miércoles, 13 de diciembre de 2023

Este año, sí.

 Encontré a Cerbero muy desmejorado. Le faltaban dos de las tres cabezas. A saber en qué grescas no se habría metido con las copas. Además, lo habían destituido y ahora era portero de un manicomio, y no de los bedeles con silla en el mostrador. No. El que está fuera, de pie todo el día. Su humor, eso sí, era el mismo. Un humor de perros. Viejo, arrugado, con megaentradas mal disimuladas, delgaducho, con pantalones dos tallas más grandes y zapatos sucios, los dientes de pena y oliendo raro, como de haber desayunado en una destilería y vivir en una casa llena de gatos. Yo, gracias a Dios, llevaba mi mascarilla, lo que, de algún modo, amortiguaba los golpes olfativos. Aunque no lo parezca, estaba de visita (en el manicomio); iba a ver a un amigo que finalmente estaba en un error y sí que era esquizofrénico. Nosotros le dijimos que a lo mejor estaba un pelín nerviosillo y nos trató de golpear. La siguiente vez que lo vi, por suerte, estaba sedado. La verdad es que yo iba a verlo porque quería escribir un bestseller y quitarme de trabajar. Pero allí estaba Cerbero. A punto de terminar su turno, con unas ganas de que alguien lo invitase a lo que él, con todos sus güevos, llamaba un café. Así que determiné que, entre las notas que tenía del loco oficial de dentro y las que pensaba tomar de este menda, podía hacer un personaje genial para mi thriller psicológico, lleno de sangre y escenas subidas de tono en todos los sentidos, que es lo que más vende si no tienes X y opinas barbaridades, o eres tiktoker o como cojones se diga. Bueno, como ven, todo pintaba excelentemente. Dos objetos de estudio que dan para varias tesis de ciencias del comportamiento (lo escribo con mayúsculas cuando me da la gana, que yo también tengo mis cosas) y una mala leche que verbalizada con cierto orden podría hacer de mi vida un paraíso sin madrugones, caravanas ni jefes. Me puse a tomar notas. Me dejé una pasta en cervezas, primero, gintonics, después, y otras cosas, más tarde, pero recogí un notable número de anécdotas maravillosamente blanqueadas por esos dientes amarillentos que se dejaban desblanquear solitas (las mentiras, los dientes no tenían solución). Todo tenía, además, el toque fantástico de una vida entre brumas alcohólicas y luminarias estupefacientes. Me llevé a casa un dolor de cabeza, otro de bolsillo y una felicidad de supervillana de cómic llevado a la gran pantalla. Me puse, nada más entrar por la puerta, a teclear como una loca. El singular personaje, desde el corredor de la muerte (ya, ya, ya, dejadme con mis cosas: a la gente le da igual que aquí no haya de eso), habla con una ambiciosa e irresistible periodista llamada Paco y le cuenta cómo fue, tras una infancia de mentiras, humillaciones y palos, matando a todo el que pillaba de espaldas, dormitando y solo, probando todos los modos de ejecución aprendidos en series como CSI Miami y tal. No pocas veces tendría relaciones sexuales escabrosísimas con ellos antes, durante o (arg) después, sobre todo porque más allá de que el tipo fuera un asesino asqueroso, yo lo que quería era que el libro se vendiese a lo bestia para la campaña navideña y qué hay mejor como regalo de Navidad que un libro.

Dicho y hecho. Escribí en cuatro días, -cinco, si contamos el que eché con C. de entrevistas por los bares de media Málaga-, el libro que me ha permitido levantarme a las 11:30  de la mañana (y porque me hacía pis) y eso que aún no han pasado las fiestas. Amo la literatura, de verdad. Y la Navidad. Y el manicomio ese de ahí al lado de la playa. Y a los politoxicómanos rehabilitados que te cuentan su vida al revés, poniéndose por las nubes. Gracias Señor. Nos vemos (este año sí) en la Misa del Gallo.


https://www.youtube.com/watch?v=rLm_aSP369M

PARA MIS INSPIRACIONES <3

jueves, 30 de noviembre de 2023

¿Qué más da B que S que H que P que X?

