizás un camino de Granada, quizás una carretera de Belgrado, solo se evapora. Puede que durante unos segundos allí quede un zapato sin tacón barato pero bonito. Después el zapato también se va a ninguna parte. Y todo lo que esa muchacha fue se olvida, todo lo que escribió, todo lo que dijo e hizo se evapora también. No queda ni la memoria de su existencia. Ni una huella, marca o vestigio de su paso por esta tierra.

 

domingo, 26 de septiembre de 2010

De lo que ocurrió a A. B. Dwffierttt (y V)

Rosencrantz y Guildenstern no habían muerto, ni siquiera habían desaparecido. Hartos de esperar un relevo que nunca llegaba, se avinieron con el excapitán, Sir Fletcher Christian, que esperaba cualquier fisura en los rebeldes para recuperar su estatus y volver a llevar las riendas de la situación.
Así, Christian, con la inestimable ayuda de un grupo de alienígenas ultraconservadores y los decepcionados Rosencrantz y Guildenstern, había urdido un malévolo plan para regresar a la Tierra y lograr que juzgasen con contundencia al infame Liechtenstein. Ese guaperas.
Aquella mañana, Asttrud se encontraba tan ricamente hinchándose de café con galletas cuando oyó un tumulto que procedía del exterior de la nave. Con toda seguridad aquellas eran las voces del capitán y el segundo y las de algunos otros hombres de la tripulación. Algo decían sobre partir de inmediato o no partir en absoluto, quedarse en Ha Waiino con una tal Asperionisa y ser juzgado por un tribunal militar. La verdad es que era muy difícil entender nada desde un lugar tan recóndito y masticando aquellas crujientes galletas. Asttrud en un gesto inaudito se dirigió a una escotilla cercana con intención de ver qué ocurría y a qué se debía tamaño escándalo. Una vez que quitó el polvo acumulado en el doble cristal reforzado de la escotilla con el dorso de su anca, nuestro amorfo E.T. pudo ver cómo un par de humanos muy desaseados prendían violentamente al bellísimo Liechtenstein y a otro oficial que no llevaba las vestimentas reglamentarias pero al que reconoció igualmente. Un grupo de alienígenas ayudaba a estos hombres tan sucios mientras el excapitán se dedicaba a dar órdenes a unos cuantos tripulantes que se internaron en la zona urbana al parecer para capturar a otros oficiales desleales que andaban por ahí ayuntados con las nativas.
Al cabo de un par de horas, estos regresaban victoriosos con varios hombres maniatados y, por fin, todos juntos entraron en la Bounty.
Una humareda había empezado a manar de debajo de la nave, por lo que Asttrud coligió que estaban a punto de despegar. Entonces pudo ver --gracias a su magnífica vista andromedina-- cómo el capitán daba un recompensa material al que parecía el cabecilla de los extraterrestres colaboracionistas que, acto seguido, se perdió en una espesa niebla. Tras unos minutos, la Bounty II despegaba y en una única maniobra, sutil virguería, salía de la órbita de Ha Waiino con suavidad y elegancia.
Todavía con las migas de las galletas pegadas en el ectoplasma, Asttrud notó como entraban en hipervelocidad y tuvo que asirse a un perchero que adornaba el pasillo C de popa para no caer de bruces.

**

Las dos semanas de viaje hasta la tierra no fueron precisamente tranquilas.
Los trece amotinados estaban retenidos en la bodega Alfa y eran vigilados irónicamente por Rosencrantz y Guildenstern a los que siempre tocaba bailar con la más fea y que recibían docenas de insultos de los prisioneros. Nadie se explica muy bien cómo el astuto Sir Fletcher Christian sabiendo la tendencia a transfugarse de estos dos les confíó tan delicada misión. Pero así fue.

Entre los tripulantes había mucha desconfianza pues algunos habían seguido a Liechtenstein en el motín aun cuando después lo negaron vehementemente. El capitán hacía como que no le importaba si bien todos sospechaban que guardaba gran rencor a todos los insurrectos y en cuanto llegasen a la Tierra se la iba a jugar bien jugada. Ese miedo iba creciendo entre los hombres a bordo, mientras se recuperaba el contacto con las autoridades terráqueas.

Para el 31 de agosto, Christian ya había notificado por radio a las autoridades terrícolas la situación, omitiendo claro está el modo en que se habían deshecho de los molestos alienígenas y que había que agradecer a Liechtenstein. Oyendo una de las comunicaciones por radio con el Mando Militar, Asttrud se hizo consciente de su suerte: Volvían a la Tierra, ese detestable lugar, y en esta ocasión sin trabajo, ni casa, ni permiso de residencia, ni un solo papel en que parapetarse en aquel mar de diligencias, licencias, sellos, formularios y registros varios; aquel océano absurdo de burocracia que ya lo absorbió una vez.
Pobre Asttrud, se desanimó tantísimo que decidió salir a dar un paseo por la Bounty para distraerse de esos negros pensamientos. Y de modo inconsciente fue a parar a la zona de carga y descarga del Puerto Alfa en donde retenían a los insurrectos de Ha Waiino, como ya los llamaban todos.
Por una vez nuestro amigo de Andrómeda tuvo una idea propia, algo descabellada, pero poética. Se aproximó y ayudó a escapar a Liechtenstein a quien no podía quitar ojo mientras desataba no sin dificultad, al carecer de dedos. Carl, agradecido y encantadoramente desaliñado, prometió a Asttrud que saldrían airosos de aquel impasse.
Ya libres, los 13 hombres y el extraterrestre se internaron en la nave haciendo acopio de todos los cuchillos, tenedores (descartaron las cucharas, Asttrud no entendió por qué) y cualquier objeto puntiagudo susceptible de hacer daño que encontraron. Se preparaban para tomar la nave. Entonces, Liechtenstein les aclaró para evitar posteriores malentendidos que no tenía ni idea de cómo proceder después. Advertidos quedaban.