 Es lo que tiene ser tan bueno. Te lo digo de verdad. Creyente o no creyente, que yo en eso no me meto. Te das tanto a los demás que te quedas sin vida. Y más si hay amor de por medio. Entonces ya eres un mero transmisor de felicidad, un proveedor de cariño, de tranquilidad, de alegría, un campo magnético protector, un enorme oído donde volcar dolores y frustraciones, la teta-manantial-inagotable. Y así pasa la vida, sin vida. Claro. Sin embargo, digo yo, pasará que un buen día sacas la basura de los demás y te das cuenta de que es mucha basura y que ya te pesa y huele mal, que son muchos años y la espalda se resiente, que el barrio está peligroso. Y piensas. Oyes algo a algún vecino o igual en la tele. Y piensas. Y te das cuenta de que algo te pasa, algo te duele, algo te inquieta, pero no tienes tiempo de aclarar qué ni a quién recurrir. Cambias de ropa y de vecindario, vas al médico después de décadas. Demasiado tarde. No tienes nada, no tienes salud, ni dinero y el amor es un pozo sin fondo, infinito, imposible de llenar; por más que echas, aquello por la mañana está vacío y vuelta a empezar. Cambias de nuevo. Te vas al campo, comes fruta, adoptas un par de conejos, media vaca, un gallo. Hablas solo. Te recuperas. Pones nombre a 10 gatos. Les das de comer. Te arañan y se comen los conejos, la media vaca y el gallo. No importa. Los quieres mucho y es así. El amor todo lo perdona, todo lo puede, todo lo cura. Perdonas a los gatos, hablas por teléfono con parientes y amigos necesitados, das consejos, ofreces dinero y acoges a quienes puedes. Pero sigue la espalda que duele y notas que te estás quedando sordo y en la empresa te ven siempre con la misma ropa y malnutrido. Y sospechan. Y te ves en el paro con una edad que cualquiera comienza de nuevo. Y no tienes nada. No tienes dinero, ni casa, ni coche, ni nadie te responde cuando hablas. Quizás la sordera es de tanto escuchar y la indigencia de dar todo a los demás y el amor se lo han quedado los gatos, y la moto, el del garaje. Es lo que tiene ser tan bueno. Te haces viejo y pierdes todo menos la memoria. Te acuerdas de todo ese amor como por fascículos, de tanto que cuidaste a todos los que amaste, tantos, tantísimos. Y, coño, cómo se parecen, así, vistos desde el presente. Y buscas un minuto para ti, porque ahora sí que sí. Y lo usas para darte cuenta de que, quitando los viajes y esas cosas que tal, todo ha sido dedicarte a los demás, y que, como esto ya se acaba, lo vas a contar. Es eso o dejarse devorar por el tiempo sin hacer nada más que acariciar gatos mientras te comen vivo. Coges una vieja máquina de escribir del vertedero, te haces con lo necesario: una silla, papel, un techo y te pones a contar, contar con los dedos, contar con el recuerdo, contar cómo aquella vez en una playa de Almería salvaste la vida al amor de tu vida y cómo otra en la India animaste a la madre Teresa de Calcuta que estaba, la mujer exhausta a punto de rendirse. Y por la noche, mientras tecleas bajo el techado mugriento junto a la playa, te ve un tipo que parece que te reconoce y te invita a una cerveza, porque también está solo e, igual que tú, se ha dedicado a no tener vida. Lee la tuya y te la publica porque puede y porque resulta que cuentas cosas de gente conocida, gente con 18 apellidos de alcurnia indudable, con padres ricos e hijos que hoy son políticos. Y te forras. De repente, en una línea de la mano, en lo que tardas en pedir la cuenta, en lo que te lleva leer un cuento y no entenderlo, te llega el dinero y, con él, aparecen amigos y amor, el mismo amor, dirías, o casi. Cómo es todo de igual, cuando todo da igual. Y, como no se puede ser más bueno, comienzas de nuevo a dar y darte porque eres un ser de luz. Eres auténtico. Te lo digo para tu consuelo, por si vuelves a caer de nuevo. Que sepas que lo sabemos. 

lunes, 27 de noviembre de 2023

Noches perdidas. Un alto el fuego en Medio Oriente. El invierno que llega

 Cosas que pasan. Me sentí en la obligación y miré por la ventanilla hasta llegar. Tomé, bailé, sonreí, en exceso, a todos. Todo casi por hacerle el favor a uno. Después otro rato eterno de vuelta. Después el momento fugaz que ocurre a veces. Cada vez menos veces. Y, por fin, el sueño que viene a sacarte de en medio, nunca suficiente. Luego el sueño se acaba y despiertas ahí, de nuevo bromeando, sonriendo, charlando en exceso, sin ganas, solo por agradar, aunque me da que ya ni agrada. Diría casi que se me nota. Que practico cuando me quedo sola y veo en el espejo de las rayitas que lo hago peor y peor cada vez. Como todo. Y llega el momento de trasladar mi cuerpo de un lugar a otro por circunstancias absolutamente insustanciales con una desgana que roza la apatía patológica, anímica-conductual-interpersonal. Pero no es apatía, solo la roza. Llego al otro sitio, hago lo mismo que hago siempre a la hora que es, aliviada en parte de pasar el cepillo y ver el piso relimpio. En lugar de leer, crecer como persona, aplicarme, meditar, hacer ejercicio, yoga facial o algo, decido que antes de que venga de nuevo la noche y me pierda, voy a echar una siesta. Las sábanas me dan la bienvenida, la cama se alegra, me echo todo lo que tengo a mano, las batas, la mantita chica, la manta grande, la sábana de franela. Cierro los ojos y viajo al inenarrable mundo del no estar, no ser, no parecer. Despierto y es de noche. Aunque sean las 18.00 h y aún no hayan acabado con las extraescolares. Hablo casi dos horas de nada por teléfono, mientras juego con el móvil, sin entender la mitad de lo que oigo, sin que eso resulte importante porque a nadie le importa. Cuelgo y la siguiente y cuelgo y la siguiente. Después hablo con alguien pero no por teléfono, en modo analógico-presencial, poco, por suerte, algo funcional sobre los diarios quehaceres pero sin profundizar en la belleza de lo cotidiano. Al grano. Después de hacer lo que tengo que hacer. Voy donde me llevan, vuelvo a sonreír, pienso en la canción que me gustaría estar escuchando. Hago, digo, estoy, y acaba por fortuna. Me llevan. Miro por la ventanilla. Respondo: sí, muy bien; sí, muy feliz; sí, mucho mejor, gracias. Llueve pero no suficiente; sopla un viento racheado de poniente, pero del todo insatisfactorio. Necesitaría un huracán, un ciclón, un terremoto, un diluvio. Sé que eso pasa, y donde pasa es horrible. Pero cada uno necesita algo. Igual los que se ven aplastados por la naturaleza darían lo que fuera por mirar por la ventanilla e ir donde no desean ir y sonreír bajo amenaza. Mas las cosas son así. Le pregunté a Dios y me dijo que mientras esté aquí me tengo que acoplar a las reglas del juego. Me tocan buenas cartas, llevo buena mano, la única pega son las noches. Dios dice que me deje de sandeces, que lo deje en paz que somos muchos y está arrepentido de haber provocado el puto Big Bang (sí, dice muchos tacos, pero hay que comprender que no tiene vida) y que tome antidepresivos o escriba algo que cuando escribía no estaba dándole la lata y, como ya tomo antidepresivos (pero Dios no lo sabe), pues aquí ando, como quien dice en una misión de Dios. La próxima lo haré mejor, con pasión carmelita y devoción mariana, pero hoy me conformo con haber llegado al final del día-noche pesando un poco menos.

domingo, 30 de julio de 2023

Un doce

 Creo que me voy a morir. Que el médico te pregunta eso de del uno al diez cómo es el dolor y tú respondes once. Y piensas: jódete. Pero la que se jode eres tú porque es tu cuerpo y porque no lo ha oído y porque es una cosa como de parvulario. La verdad es que necesito el tratamiento. Necesito que me ayuden a dejarlo. Porque el dolor a veces es un doce. Como hoy, por ejemplo. Y no sé si lo han notado pero no hay agua y me muero de la sed. Y tengo sueño, pero no puedo dormir. Y el día de la lluvia de estrellas me han puesto turno de noche en el sótano sin ventanas del manicomio. Me porté como una hija de puta y me tienen castigada sin tele, sin teléfono y sin internet. Le tiré las gafas a la cabeza a un imbécil mentiroso por decirme que no tenía puntería y le abrí la cabeza, con el resultado nefasto de que me quedé sin gafas y el imbécil mentiroso ya no me habla. Aunque quedó clarísimo que tenía puntería y una fuerza descomunal. Aun así, creo que he salido perdiendo. Me gustaba el imbécil mentiroso. Y sin gafas no veo. Así que ando a tientas, todo está brumoso, la boca seca, sin nadie con quien hablar, nada que hacer, puertas cerradas por doquier, dolor de pecho de la pena, de manos de lo mío, de cabeza por estúpida. Miedo a que Dios exista y me haya visto. A que los extraterrestres esos que hay por aquí cerca me hayan visto y que cuando bajen a sacarnos de este desierto vertedero lleno de cucarachas y locos, no pase la criba y me dejen en este páramo lleno de muertos. Si tan solo encontrase la loción esa que limpiaba los efectos del filtro del puñetero Puck o, mejor, despertase en un bosque el día después de la noche de San Juan y todo hubiese sido una pesadilla. ¿Alguien se viene al cine a ver Oppenheimer? Que eso sí que fue liarla y ya se sabe lo del consuelo de tontos. Iría sola (al cine), pero en primer lugar no quiero y, en segundo lugar, necesito que se me vaya contando lo que pasa porque sin gafas no voy a distinguir a Robert D. Jr. del hermano de Dennis Quaid. Además, creo que me voy a morir.

domingo, 4 de junio de 2023

Con su pan se lo coma

Hace unos meses tuve noticia de una antigua amiga, a la fuimos dejando atrás, conforme contábamos años, todos los que solíamos ir juntos en los tiempos de felicidad juvenil. Era de esas personas que transitan por el lado más bestia de la vida. Como Natalia, preocupó a algunos y dio igual a otros.  Salía con sus excéntricos sombreros y una boa rosa de plumas, llamativa e indolente, a pasarla bien y encontrar probablemente algo que ni ella era consciente de estar buscando. Y un día recientemente -si pensamos en que el tiempo es relativo y lo que antes era poco ahora es mucho y viceversa-, me llamó por no sé qué motivo a mí, que debía ser su último recurso de desahogo. Yo, que la había dado por muerta o algo peor, escuché su relato de los últimos años. Me explicaba con una voz desconocida que había encontrado el amor ya mayor, sin que ella misma fuera consciente de que fuese mayor. En diez años, había ido acentuando todo lo que ya era un desastre pasada la primera juventud. Pero, decía, se había topado en un camino secundario, nocturno y torpe, con algo que no esperaba, un enamoramiento tierno, mutuo y que la llenaba hasta las trancas. Una felicidad insospechada de risas, música, bailes, borracheras y tiernos momentos de cotidianeidad que me llegaron a dar mucha envidia. Por lo visto, eran iguales. Costó, según ella, admitir que eran pareja, que se amaban locamente, que valía la pena salirse del camino salvaje y disfrutar solos de días y noches, conversaciones interminables, bromas absurdas, sexo con amor y chismes comprados en un sexshop,  y juegos. Y también llantos y peleas de enamorados y borrachos a la par. Ambos, infantiles, ambos con mucha vida detrás. Y, claro, algo fue mal y de ahí su llamada. Si no, de qué me iba a llamar. A mí, que soy tradicional, aburrida, madrugadora, cumplidora de mis deberes y fiel pagadora de aseguradoras. Y me cuenta que tanta pasión desembocaba a veces en diferencias escandalosas. Y que un buen día fue ella, y otro día peor, fue él. Pero que, al fin, tuvieron que separase porque la relación había convergido en lo que ahora se denomina una relación tóxica. Llevaba, cuando la llamada, cuatro semanas sin verle. Aún lloraba a lágrima viva, aún se hablaban por teléfono, igual bondadosamente, igual con una falta de respeto dolorosísima, siempre según ella. Y me explica que él, tras un mes de infierno, le ofrece quedar para verse, como amigos, sin juerga, de paseo, para contarse y devolverse los pijamas. Y, detonante de su necesidad de hablarme, ella entró en pánico. Que si se veían, se agarraría con fuerza a su escuálida espalda, que desandaría todo lo andado, que si solo rozarlo sería volver atrás y ya quizás sin retorno. Que finalmente, con úlceras sangrantes, renunció a lo que deseaba que era verlo, y que yo le dijese algo que le ayudase a pasar el resto del puto domingo y que hiciera yo algo que amainase el dolor con algún consejo, alguna visita, alguna recomendación fílmica, alguna medicina verbal que la salvase. Tras silencios eternos por mi parte, yo sin saber qué decir y con las camas sin hacer, los niños sin comer, la lavadora por tender y mis mierdas, que también las tengo, colgué, la bloqueé y me sentí culpable 15 minutos. El estruendo de mi vida hizo que mi culpa se evaporase, como esa lluvia prometida que al final queda en nada y, que, como único gesto de constricción, escribiese estas líneas algo así tal que pidiendo perdón. Vaya, eso. Que soy lo peor. 