En el puente el comandante de la nave daba instrucciones al eminente piloto, Edward Summerset III, de 34 años de edad y nacido en un paraje semidesértico del Norte de Europa llamado Escocia. Summerset lo escuchaba cabizbajo pues sus simpatías siempre estuvieron con los rebeldes, aunque lógicamente se debía a su misión, su vocación, bajo el mando de quien fuese.
Sir Fletcher Christian fue sorprendido, en aquel mismo instante, por la presencia de Liechtenstein y sus hombres entre los que, de nuevo, estaban Rosencrantz y Guildenstern que empezaban a parecer unos chaqueteros.
Los rebeldes intentaron tomar el mando y controlar la nave por la fuerza pero los tripulantes no se lo pusieron fácil. La situación derivó en un violento altercado que acabó por accidente con la vida de Edward Summerset III y dejó a la nave sin piloto. La escaramuza se prolongó desde el día 1 de septiembre al día 3 de septiembre. Durante aquellas casi 72 horas, la Bounty, en piloto automático, se había aproximado a la Tierra y se encontraba ya cerca de su órbita.

Como llevado de un fatal presentimiento, Liechtenstein intentaba desesperadamente llegar a la cabina, para poder dar media vuelta y, si el combustible era suficiente, volver a Ha Waiino. Sin embargo, Christian se había hecho fuerte en el puesto de mando y, ahora, pilotaba osadamente la Bounty, a pesar de no tener ni idea de cómo conducir una nave espacial.
Asttrud se dirigió a Liechtenstein y le habló, quebrantando el juramento hecho al inicio de esta aventura. Le explicó que había preparado una cápsula de emergencia para, en caso de necesidad, evacuar la nave antes de aterrizar y ser detenidos por los militares que debían de estar ya esperándoles. Liechtenstein no era partidario de abandonar a sus hombres, pero tras reflexionar unos segundos, consintió en acompañar a Asttrud a la susodicha cápsula, donde esperarían el momento oportuno para pulsar el botón de eyección fácilmente visible en el cuadro de mandos de la pequeña nave, dado que era el único botón.
A las 09:45 del día 4 de septiembre de 2666 el capitán contactó con el Mando Estelar, desde donde le dieron permiso para aterrizar. 
En el mismo momento en que penetraron en la órbita terrestre, Liechtenstein pulsó el antedicho botón y cruzó los dedos abrazado a Asttrud.

La suerte y la impericia de Fletcher Christian quisieron que la nave entrase en la atmósfera terrestre a demasiada velocidad lo que provocó que se convirtiese en una enorme bola de fuego la cual acabó por impactar en uno de los edificios más relevantes del planeta, el Nuevo Capitolio en la capital de EAR (Estados Americanos Re-unidos), que en aquel momento albergaba la sede de Naciones Unidas, el FMI y la sede de los Gobiernos Americanos Re-Unidos y de la Commonwelth y que justo entonces acogía una importantísima cumbre internacional. Fue una debacle.
El caso es, y ahí quería llegar, que --como ya habrán deducido-- es absolutamente falso que aquello fuese un atentado de activistas radicales ecologistas, como entonces se dijo y hasta ahora se ha afirmado. El complot y la trama terrorista nunca fueron reales. Solo fue una nave espacial fuera de control a causa de un motín  volviendo de una falsa misión de transporte de alienígenas a Andrómeda. Nunca entenderé por qué quisieron ocultar la verdad y dieron una explicación tan inverosímil y absurda.


Finales alternativos...
En lo que ocurrió a Asttrud no se ponen de acuerdo los cronistas. Dos son las historias que se cuentan como ciertas. Las reproduzco ambas.
De lo que ocurrió a Asttrud (1)
Sobre lo que acaeció al pobre extraterrestre protagonista accidental y esporádico de esta historia hay una teoría predilecta en los ámbitos escolares de tradición europea.
Todos coinciden en que la endeblucha nave auxiliar se estrelló en el desierto de Arizona y posteriormente se incendió. Sin embargo, siendo la piel de Asttrud ignífuga y su cuerpo gelatinoso y abultado, resistente a todo tipo de golpes y aplastamientos, pudo salir de entre el amasijo metálico sano y salvo con Liechtenstein en brazos.
Es de suponer que cuando se dio cuenta de que estaba de nuevo en la Tierra, pensó en todas las aventuras que había vivido en los últimos meses, aunque en realidad pasó todo el tiempo metido en la nave robando comida y comiendo. Se sabe cierto que valoró volver a Barcelona donde conocía bien el mercado laboral y donde estaban los mejores restaurantes del mundo.
Hay también acuerdo en el hecho de que, con sumo cuidado, trató de despertar a Liechtenstein que estaba inconsciente y que había salvado la vida gracias a que las esponjosas carnes de Asttrud habían hecho las veces de gigantesco airbag. Se cuenta que cuando por fin Liechtenstein abrió los ojos, Asttrud lo besó tiernamente y se despidió de él con lágrimas cayendo por sus viscosas mejillas: "Siempre serás mi capitán", le dijo al oído y creyó ver cómo Carl ponía los ojos en blanco.
Tras esta traumática experiencia, Asttrud se ocupó como traductor en la ciudad condal y, mediante una agencia de contactos llamada siglo XXVII, consiguió una novia andromedina que también trabajaba de traductora y detestaba nuestro planeta tanto como él. Se compraron una casita muy coqueta en el Tibidabo, lejos de su antiguo barrio, y fueron tan felices como pueden ser los nacidos en Andrómeda.
Del bueno de Liechtenstein no se supo nada más.

De lo que ocurrió a Asttrud (2)
En la segunda teoría sobre este particular, se dice que Asttrud por poco muere en el choque y posterior incendio de la capsula contra el duro suelo desértico de Arizona, donde sin mucho sentido fueron a parar.
Sin embargo, como ya se indicó, la piel de Asttrud es ignífuga y su cuerpo gelatinoso y abultado resiste todo tipo de golpes y aplastamientos.
Tras el accidentado aterrizaje, Asttrud B. Dwffierttt salió de entre el amasijo metálico llevando en brazos a Liechtenstein que había salvado la vida gracias a que las carnes de Asttrud habían hecho las veces de airbag. Ambos estaban sanos y salvos.
En esta teoría, igualmente, Asttrud despertó con delicadeza a Liechtenstein y le besó tiernamente. Le dijo: "Siempre serás mi capitán", y creyó ver cómo Carl ponía los ojos en blanco, lo mismo que en la otra teoría.

Aunque era consciente de que sin casa ni trabajo ni documentación ni casi identidad lo tenía muy difícil en un mundo como el terráqueo, decidió volver a Barcelona y buscar empleo sin suerte.
Después de algún tiempo mendigando, viviendo en la calle y recibiendo los habituales maltratos a alienígenas, incrementados con creces por su condición de pordiosero, Asttrud comenzó a cazar para sobrevivir. Al principio, solo palomas o ratones, pero tras un tiempo se dio cuenta de que las personas eran una presa mucho más fácil, pues ni volaban ni apenas corrían y tenían mucha más carne. Al cabo de un par de semanas, con una veintena de homicidios a sus espaldas, la policía le detuvo. Tras un primer contacto y un somero interrogatorio, pasaron el caso de A. B. Dwffierttt a las autoridades sanitarias que ordenaron su inmediato encierro en una institución mental para alienígenas hasta el fin de sus días.

Asttrud entendió este como un final feliz considerando que le proporcionarían cama, comida, asistencia médica y drogas gratis de por vida. Lo único que habría cambiado era a su terapeuta. Y era comprensible. Un niñato de veinticinco años determinado a confundirle y que con toda seguridad estaba experimentando con él nuevas técnicas psicológicas para reducir a los alienígenas. Insistía en convencerle de las más descabelladas historias como que su viaje en la Bounty II era una invención en la que mezclaba películas que habría visto con libros que habría leído; otras sandeces que el doctorcillo se empeñaba en repetir era que él nunca había abandonado Barcelona (¡si llegó aquí con 34 años!), que estaban en el año ¡2010! y, lo mejor, que él no era un extraterrestre y, de hecho, los extraterrestres no existían. Que menuda aseveración viniendo de un hombre de ciencias.

Si no hubiera sido por las pastillas, le habría dado una golpiza.

sábado, 25 de septiembre de 2010

De lo que ocurrió a A. B. Dwffierttt (IV)

El 15 de abril, jueves, coincidiendo con la celebración del Corpus Christi, avistaron Ha Waiino. El Corpus Christi era la festividad de una arcaica superstición de obligada atención en la Bounty al ser la mayor parte de la tripulación originaria de países mediterráneos, donde se mantenía fervorosamente viva la tradición religiosa denominada catolicismo. A pesar de ser ridícula ante el resto de Universo, ninguna autoridad  terráquea osaría interponerse entre el pueblo llano y sus costumbres milenarias. Así que Liechtenstein tuvo que esperar al viernes para dar las órdenes pertinentes.
La fiesta, encima, había perdido gran parte (eufemismo) del sentido religioso que le dio origen y había desembocado en otra bacanal de música, alcohol y, comúnmente, sexo, que hacía que cualquiera, aunque no fuese religioso ni siquiera humano, se uniese con entrega al festejo. Los rituales eran  en principio solemnes, debiendo el capitán oficiar una misa reverencial (ley no escrita vigente desde el año 2305 y que mataba a Liechtenstein quien abominaba de las religiones) y posteriormente comenzaba el banquete donde era habitual tomar mucho vino, tanto que a partir de la mitad de la celebración se perdía toda la solemnidad.
Al día siguiente a pesar de la terrible resaca lograron contactar con Ha Waiino.
La fama de ingenuos de los hawaiinos era absolutamente merecida. Solo oír que necesitaban repostar ya les estaban dando "permiso para entrar en su órbita y pasar en su planeta el tiempo que hiciera falta y más".
A las 13:02 la Bounty II descendía por los verdosos cielos del planeta vacacional. El aterrizaje fue de manual, hasta Asttrud ovacionó al timonel que está demostrando ser el ente de más valía de esta aventura y se merece un nombre, una edad y una historia propia que quizás mas adelante llegará. Por ahora, solo puedo decir que su pericia en el gobierno de la nave se debió en parte a la ingesta de un par de Voll Damm para la resaca que lo dejaron con un pulso fino.
Ha Waiino les pareció el lugar más perfecto de Universo. Semejaba una lámina de colores ocres coronada por un cielo turquesa que vacilaba entre el verde esmeralda y el azul cobalto y que en la noche tornaba a un bellísimo y brillante azul de Prusia. La tierra era suave, como hecha de fina arena del desierto. O quizás era arena del desierto. La costa salpicada de velerillos sobre un mar tranquilo y calmo confería una enorme paz a los visitantes que eran recibidos con calidez y amistosos abrazos de las bellísimas lugareñas. Porque eso era otra cosa: las muchachas de aquel planeta eran preciosas desde cualquier óptica, para cualquier ser de cualquier planeta. Era una belleza la suya universal e indiscutible. Era paradigmática y agradable. Un consuelo para la vista (y el tacto) de nuestros cansados viajeros, nuestros desfallecidos amigos que se las prometían tan mal y que tan solo unas pocas horas más tarde andaban rodeados por aquellas hembras cariñosas, agasajados con buen vino y música por los generosísimos nativos.
Liechtenstein amaneció el día 17 en los brazos de una nativa llamada Asperionisa, de una dulzura sin parangón, que le rogó que se quedase unos días en aquel paraíso con ella. El buen hombre no tenía elección y ordenó a sus hombres acomodarse un par de días "para recuperar fuerzas, acumular víveres y repostar como Dios manda". (Curiosamente, para no ser religioso, Carl Liechtenstein se encomendaba con frecuencia a Dios y sus designios). A los alienígenas "ya no les digo nada". Eran libres de marchar  y salvar así sus vidas.
La nao quedó por el momento a cargo de un par de desdichados llamados Rosencrantz y Guildenstern que tendrían que cuidar de que los cautivos no escapasen (nadie se olvide del malvado capitán y sus fieles) y de que ningún extraterrestre volviese a bordo.
Asttrud valoró seriamente seguir las instrucciones y buscarse la vida en aquel lugar que en verdad le parecía magnífico. Sin embargo, siguiendo su pésimo instinto, decidió retroceder sin ser visto y esconderse en el lugar que para ello él mismo había acondicionado (¡y cómo!) durante las últimas semanas.
Así estaban las cosas. Los humanos conviviendo vívidamente con las nativas y los alienígenas por doquier buscando cobijo y alimento.
Un día por otro, pasaron sin sentir cuatro meses y probablemente hubieran pasado otros cuatro de no ser porque el teniente Liechtenstein, al que todos llamaban ya Carl, tuvo noticia de que  Rosencrantz y Guildenstern habían desaparecido y que los prisioneros se hallaban en un estado lamentable sin alimento ni agua. Dio un beso en la rosada mejilla de Asperionisa y se acercó a la nave para tomar las medidas oportunas. Ojalá nunca lo hubiera hecho. La fecha: 18 de agosto.