lunes, 29 de mayo de 2023

Ahora sí

 Me despierta a las cinco de la mañana un dolor de muelas de tres pares. Tomo analgésicos para dejar KO a un oso polar. Me desvelo. No tengo con quién hablar. No tengo hobbies ni amigos ni discos ni libros ni imaginación ni apetito sexual ni nada que hacer. Me siento frente a la pantalla y escribo: "Me ha despertado un dolor de muelas y ahora no puedo volver a dormir. No tengo con quien hablar no porque sean las cinco de la mañana, sino porque no tengo nadie con quien hablar a ninguna hora. Mi vida es una mierda". A la mañana siguiente, mi único comentarista: "Deja ya de manipular, no me das pena, a quién quieres engañar". Me acuerdo de Hugo. Ah. Nada me pasa a mí en exclusividad. Ni siquiera el insomnio, ni menos el dolor de muelas, ni tener a un anónimo subnormal que piensa que todo lo que escribo lo hago por él. Todo. Debe ser alguien que existe en el mundo real, ese de fuera de la pantalla, alguien que quizás un día conocí y a quien quizás presté alguna atención. Alguien que si me pongo a pensar, igual deduzco quién es, porque todo lo que escribo, si marca el Villarreal y digo gol, si me llega tarde y fría la pizza y lo pongo en la página del Glovo, si se me muere otro gato, si mi abuela guisa papas con sardinas... todo, todo lo digo por ella. Esa persona, anónima y misteriosamente importante que preside mis vacíos días y mis solitarias noches. Ese ente omnipresente, invisible, que viaja por el tiempo y el espacio en circuitos de fibra óptica, que vive en el verde mátrix entre vibraciones y zumbidos, y que a lo mejor es un bot de esos,... es el motivo de cada uno de mis actos. Si hablo con una chica, (improbable porque no salgo y porque las chicas desaparecen en cuanto yo aparezco), si me acerco amable a un mozo (también improbable por razones similares), si me caigo, dios no lo quiera, tras dos millones de cervezas, y me araño con óxido y me ponen la antitetánica y, ahora sí, el enfermero intercambia palabras y contacto físico muy escueto con mi persona, y después lo cuento, porque si no lo cuento es que no ha pasado, lo hago por él, para molestarlo. Al ente. Que dónde está fuera de ahí. Que por qué se enfada conmigo por haberme caído. Que por qué da por sentado el interés del pobre enfermero. Que por qué me escribe en mayúsculas que lo estoy humillando por caerme a propósito y calentar a todo bicho viviente en urgencias, que lo de urgencias, además, ha sido por llamar la atención y poder refregárselo (sic). A veces, un poco por aburrimiento, un poco por soledad, un poco por curiosidad y un poco por un poco, estoy por responder, como hizo Hugo: "Sí, todo lo que escribo, y pienso, lo hago por ti, porque te odio, porque te amo, porque eres dios y estás en todos lados. Quiero llamar tu atención a todas horas para recibir tus insultos y sentir que te importo aún. Si un día desapareces de mis redes, de mi blog, de mi pantalla, mi vida carecerá de sentido. Las muelas dejarán de dolerme. Los gatos dejarán de morírseme. No volveré a caerme borracho y acabar en urgencias. Nada pasará. Todo estará oscuro". Pero soy perezoso y no lo hago. Hugo escribió un post diciendo a su psicópata particular que sí, que todo lo que escribía lo hacía por él. Ya ves. Pensé que iba por mí. Iba a ponerle un comentario. La verdad es que no recuerdo si lo hice. Qué cosas. Igual el anónimo cabrón lleva razón y todo lo que escribo lo hago por él. Él era Ahab y la ballena, fue cada uno de los marineros argentinos, Astrudd, el motivo de quedarme en la estación espacial, el big-bang de Andrómeda, el fraile beodo que canta en primer plano, qué digo, el puto Bosco planeando hasta el último detalle mientras yo lo miro. Paro. Pienso. Mis sospechas me inquietan, me divierten, me molestan. Tengo que escribirlas para que sean verdad, para que pueda leerlas. Porque si no lo cuento, no ha pasado. Ahora, sí. Lo hago por ti.

sábado, 13 de mayo de 2023

Pause

 Todo va muy rápido, sobre todo cuando una va tan lenta. Los complementos alimenticios de efecto Kubrik me proporcionan una perspectiva triple de cada cosa que miro. Cumplen su misión-castigo de salvar al mundo de determinadas extorsiones. Aunque lo de ver triple es algo incómodo y hasta peligroso, diría yo. Todo, también, me rebota por dentro. Y las implicaturas se magnifican o minimizan sin mucho sentido. Es como si se hubiesen cargado al capitán de esta nave y fuese a la deriva. Y por mucho que digan, el piloto automático evita escollos pero va sin rumbo. El teléfono suena y no alcanzo a cogerlo, porque se mueve ante mis ojos. Hay un goteo insoportable, una especie de tictac que debe estar dentro de mi cabeza, porque los demás siguen tranquilamente a lo suyo. Por suerte, llueve, y en eso estamos todos de acuerdo. Por suerte es sábado y no tengo que moverme de casa y es un alivio, y en eso estamos todos de acuerdo. También, por suerte, siento cómo me apago y tengo prevenido el dormitorio. A ver si el estómago se calla, me acuesto y me duermo, mientras el mundo sigue a toda hostia, con sus ruidos y sus cambios y toda esa violencia que se me mete por el estómago arriba.

lunes, 8 de mayo de 2023

Casualidades

   Suena el teléfono. Lo cojo con un par, arriesgándome a que me intenten vender algo durante 45 minutos. No. Es del Limonar. Que una cita. Que para el miércoles. Oiga, perdone de verdad, pero ese día tengo un compromiso de trabajo y no podré acudir. Sí, por la tarde. Sí, de trabajo. Sí, lo siento.