viernes, 24 de septiembre de 2010

De lo que ocurrió a A. B. Dwffierttt (III)

La concordia duró poco. Y lo cierto es que era de esperar.
Solo 48 horas después de haber brindado juntos como iguales alienígenas y humanos, comenzaron las suspicacias. Liechtenstein, si bien era guapísimo, no era nada carismático y lo que era peor carecía de un proyecto. Al ser preguntado por el rumbo que debían tomar, no supo qué contestar.
"Menuda mierda de líder", recriminó una voz anónima y Asttrud creyó percibir un ambiente digamos enrarecido. No cabía duda de que el exsegundo no había calculado las consecuencias del motín que, aunque debido a causas justas, no parecía solucionar los problemas reales a los que se enfrentaban. Más bien los empeoraba, al menos desde la perspectiva humana. Si algo tenía bueno el otro capitán era que sabía lo que tenía que hacer y, bajo su mando, algunos regresarían a la Tierra.
Liechtenstein admitió que necesitaba reflexionar y un incómodo murmullo acompañó su retirada a su camarote para tratar de figurar una estrategia que les sacase del atolladero. Una vez más quedó probado que la sinceridad no casa bien con la jerarquía militar.
Como guinda del pastel, una facción ultra conservadora de alienígenas se manifestó muy descontenta por la detención del legítimo capitán de la nave ya que, como es bien sabido, los extraterrestres son de natural reaccionarios y se oponen a cualquier violación de normas y protocolos; el orden establecido es sagrado para ellos. Imagínense cómo llevarían algunos lo del motín de la Bounty II.

El cariz que estaban tomando las cosas no gustaba nada a Asttrud, que se moría de hambre. Con tanto conflicto interno entre la tripulación y tanta divergencia entre las posturas de las diferentes especies, allí nadie parecía dispuesto a servir la cena. Al final, sin esperar a ver cómo se resolvía la noche, nuestro héroe se escabulló a su camarote para degustar allí unos salchichones escamoteados de la bodega personal del excapitán y acostarse a su hora.

Lo que ocurrió en los días siguientes a aquel suscita desacuerdo entre los cronistas y la memoria de Asttrud no nos ayuda nada en este sentido ya que pasaba mucho tiempo preparando su escondite y comiendo gran parte de lo que robaba.

Como ha quedado patente, la tripulación rebelde tenía graves problemas de fidelidad a su nuevo capitán que tampoco es que diese muestras de tener las cosas muy claras, aunque las tuviera. No sabía todavía el pobre hombre a sus treinta y ocho años (muy bien llevados, la verdad) la importancia de las apariencias.

De todo lo que se cuenta, lo único que está claro es que, tras encerrarse 15 horas en su camarote y estudiar con detenimiento las cartas estelares de navegación, salió ojeroso y despeinado y afirmó haber hallado una posibilidad de salvación para la Bounty.
El plan, contra todo pronóstico, no era descabellado pero, por su sencillez e idoneidad, fue inmediatamente criticado por militares y paisanos, tripulantes y pasajeros, hombres, mujeres y entes polisexuales. Al parecer, explicó Liechtenstein, se encontraban a una distancia plausible del planeta Ha Waiino 2.0, destino vacacional de los habitantes de Saturno. Era un sitio cálido en esta época, de atmósfera razonable, donde vivían unos seres muy amables, exóticos e inocentes con los que todos congeniaban y trababan amistad fácilmente. Sólo tenían que conseguir permiso para aterrizar con la excusa de repostar. Una vez allí los alienígenas podrían  mezclarse con los nativos y los saturnianos sin mucho problema. Y ellos volverían a la Tierra y ya se las verían con las autoridades terrícolas y afrontarían un consejo de guerra o lo que fuese.
"Es arriesgado pero vale la pena. Nada irreparable ha ocurrido aún", dijo.
Los oficiales se miraron entre sí y no respondieron, alguno se encogió de hombros y se dio media vuelta. Todos habían perdido la confianza y estaban desmotivados, desganados y desaboridos. Sin embargo, aunque con mala cara, el timonel finalmente puso rumbo a Ha Waiino. Y Liechtenstein  comunicó por megafonía los detalles del plan que, con o sin entusiasmo, llevarían a cabo en 2 semanas, lo que se tardaba en llegar a Ha Waiino en modo ECo, i. e., a máxima velocidad con un gasto mínimo de energía.   

miércoles, 22 de septiembre de 2010

De lo que ocurrió a A. B. Dwffierttt (II)