   Hace unos días tuve un error que en mayor o menor medida puedo relacionar con el Limonar con sus casas señoriales y sus colegios concertados y su falta de aparcamiento, el topten de los putos apellidos que valen, sus tiendas de decoración, sus multas y los múltiples contenedores para reciclar todo tipo de cosas, incluyendo uranio, aceite usado, pilas, secadores de pelo que podrían ya ser contaminantes, hijos que han salido mal (no los denuncien, no se manchen las manos, echen a esos vástagos molestos aquí). Todo. Han pensado en todo. Por mi zona, si reciclas (que eso es otra), tenemos un bidón para el plástico y gracias. Y no sé si es por nosotros, pero el iglú amarillo ese está sucio que da asco y con un acceso que pasa por subirse a los coches de los vecinos con nocturnidad, alevosía y riesgo para tu vida. Por eso, yo mando a mi hijo, que es más joven y corre más. En fin, la evolución del ser humano va por barrios, ya se sabe.

    Ahora mismo tendría que estar haciendo otras cosas. Asegurarme algo para no cargarme también mi parte de vida dedicada a un trabajo que me gusta. Pero los del Limonar me han distraído y he tenido una regresión momentánea de la que me está costando volver. Y la verdad es que no suelo ser así. Que conozco gente que están anclados en los 90 y todas las conversaciones, recuerdos y sabiduría que sale de ellos se rescata de momentos de hace 30 años. O más. Cuando las playas eran playas y las novias, novias, y el dinero en lugar de escasear se salía de los bolsillos. Me da cosilla. Un prurito de vergüenza, me siento traidora a mi generación, pero mi memoria es fatal y no me acuerdo de nada; así que ni nostalgia ni idealización, ni viajes conmovedores, ni vencer a una enfermedad mortal con medicinas naturales y amor, ni amigos para toda la vida ni parejas perfectas y pueblos perfectos, ni reinas del baile, ni los putos amos del instituto, ni espejos que se rompían. Y entiendo, entiendo, trato de entender, asentir, sonreír y saludar... Pero, quitando que los coches no te decían a ti lo que tenías que hacer y que podías fumar en todas partes, no tengo súper anécdotas con las que torturar a quien tenga la desgracia de tomarse una tapa conmigo un sábado a las tres de la tarde. Y hete aquí el problemón, porque son muchos boomers a los que caer fatal, que soy yo muy faltona. Pondré, si llegare el caso, la otra mejilla y hablaré de los Picapiedra, del lindo pulgoso y de Regreso al futuro, que es lo que voy a procurar hacer ipso facto. Regresar. Al menos a este asco de presente para el miércoles no hacer también el ridículo o por lo menos no salir de allí linchada, que cuando te pegan duele, pero cuando te insultan casi que duele más.

Enga, nos vemos.   

martes, 2 de mayo de 2023

Tal día como hoy...

    Tal día como hoy hace 19 meses te podrías haber quedado conmigo después de que yo te besara. Y besarme tú hasta que no hubiese música, ni gente, ni luna, ni paseo, ni poyete, ni nada. Pero te fuiste detrás de tus amigos y tuvimos que esperar al día 5 para acabar como habríamos acabado hace 19 meses si no fueses tan babucha. Le habríamos ganado a la vida tres días, te habrías mudado tres días antes, y quién sabe si yo habría cambiado antes, diría que sí, que mucho antes.

Esto habría sido mucho más romántico escrito mañana: serían 19 meses y un día, un número redondo, la cantidad de días que te caen por robar una bici si eres gitano o lo pareces, algo más que por robar cien millones de euros si eres de la directiva de una empresa financiera (porque no es exactamente robar, obvio). Mucho más romántico, digo. Pero soy así. Igual tengo una idea buenísima y ni caso, igual tengo una idea malísima y ahí voy con todo. Bueno, 19 meses viene a ser año y medio. Hemos conseguido sorprender a mucha gente, había porras, apuestas y no pasábamos de tres meses. Que se jodan. Y el primer sorprendido me da que eres tú, y yo después, cierto, y siempre después por lo de las gafas, la sordera y que no presto atención. Pero al final, también. Hemos conseguido que nos quieran y nos odien, y querernos y odiarnos y querernos más. Hemos visto un montón de mundo en la tele, comido comidas exóticas que nos han traído muchos jóvenes en moto. Hemos conseguido, y esto sí es creo yo muy bonito logro como pareja, que no nos dejen entrar en algunos sitios y que, en otros, se descompongan al vernos pedir unas cervezas. Muchas cosas. Nuestro farmacéutico de confianza, el hipo, la literalidad, las risas que amargaron la vida a mi vecino, la cerveza sin alcohol, los tuppers de ida y vuelta (ya, se escribe táper, pero solo de verlo me da vergüenza). Muchas cosas. El diccionario que te hizo más ilusión que si te toca la lotería, mi salud de mierda, tus pelos de loco. Tengo aquí un pantalón del pijama tuyo y en tu casa hay en algún sitio unos pendientes y un par de bragas mías. Una barbaridad. 19 meses. He aprendido mucho. Que en la playa no hay grillos, que si estás tú no me pican los mosquitos, que cuando desapareces un rato y me da un vuelco el corazón es que has ido a por una pizza y soy gilipollas, que te gusta montar en bici y no montas. Que la vida que te gusta a ti es esa que me gusta a mí y le gusta a cualquiera y lo bien que se está cuando se está bien. El día que conocimos a los alienígenas que repartían el butano y la novia de un amigo nos arrastró a su casa para comernos las uvas y se convirtió en Noche Vieja ya presagiaba cosas especiales. Había una estrella y posiblemente tendríamos que haberla seguido. Eso es otra. Pensando, pensando, caigo en la cuenta de la de posibilidades, la de disyuntivas, la de elecciones, la de aciertos y cagadas. Todo nos pasa más quizás porque somos mayores, quizás porque estamos como estamos y se juntó el hambre con las ganas de comer. Me pregunto qué habría pasado si te hubieras quedado conmigo en el paseo ese día 2 y creo que habría pasado lo mismo. Que por poco me muero, que por poco te mato, que en vez de estar ya hartos, estamos haciendo nubes de caramelo por debajo de las mesas, por esquinas y callejones. Que hice un pacto con Nazaret y lo voy a cumplir porque es lo que más deseo en esta vida.