La Bounty II era una nave espacial mediana. Sus dimensiones permitían familiarizarse con su  interior fácilmente y Asttrud amaneció pensando en, si la cosa se ponía muy fea, perderse por las entrañas del navío hasta que los ánimos se calmasen o estuviesen de vuelta en la Tierra. Pensó en acumular agua y alimento para este menester y se dirigió a la zona de almacenamiento de viandas que tan bien recordaba.
Estaba cruzando disimuladamente el puente cuando se percató de algún detalle poco habitual en el comportamiento de los tripulantes.
El capitán y uno de los oficiales pululaban por doquier hablando con unos y otros de manera disimulada lo que, a pesar de no ser muy perspicaz, no pasaba desapercibido a Asttrud, sabiendo lo que sabía.
Durante la tarde y siguiendo su plan, bajó a las bodegas por tercera vez para robar algo más de comida. El paso desde los camarotes al módulo de servicio obligaba a cruzar una de las escotillas a través de la que podía verse el espacio circundante. Inevitablemente cada vez que pasaba se quedaba absorto en la infinita y oscura belleza del Universo. Pero en aquella ocasión percibió un anómalo rastro dejado presumiblemente por la Bounty II, un rastro de enormes bultos blancos que salían de una de las escotillas de popa y que al poco de observar con atención le parecieron cuerpos encapsulados, como los cuerpos de los que hibernaban en el módulo C.
Asttrud vomitó por primera vez en su vida.
En este punto un brote de responsabilidad y un brevísimo acceso de solidaridad hacia sus semejantes le llevó a pensar que haría bien diciéndoselo a algunos de los alienígenas más integrados y quizás más habituado a resolver cualquier tipo de problema. Sin embargo, si algo tenía Asttrud era que siempre mantenía su palabra. Y había jurado no hablar... ¡pero no dijo nada de escribir!
Así que después de la cena, esperó dando un paseo con unos sprays (que ni idea de dónde salieron) escondidos por todos los bolsillos de su gabardina. Los bultos de su cuerpo disimulaban cualquier protuberancia sospechosa debida a los botes de pintura y, tras comprobar que no había nadie alrededor, comenzó los grafitis.
A la mañana siguiente la nave amaneció llenita de pintadas de advertencia: "cuidado", "es una trampa", "la tripulación está vendida", "nos quieren matar o algo peor". Sin embargo, excepto el capitán que cambió de cara cuando vio cómo le habían puesto las paredes, y el segundo de a bordo que lanzó una mirada inquisitoria a su superior, el resto no pareció entender lo que estaba ocurriendo y, si lo entendían, o les daba igual o no se lo creían en absoluto.
De resultas de aquel incidente menor, no obstante, ocurrió algo harto importante. El segundo de a bordo, el apuesto teniente Liechtenstein, comenzó a sospechar y se dirigió al capitán para interrogarle porque a lo que parece ya tenía la mosca detrás de la oreja antes del arranque grafitero de nuestro babosísimo protagonista.
El capitán debió de contestar de modo despótico al segundo o lo que le dijo le tuvo que molestar sobremanera pues al cabo de un rato pasó por delante de Asttrud con la cara desencajada y una actitud muy extraña. En el puente, el teniente Carl Liechtenstein paró a hablar con un par de suboficiales y, con toda probabilidad, desahogarse de lo que le hubiese pasado con el capitán. Los hombres asentían y asentían cada vez mostrando un aspecto más preocupado. En unos diez minutos, Liechtenstein había reunido allí a unos siete hombres, entre ellos un oficial superior y el cocinero. Al poco tiempo, apareció el capitán y varios humanos más y Asttrud intuyó un desencuentro entre aquellas personas y, dado que la violencia le molestaba mucho, se alejó  hasta poder ver sin ser visto.
La algarabía fue notable. Los hombres manoteaban y se encaraban unos con otros y al calor del griterío se arremolinaron casi todos los tripulantes, con excepción del mecánico y el piloto, que eran los únicos que trabajaban en aquella lata de sardinas. También se acercaron, curiosos, algunos alienígenas que gesticulaban y manoteaban -los que tenían manos, claro- de un modo vehemente.
Al cabo de unos minutos, todo se había resuelto de manera inesperada. El segundo de a bordo dio instrucciones a algunos de los hombres que retuvieron al capitán y al otro oficial, así como a un par de individuos de rango inferior malencarados que forcejeaban muy feamente. Parecía enterita una escena de un motín.
A las 21:07, el segundo de a bordo tomó el mando e hizo arrestar al capitán y a cinco sujetos más por delitos gravísimos. Tenía el apoyo de los demás y la fuerza que le daba el respaldo de los alienígenas agradecidos. El capitán era un abusón de mucho cuidado y tenía a todos muy descontentos. Unos esperaban poder meter mano por fin a la bodega Alfa, otros solo querían que dejase de tratarlos de modo vejatorio y cruel, los extraterrestres que no habían hibernado solo deseaban sobrevivir a aquel viaje y lo tenían más fácil con el teniente Liechtenstein que era joven y justo, muy atractivo, progresista, ecologista y amante de animales y plantas.
Esa noche celebraron que se había hecho justicia pero Asttrud no se unió a la celebración. Y no solo porque no podía conversar con nadie sino, lo que era peor, porque se preguntaba qué sería de ellos ahora que no iban a Andrómeda ni podían regresar a la Tierra y, con toda seguridad, iban a tener a las autoridades en contra. Esta preocupación le llevó a seguir adelante discretamente con su plan de ir robando comida y acondicionando un rincón bien recóndito en el corazón de la Bounty para cuando pasase lo que tenía que pasar.

sábado, 18 de septiembre de 2010

De lo que ocurrió a A. B. Dwffierttt (I)