Me debes tres días de besos, que lo sepas.

miércoles, 22 de febrero de 2023

الحق والباطل

      Mi casillero de la biblioteca está atestado de libros en préstamo a punto de caducar, introduzco la clave, suena un chasquido y un robot invisible que vive detrás del mobiliario me los dispensa lentamente. Cojo un carrito y los coloco de cualquier manera. Salgo de nuevo. Árboles, esqueletos de edificios y el crujido de la hojarasca me acompañan. Alguien perdió un smartwatch de hace mil que piso sin querer, se ve que lleva ahí bastante tiempo porque está debajo de papeles y cajas de cartón voladoras. ¿Cómo cojones se puede perder algo que va ajustado con cinchas a tu muñeca? Miro mejor a ver si está la mano que justifique la respuesta implícita: no la veo. Sí veo flores nuevas que se salen de las medianas y ocupan antiguas aceras. Recuerdo aquel anuncio "las mejores plantas para jardines urbanos" que parpadeaba en las pantallas de las calles cuando estas servían para algo. Aquí se mezclan las plantas tapizantes con arbustos, plantas nativas y especies invasoras. Setos sin cortar toman formas naturales más bien inquietantes. Imagino los insectos que deben pulular asquerosa y felizmente a su aire sin nada que les estorbe salvo pájaros con hambre. O reptiles... Reptiles. La imagen mental, el concepto, el dibujito de una forma curva, sinuosa, reptando por la tierra cerca de mis pies, de tamaño acorde con el de la flora actualmente en posesión del lugar. "Reptiles" evoca y provoca un cortocircuito. Vuelvo a mi realidad física. Un refugio como de Segunda Guerra Mundial. Huele a vacío y a frío, porque no hay nadie y porque es febrero. Corre, sal de ahí. Tengo que renovar la mayoría de estos libros y recordar para qué pedí cada cual en su momento. Eso. Resulta raro maquillarse, acostumbrarse a conducir por una autovía vacía, ver el jardín botánico desmadrado desde las ventanas. Eso. Subir escaleras en silencio acelerando el paso con el corazón disparado. Podría haber imprevistos. Eso no. Ya no estoy acostumbrada a los imprevistos. Tampoco recuerdo qué llave abre qué puerta... Por suerte, suena el tono de uno de mis médicos. Salud mental. Media hora de terapia por videoconferencia. El tiempo justo para no llegar tarde. Tampoco tengo nada que contar. La doctora me encuentra baja, le preocupa que no sonría, me nota desanimada, se preocupa, me da la siguiente cita para antes. Cuelgo aliviada, mientras ordeno a Alexa que anote la fecha en mi agenda, con alarma para el día en cuestión. Sigo, sola. Sola camino por los corredores de antes, paso sola frente al viejo comedor, saco sola una botella de agua de la máquina expendedora y pago con el pulgar 0,75 céntimos (se ve que no han renovado los precios ni las existencias desde hace décadas). Bebo con <b> agua a morro. Siento como yo misma ralentizo el paso de manera inconsciente y me embarga la angustia. Bajo escaleras. Cruzo bajo sucias mamparas y feísimos techos de cristal muestran su desgana color rojizo-calima. Voy por la derecha más por costumbre que por otra cosa, bajo al sótano donde aún los microondas esperan una sopa que calentar. Enfilo el pasillo oscuro y sonrío (o algo así) al leer en las puertas los rótulos que rezan ese anacronismo "aula de informática". De qué iba a ser si no. Empieza. Un rumor de voces espera ahí delante. Me sorprende una risa. Hiperventilo. Hago mis ejercicios, visualizo mi casa, visualizo la pantalla del portátil, visualizo la taza de café en mi mano, pongo en marcha los recuerdos sensoriales pacificadores, noto el roce del micro en mis labios y de los auriculares en las orejas, la calidez de mi sillón, los sonidos de casa. Uf. Vuelvo. Compruebo mi pulso en la pantallita. Con mis guantes de cirujana, agarro fuerte el pomo de una puerta verdosa, giro, empujo, doy un paso, finjo una sonrisa y entro. Cierro tras de mí. Qué necesidad había de esto. Tres de los cuarenta convocados están ahí distribuidos por la señalización amarillenta de suelos y paredes, separados por mamparas y metros de aire clorado, anónimos tras mascarillas; en sus ojos lo leo, ansían empezar para acabar cuanto antes, así que empiezo.



lunes, 2 de enero de 2023

Despierta, joder. Que la llevas

 La Paz, años veinte. Una joven hermosa y diminuta, de cabellos morenos y ojos de almendra conoce a una ardilla. En La Paz. A ver. Bueno. Igual no es tan raro. Pero en mi época lo era. Conste. La ardilla, monísima, peludita, de tamaño minúsculo y mirada de acércate-y-te-clavo-los-dos-dientes-hasta-el-tuétano, comenzó a hablar. Eso. A hablar en español de aquí. Clarito, clarito. Sole, que así se llamaba la bellísima joven, se quedó algo perpleja, no mucho. Como es ella. Entre la sonrisa de Monalisa y el Grito de Munch.

 Y como rara vez en La Paz había visto ardillitas, Sole pensó que si esta se había tomado el tiempo y esfuerzo de hablar un español correcto, no estándar, sino de la zona, sería porque aquella ardillita tendría algo bien importante que comunicarle. Ahora bien, ¿era ella interlocutora lo suficientemente merecedora de aquel milagro de la naturaleza? ¿Una ardilla parlante, monísima, seguramente con algo tremendo que decir al mundo en un idioma no precisamente familiarizado con la comunicación de hallazgos, elegía ese preciso instante en que ella ha salido a pasear por su barrio para encontrársela y hacerle partícipe de su mensaje? No lo creo. Ni Sole lo creía en el momento. Aún así, respondió: «Sí, soy de aquí» en lo que a ella le pareció un grito pero que seguramente fue un murmullo petrificado e incrédulo. Como era ella. Y menos mal. Lo que menos falta le hacía era que alguien pasara con una bicicleta y la viera gritando. Gritando a una ardilla. En La Paz, donde raramente había ardillas, pero aún más raramente había personas gritándoles. O gritándoles esperando una respuesta. O gritándoles esperando una respuesta común, una respuesta que te sabría dar alguien que habla tu mismo idioma, no un idioma ardillesco y bellotil. 

  El roedor giró la cabeza a la derecha (es diestra, -pensó Sole), encogió los ojillos como intentando entender. Giró la cabeza, ahora a la izquierda (no es diestra, -pensó Sole-, que a veces se hacía lío). Y finalmente suspiró histriónicamente, con impaciencia y como con hartazgo. "No te he preguntado si eres de aquí, pero ya que me informas, te diré que he visto sitios peores. Un consejo, no pedido: No vayas por ahí disimulando que es peor. Si eres de La Luz, de Vistafranca o Dos hermanas, da un poco igual. Yo era de la Cruz Verde, fíjate, cuánta historia, situada en las escaleras, viendo cómo defenestraban a relapsos flagelantes, los menos, o hechiceras-timadoras-ladronas y, también, asesinas por motivos más o menos justificables. Para acabar contra tanta injusticia estaba entonces el Santo Oficio. Ahora nos jodemos con los payasos del tribunal judicial del Clan Primero de las marmotas, topos, ardillas voladoras y recaderos del Sur. Casi preferiría que me quemasen otra vez, la verdad. Y a todo esto. Tú, ¿qué querías?".

    Por lo pronto, pensó Sole, querría saber qué se le puede responder a una ardilla parlante cuando aparece acelerada y con más ganas de hablar de Historia que de aclarar exactamente de dónde sale. ¿Relapsos flagelantes? ¿Hechiceras juzgadas por el Santo Oficio? Mucho tenía que haber vivido este pobre animalito cuando hilar toda aquella sarta de cargos, traumas y consejos no pedidos es lo primero que se le ocurre al cruzarse con una humana. Tampoco había pedido Sole esa mañana tener más complicaciones de las que ya tenía, sea dicho de paso. Estaba nerviosa y la ardilla parecía más alterada que ella, pero como si sus propios problemas no fueran pocos, también parecía interesada por los de la joven. Habrá que responderle, se dijo para sí la todavía boquiabierta. «Pues me gustaría saber cómo actuar más a menudo, empezando por dejar de disimular la sorpresa que me causa encontrar una ardilla parlante, pero ya que ha entendido al vuelo que algo me ocurre y no sé solucionarlo yo solita –se atrevió a aclarar Sole, ganando algo de carrerilla–, se lo explicaré. Estaba dando un paseo para aclararme, olvidarme de mí o de mis problemas, terminar ya con todo, cualquier opción en realidad me valía, cuando nos hemos cruzado. Lo cierto es que desde hace unos días veo todo a la mitad, literalmente, todo partido por medio. Puede parecerle una estupidez, a todos se lo parece, pero la confusión que esto me ha provocado no me deja dormir por las noches; no puedo mirar a nadie a los ojos porque veo sus caras por la mitad, ni distingo el día de la noche porque para mí es lo mismo lo oscuro de la tarde que lo oscuro de la mañana; ni soy capaz de cocinar porque malinterpreto cantidades y acabo torciendo las sopas, las ensaladas y desparramando aceite por toda la mesa; no es fácil subir escaleras ni atino a bajar el toldo por las mañanas para que no dé el sol en la salita, y me tropiezo con las piedras de la calle a menudo porque no calculo la distancia entre los pasos que voy dando; ni le cuento sobre confundir calles y pasos de acera. Soy del Perchel, por cierto, ni de La Paz ni de ninguno de esos honorables barrios que usted, ardillita, ha mencionado, sino del Perchel, como digo, y esta mañana, después de despertar sin confusión alguna, pensando que todo había sido un sueño, me he mirado al espejo y me he asustado al ver que mi boca no es mi boca, mis narices no son mis narices, ni mi pelo es el pelo que yo acostumbraba a tener. Eché a andar, como acostumbro a hacer cuando me desespero, y aquí me encuentro, en medio de La Paz, sin saber qué hacer».