El pobre extraterrestre se sentía incomprendido. Todos le reprochaban agriamente que, después de tantos años, no hablase correctamente el idioma, pero ¡es que esos sonidos dentales y labiales eran tan duros de pronunciar para un ente cuya lengua materna era principalmente gutural! Habría que verlos a ellos. En fin, mejor no calentarse... Lo que más le dolía era lo que no le decían en la cara. Sabía que le censuraban muchos comportamientos, se lo leía en la expresión cuando le miraban de lejos, porque, otra cosa no, pero su vista era muchísimo mejor que la de aquellos terrícolas miopes. Si casi había aprendido a andar sobre sus cuartos traseros, con el consecuente deterioro de su zona lumbar que no estaba hecha para aquella postura increíblemente forzada para tan solo parecer (de lejos) uno más de ellos y ¿lo habían valorado? No. Únicamente se fijaban en lo que no hacía bien (según ellos), pero él no tenía la culpa de tener una voz tan aguda y de hablar tan alto que a veces hacía vibrar todas las ventanas del bloque y cómo podía evitar dejar un rastro viscoso a su paso al segregar una especie de retículo endoplasmático cuya noble utilidad -la síntesis proteica- debería ser venerada y no tachada simplonamente como babas, mocos, asquerosidad y/o denominaciones similares. Era un cúmulo de decepciones. Algunas veces se le oía protestar por el hueco del ascensor: "Un día de estos me lío la manta a la cabeza y no me veis más", pero nunca reunía el valor para solicitar a las autoridades el reingreso en el Programa Espacial y la subvención para su viaje de vuelta a la Galaxia de Andrómeda (odiaba que la llamasen M-33). 
Sin embargo, en los últimos tiempos había acumulado mucho rencor hacia los nuevos vecinos y sus vástagos: unos angelitos de doce, diez y ocho años. La última broma había sido una llamadita a una empresa de fumigación que trató con un nocivo plaguicida arsenical todo su apartamento, puesto que alguien había denunciado la presencia de un  alienígena altamente peligroso y, a lo que parece, se había (nunca se supo cómo) probado documentalmente que el ente -él, vaya- era portador de un sinfín de enfermedades, entre ellas la peste bubónica y la malaria. Decir la gota que colma el vaso es decir poco. Así que, ya cansado de convivir con la xenofobia mansamente, decidió comenzar los trámites para su regreso a Andrómeda. A la mañana siguiente, tras recuperarse de la intoxicación, fue a la Oficina General de Permisos donde tuvo que esperar cuatro horas para que una joven terrícola nada amable le diese un formulario de 500 páginas y le remitiese a la Institución Clínica Gubernamental para que pasase las habituales pruebas psicológicas, además de un riguroso chequeo que probase que su cuerpo soportaría los dos mil días de viaje espacial, sin gravedad (y sin plato de ducha).
Tras dos semanas de pruebas médicas y hasta el cuello de papeles, recibió el visto bueno de la Asociación Intergaláctica de Psicología y pudo continuar gestionando su solicitud. Se dirigió a la Oficina Alienígena del Padrón  y reclamó su certificado de nacimiento (en Andrómeda), de empadronamiento (en la Tierra) y la certificación de Vida Laboral y de Antecedentes Penales. Siempre con los dedos cruzados para que la red informática confirmase efectivamente su existencia, su nacimiento, sus veinte años en una empresa de telefonía móvil, así como su condición de ciudadano forastero mas sin mácula en ningún aspecto de su vida, lo que se probaría en los numerosísimos expedientes que a él se referían. Le había adelantado que aquel trámite burocrático era complejo y solía tardar sobre un mes o mes y medio (con suerte), por lo que decidió ser paciente y aprovechar este lapso para preparar concienzudamente el largo trayecto. Calculó que el equipaje que le dejaban embarcar  no daría para llevarse consigo ni un tercio de sus pertenencias así que valoró dejar sus libros y discos a la Biblioteca Pública y sus muebles a la beneficiencia. Se llevaría bien empaquetada la ropa de invierno ya que en su lugar natal las temperaturas eran inclementes, como si dijéramos árticas, mientras que las prendas más ligeras las dejaría en el armario para que su casero hiciera con ellas lo que tuviera a bien. No conocía a nadie tan profundamente, ni tenía un amigo tan íntimo como para regalarle ninguna de sus cosas, ni confiarle la decisión de qué hacer con ellas... Esta reflexión, sin embargo, no disgustaba en absoluto a Asttrud, que así se llamaba el desgraciado protagonista de este relato. Quiero aclarar que esta falta de sentimentalismo y su indiferencia hacia vínculos afectivos y solidarios no se debía a un defecto de su carácter, como solían pensar sus conocidos, sino que era un comportamiento normal de su raza y propio de los nacidos en sus mismas coordenadas astronómicas. La falta de interés de las personas por comprender el origen y la idiosincrasia de aquel E.T. fue tan contundente que, pasados veinte años, seguían pensando que Asttrud era un individuo asocial (o, como se decía en su barrio, un búho). A resultas de lo cual se había generado una inquina manifiesta que motivó los sucesos antes relatados y que provocó todos los hechos que estoy describiendo. Todo podríamos decir como un malentendido, pero causado por un vicio muy feo, bueno dos, de los humanos terráqueos: la maledicencia (hobby global) y la ignorancia.

Pasados tan solo tres meses y medio de burocracia (108 días, para que se hagan una idea: 108 días de llamadas telefónicas, sellos de correos y vuelvaustedmañanas; 108 días de murmullos y vecinos que no saludan), Asttrud recibió una llamada del Ministerio de Asuntos Extraterrestres. Embarcaría el 3 de marzo rumbo a M-33, a las 07:00 a.m.: "No llegue tarde o nos iremos sin usted".

A las 6:45 estaba en el puerto de embarque intergaláctico con su maletín de cinco quilos justito (que por eso no fuera) y su abrigo de pelo de camello en la mano. Poco a poco, el lugar se fue llenando de seres extraños y familiares, entes tan diferentes como él, que reptaban, pringaban, sacudían la cola o echaban fuego al estornudar. La nave, al fondo, lucía enorme y brillante; desde ella, se acercó un bello muchacho uniformado que llevaba un papel en la mano y llegado a su altura comenzó a leer. Era la lista del pasaje. Como en la puerta del ambulatorio de la Seguridad Social, el soldadito fue llamando uno por uno a los alienígenas que por su voluntad o por la de otros habrían de dejar la Tierra aquella prometedora mañana primaveral. Por fin, su nombre fue mal pronunciado y él dio un paso adelante y después otro y, siguiendo la estela goteante del individuo que iba delante de él, penetró en la nao lleno de miedo y esperanza. En la puerta una mujer mayor, de unos cuarenta años, también uniformada les dio la bienvenida al modo de las azafatas de Air France, i.e., de modo muy antipático y solemne. Asttrud nervioso dijo: "No tolero la verdura cruda y bajo ningún concepto puedo comer espinacas" y apenas lo dijo se arrepintió. Sorprendentemente, la mujer reaccionó muy rápido y le escupió una ininteligible amonestación en un modo de hablar que perfectamente podía haber sido francés. La cosa quedó ahí y el pobre ser entró con la cabeza gacha y decidido a no abrir la boca más hasta llegar a su planeta.

Aquí podría quedar este cuento y no sería extraño dejar a Asttrud a bordo, rumbo a su destino que presumiblemente alcanzaría tras los dos mil cinco días de viaje. Pero no. No acabará ahora la relación de los hechos que sucedieron y cuyo interés me ocupa. Desde luego, no es mi intención profundizar en lo acaecido cada día en la nave espacial, en la rutina del alimentarse y dormir y rascarse y, en puntuales casos, asearse. Pero hay un asunto del que deseo dar noticia a continuación, pues creo de suma importancia que lo que ocurrió a bordo de la Bounty II el 4 de septiembre de 2666 quede por escrito.

*
Para Asttrud, el no conversar con los demás aliens ni, huelga decir, con la tripulación no ayudaba a aligerar el paso del tiempo que, por lo demás, es lo único idéntico para todos los seres del Universo, a pesar de no existir o ser una realidad relativa o lo que quieran ustedes. El tiempo se dilataba espectacularmente y, hacia el día 16 de viaje, nuestro amigo decidió andar, mejor dicho, flotar un rato por el navío que era grande y así distraerse. Fue entonces, en ese paseo para matar el tiempo, cuando oyó la terrible conversación y se arrepintió de su juramento de no decir palabra en todo el trayecto...
Había entrado casualmente en la bodega Alfa, donde pudo comprobar cómo se almacenaban algunos alimentos sólidos que se destinaban a la mesa del almirante en cuya dieta obligatoriamente deben incluirse productos frescos y determinadas cantidades de queso, fruta y verdura, carne y pescado, bollería fina y dulces de leche, además de café. Se encontraba Asttrud acordándose de la madre del capitán y de las del segundo y tercero de abordo, y valorando seriamente entrar a saco y ponerse morado de chocolates y beberse todo el café que pudiera, cuando escuchó unas voces masculinas y maduras, de tono intrigante y misterioso que le obligaron a agudizar el oído para comprobar que se trataba del capitán y otro oficial al que no reconoció. Parecía que se ponían al día en algún asunto de máxima importancia. El capitán explicaba al otro tipo que tenían instrucciones secretas sobre cómo obrar en esta misión.
Por lo visto, era carísimo llegar hasta la Galaxia de Andrómeda y, además, ninguno de los pasajeros era relevante en ningún sentido por lo que, encima, nadie ponía un ochavo en tan costosísimo trayecto que, por añadidura, únicamente se haría para llevar a aquellos parias a sus planetas. El oficial inferior asentía o consentía con lo que el superior iba diciendo que no dejaba de ser verdad. Pero, aun así, Asttrud presintió un grave desenlace para su periplo. Siguió escuchando y el capitán siguió platicando: Las órdenes le habían sido dadas en completo secreto. Se requería la máxima discreción, se podía ya él hacer una idea de por qué. Y lo que debían hacer era difícil siendo ellos (la tripulación) veinticinco, incluido el cocinero, el piloto y el mecánico de la aeronave, y los otros (los alienígenas) ciento treinta y dos, si bien muchos no tenían extremidades para golpearles y otros se encontraban en hibernación. Habían de ser muy cautelosos. Se trataba de una cuestión de sentido común: "Nunca llegaremos a M-33 y no podemos regresar a la Tierra con los desterrados, porque la misma palabra lo está diciendo".
Asttrud estaba helado, el ectoplasma se había solidificado bajo su piel y se sentía pesado. Temió que si necesitaba correr, su cuerpo no respondería. Pero no hizo falta. Los hombres ya se marchaban hacia el otro lado del pasillo dejándolo atrás. Lo malo era que ya no podía oírlos y la parte crucial de su malvado plan o, si se ve desde el punto de vista de las autoridades de la nave, de su misión le quedó ignota (sin descubrir).
El problema que se le había presentado era descomunal y no sabía como afrontarlo. Para más inri, no poder hablar con los demás era, de verdad, un inconveniente intolerable. Aquella noche, Asttrud cenó con apetito y durmió como un bebé pues los de Andrómeda pueden abstraerse de los problemas para cubrir sus necesidades fisiológicas. No obstante, su instinto de supervivencia le hacía temer por su vida y su sexto sentido le decía que aquello era una encerrona y que no lo iban a contar.

viernes, 10 de septiembre de 2010

El caso de la casa con fantasmas y muebles

Notas de Vicente Márquez Lagos, reportero del Periódico Condal.
Barcelona. 1973.


10 de marzo. 1 de la tarde.
Mansión de Sant Feliu de les Flors. Barcelona.

Me persono, por encargo de mi jefe, en la famosísima mansión y comienzo mi trabajo de campo sobre el caso Mansart. Procedo a la investigación in situ, así como a estudiar los antecedentes de la casona y sus habitantes. No puedo más que reconocer que un incalificable canguelo se apodera de mí cuando llego a la estancia donde los tétricos hechos acaecieron.

El testigo dice haber visto cosas inquietantes aquí. Las lámparas de tres ojos de cristal iluminan levemente la estancia y algún espíritu ha encendido unas velas que aumentan el calor y el color del cuarto.
La sensación mientras converso con la puerta es que la habitación y su contenido tembliquea y se derrite suavemente. La conversación se torna cada vez más críptica y pronto no puedo seguir el razonamiento de aquel producto malpensado que asegura haber conocido a todos los propietarios de la mansión y haber sido testigo de cada una de sus muertes, todas acontecidas de modo violento e inesperado en aquella misma sala donde un desvencijado mobiliario delata la falsedad del testimonio de la blanca e impoluta puerta. La muy fanfarrona.


10 de marzo. 10 de la noche.
Habitación nº 131, Hotel Trento. Barcelona

Tan solo una de las historias que relató se me representa verosímil ahora que lo pienso; los detalles parecen ser cabalmente ciertos porque quién, animal, persona o cosa, podría inventar algo así. Los objetos tienen vida, eso es bien sabido, pero las relaciones que entablaban entre sí son algo absolutamente desconocido; por eso, cuando me habló con todo lujo de detalles del bellísimo encuentro sexual de la daga y el paraguas, allí mismo, donde lady Mansart había sido destripada por su segundo marido, supe que la verdad empezaba a emerger.


13 de marzo. 10 y cuarto de la noche.
Habitación nº 131, Hotel Trento. Barcelona

Tras varias jornadas dedicadas a indagar en la hemeroteca de la Biblioteca Sant Pau-Santa Creu, para mí una de las mejores de la ciudad, adjunto las copias de las páginas de los diarios con información sobre los crímenes y diversas fotografías de muy mala calidad. Cualquiera que vea esto sabe de inmediato que esa casa es una puerta al Infierno. Hoy más que nunca estoy convencido de ello.


14 de marzo. Mediodía. Café de la Mot.

No acudiré a mi cita en la Mansión de Sant Feliu de les Flors hoy. No he tenido buena noche. Entre la fiebre y los sueños no he pegado ojo. Con excepción de un agradable sueño erótico con una daga turca, el cual no relataré, el resto han sido unas pesadillas terroríficas que me han dejado agotado.


15 de marzo. 10 de la noche.
Habitación nº 131, Hotel Trento. Barcelona

Me encuentro algo mejor. La jornada de hoy día ha sido muy productiva y esclarecedora. Tengo que madurar ciertas impresiones que estoy seguro de que tienen bastante relevancia para el caso. Mañana actualizaré mis notas, pues hoy he bebido mucho vino.