  La ardilla carraspeó -nada fácil para un roedor. Carraspeó con una dignidad propia de un político decimonónico, antes de un discurso de cuatro horas en que no repetía ni una conjunción ni un adverbio. Carraspeó, digo, y miró con ojos entornados a la perchelera aquella aparecida de la nada. Pues mira, dijo. Este encuentro es providencial. Para ti, vaya. Que yo estoy ya de vuelta de todo y esta es mi trigésima reencarnación y me la suda todo (soy ardillo). Noto cierta desesperación existencial y, como he sido psicóloga colegiada, asesor del presidente, cabecilla de varias revoluciones y cinturón negro de Yawara Jitsu, creo estar en condiciones de curar tu somatización. Te tuteo porque soy tres o cuatro milenios mayor que tú, no por nada. Queda en tus manos. Como también he sido chamán, siempre espero a que se me pidan las cosas y que se me ofrezca algo a cambio de mis "servicios". Son tradiciones y ya se sabe que contra eso no hay nada que hacer. Tú verás, la mitad que quieras (la ardilla era un poco cabrona con el humor y a Sole le recordó a alguien). Quedó paradita, quieta con la mirada a lo lejos como recordando, como abstraída, digna y perfecta, anfitriona de un cuerpo que no hacía honor a su autoridad.

    Sole sacó el móvil, buscó la palabra somatización en google –para qué molestarse en ir a un diccionario, si total– y luego miró fijamente –bueno, a medias– a la criatura peluda que le había hecho replantearse por primera vez en el día si no sería mucho más fácil dejarse llevar por todo, arrastrar la visión a medias por la vida, decir hola qué tal a las ardillas parlanchinas que se encuentra una como si nada, dejar de asustarse por nadita que ocurra, y luego comerse un helado y a correr. Quiso salir corriendo, literalmente, también, porque ahora ya no se trataba solo de quejarse, sino que también había que estar preparada para escuchar lo que la puñetera ardilla tuviera que decirle, y luego pagarle por la ¿consulta? Nah, mejor quedarse como estaba. Mejor irse a casa, subir por el ascensor, buscar las llaves en los bolsillos del abrigo, sentarse frente al portátil y contar algo en el blog oscuro aquel donde podía escribir todo tipo de cosas sin que nadie pensara que era la realidad porque ya se sabe que en los blogs se miente, y mucho. La ardilla, que parecía estar esperando una respuesta todavía, viendo que la muchacha no tenía remedio, o mejor dicho que no le pensaba dar ni un cuarto de bellota (la mitad de una mitad), insistió con un grito que no sabemos si escuchó Sole sola o Sole y alguien más que anduviera por ahí: "Despierta, joder".

   Cómo se le iba la pinza a la joven aquella. Se habían juntado el hambre con las ganas de comer. Por la sombra de los árboles notó que llevarían allí casi todo el día, también lo sintió porque tenía un hambre brutal. Se había ido a sus otras vidas de repaso y se había olvidado de todo, mientras, presuntamente, su contertulia habría salido de viaje y habría vuelto sin moverse mucho y también se habría saltado la comida. Ambas seguían allí por cortesía de un poder superior que les arrebataba de sí y las llevaba muy lejos de sus cuerpos que quedaban como estatuas de un parque sin estatuas, con fuentes sin agua y con calvas en el césped. Vio un pavo real. Dijo tengo hambre, ¿y tú? Oyó un susurro: muchísima. Yo tengo lo mío aquí al lado si me empujas, que estoy sin fuerzas, me pillo una nuez y voy royendo. Si no, me va a dar un pasmo. De nuevo, el susurro: no tengo ánimo de empujarte. Ve que se sienta. Se echa. Cierra los ojos. Le pide, una vez más, que despierte y le acerque con el pie las sobras de unos quicos de bolsa por entre la hierba y con eso merendaba. Pero la muchacha ya roncaba suavito, seguramente medio dormida. Con lo que había sido en sus vidas, con todo lo aprendido, ser algo así como una rata solitaria vagabunda fácil de ignorar, le daba mucho por saco. Arrastró con su cola los restos del maíz tostado aquel y sonrió sin querer. Quizás debería hacer como la joven Sole y dejarse marchar, para despertar en su próximo cuerpo, en su próxima vida, en el misterio que le esperaba: dejar de ver la mitad de lo que le rodeaba para quizás ver incluso menos, no ver nada. Hibernar sus talentos y saberes hasta la próxima expedición de vida, acurrucada tras la "comilona" en el regazo lanudo de la durmiente desconocida. En un momento, la vio despertar desorientada, con frío, azuzada por el hambre y el desconcierto, notar que tenia media ardilla muerta a su lado, pensar que todo había sido un sueño. Apenarse por el animalito ese tan tierno, derramar algunas lágrimas. Le gustaba esa visión dramática de su final en esta vida. Imaginar que aquello cambiaría el destino de Sole cual personaje de Coelho que, tras lo vivido, volvería a su camino más sabia y segura. Qué sensación más cálida ser protagonista de la vida propia y ajena, inventar recuerdos... cómo ayuda a dormirse estar cansado alimentado y caliente. Cerró lentamente sus párpados y dio una orden a su cuerpo.

    Anochecía y era como una postal, un pasaje de Poe. La humedad subiendo desde el suelo, ocultando los cuerpos, los operarios vaciando papeleras y pasando escobas a lo lejos, el silbido de la brisa entre las ramas, los bancos crujían descansando, las ges y las jotas pactaban una tregua, cansadas. Los alguaciles empezaban a cerrar el parque. Un milagro de navidad hizo que cayese una gota: nunca llovía allí. Otra gota. La tercera salpicó a Sole que da un respingo, que mira a su alrededor y piensa otra vez me he quedado dormida en cualquier sitio. 

FIN