16 de marzo. 10 menos cuarto de la noche.
Habitación nº 131, Hotel Trento. Barcelona

Después de varias visitas, empiezo a discernir algunas realidades de vital importancia para recomponer la historia y de las que soy consciente casi súbitamente cuando regreso a mi habitación, donde me permito relajarme y descansar. Los fantasmas de los propietarios no desean hablar y nada de lo poco que dijeron tenía sentido, excepto por el entrañable señor August que explicó cómo tras la primera semana la casa empequeñeció y los ruidos se le hacían intolerables en la noche. Al parecer, según palabras del pobre hombre, estuvo treinta días completos sin dormir y percibió claramente cómo su esposa e hijos se habían alejado de él y se identificaban con la casa y sus sonidos y su angostura. Después de cuarenta días de insomnio, dijo no recordar más. Cayó una buena tarde como un muerto al suelo y despertó nunca supo cuánto tiempo después. Tras un periodo indefinido en prisión, conoció lo de su familia: los habían degollado en la sala del piano, a todos, y por alguna razón lo culpaban a él... Lo culparon a él, lo condenaron y lo ajusticiaron según la ley que entonces disponía un ahorcamiento público como castigo para tamaña atrocidad. En conclusión, la historia de August es como la de casi todos los que allí vivieron.


17 de marzo. 9 y media de la noche.
Habitación nº 131, Hotel Trento. Barcelona

He tomado declaración a muchos de los objetos de la mansión y ahora creo saber qué está ocurriendo allí.
El comportamiento de la propiedad y sus componentes físicos se me representa demasiado misterioso. Igual impresión tengo del mobiliario que fue obtenido en subasta por el primer dueño de la villa y traído en 1895 desde París. El ajuar --que incluye vajillas y ropa de casa, camas y mesas, sillas y espejos-- es muy esquivo y poco colaborador. No presta la debida atención a la investigación que mi periódico, con los permisos necesarios, está llevando a cabo desde la muerte de la antes mencionada lady Mansart, esperando un desenlace benigno del juicio del marido y la absolución de este, dados los antecedentes de la casa y los dieciocho asesinatos que en la misma sala se concentran.


19 de marzo. No estoy seguro de la hora (se me ha parado el reloj)
Habitación nº 131, Hotel Trento. Ciudad de Barcelona

Según mis pesquisas de los últimos días, siempre que alguien moría el techo se acercaba a tan solo dos metros del suelo, dejando una sensación de angustia que acrecentaba el recuerdo de los gritos y alargaba la sombra de las víctimas imprimidas en la memoria de sofás, cuadros y cortinas. Todos se confesaban atormentados por los recuerdos, que se tornaban imprecisos y borrosos a causa de la horrible impresión.


20 de marzo. 10 y media de la noche.
Habitación nº 131, Hotel Trento. Barcelona

De todas las dificultades que encuentro para realizar esta investigación, la peor es, sin duda, mi concepción apriorística de la situación y mis prejuicios contra lo sobrenatural, en general, y los bienes muebles e inmuebles, en particular. Sin desearlo, he juzgado la situación y, para más inri, creo que todos mienten. Algún cuadro llegó a afirmar no haber visto nada, no haber oído jamás una discusión ni un grito. Habrase visto descaro. Y, en cierta ocasión, una mesa camilla, con el brasero delante, me espetó que todo era causado por los maridos, malos hombres, maltratadores y borrachos.
-¿Dieciocho veces? -pregunté algo irritado.
-¡Y más! -me replicó la muy...

Lo que más me molesta es la falta de continuidad en las cosas, pero eso ahora no viene a cuento.


22 de marzo. 10 y media de la noche.
Oficina del Periódico Condal.

Han sido unas semanas de mucha tensión; por eso, me he sentido tan aliviado al acabar el informe que resolverá la cuestión y ayudará al pobre Friedrich Mansart a probar ante el tribunal su absoluta falta de culpa ya que el día de autos se hallaría bajo una forma de alienación denominada comúnmente posesión demoníaca, aunque está por ver si es necesario un exorcismo, pues, una vez fuera de la casa maldita, las víctimas dejan de mostrar el comportamiento maligno y las manifestaciones sobrenaturales.

Me marcho satisfecho del trabajo realizado y, por qué no decirlo, de la exquisita factura del texto que presento al redactor jefe del periódico.


28 de marzo. 6 de la tarde.
Valencia.

Me encuentro merendando en el Café Louis Aragon a dos calles de mi residencia, en la cual no me apetece nada estar en estos momentos, y retomo la redacción de estas notas muy abatido.

Todo indicaba que la casa era una manifestación del mismísimo Belcebú y que los asesinatos allí cometidos no fueron obra de las personas que los ejecutaron, pero me equivoqué de plano.

He de reconocer que no estuve muy fino. Al menos, debí sospechar que, como en toda historia policiaca, el final se haría de rogar y el detective (en este caso yo) se equivocaría de culpable y un giro en los acontecimientos desvelaría al verdadero criminal.

No sé cómo no lo vi venir, de verdad. La inesperada confesión del señor Mansart ante cierta presión policial ha sido determinante en el esclarecimiento de los hechos.

Los muebles se habían confabulado con el susodicho monsieur Mansart y -lo que más me ha dolido- el fantasma de mi apreciado August D'Alambert estaba en el ajo. Los canallas confundieron mi investigación con una fabulosa sarta de mentiras que, coherentemente, yo asocié a las historias que corrían sobre la mansión y todos aquellos asesinatos. La casa nunca produjo aquel efecto en las personas. Al contrario, era otra víctima: durante aquellos años atestiguando esos crueles hechos y conteniendo a esos pervertidos. Cómo no presentí que la puerta blanca orquestó aquel engaño magistral. Sí. Y mi deseo de que aquel hombre no fuese un vil asesino ayudó a los malhechores... Todos esos asesinos perturbados animados por los resentidos muebles de baratillo... ¡Pobre lady Mansart! ¡Pobres mujeres y niños! Encima, sus fantasmas nunca me perdonarán.

He caído en una depresión, desconfío de lo que veo y de lo que me dicen. Y no estoy seguro de nada ni nadie. No paro de darle vueltas a que los muebles tienen ojos y oídos, y les abrimos nuestros hogares. En ocasiones como esta, me pregunto si no deberíamos de recurrir a otro modo de vida. Habríamos de evitar confiar en los objetos y ponernos en manos de ellos tan ingenuamente. ¡Esta sofisticación de la vida moderna nos hace necesitar tantas cosas!