jueves, 30 de noviembre de 2023

¿Qué más da B que S que H que P que X?

 Es lo que tiene ser tan bueno. Te lo digo de verdad. Creyente o no creyente, que yo en eso no me meto. Te das tanto a los demás que te quedas sin vida. Y más si hay amor de por medio. Entonces ya eres un mero transmisor de felicidad, un proveedor de cariño, de tranquilidad, de alegría, un campo magnético protector, un enorme oído donde volcar dolores y frustraciones, la teta-manantial-inagotable. Y así pasa la vida, sin vida. Claro. Sin embargo, digo yo, pasará que un buen día sacas la basura de los demás y te das cuenta de que es mucha basura y que ya te pesa y huele mal, que son muchos años y la espalda se resiente, que el barrio está peligroso. Y piensas. Oyes algo a algún vecino o igual en la tele. Y piensas. Y te das cuenta de que algo te pasa, algo te duele, algo te inquieta, pero no tienes tiempo de aclarar qué ni a quién recurrir. Cambias de ropa y de vecindario, vas al médico después de décadas. Demasiado tarde. No tienes nada, no tienes salud, ni dinero y el amor es un pozo sin fondo, infinito, imposible de llenar; por más que echas, aquello por la mañana está vacío y vuelta a empezar. Cambias de nuevo. Te vas al campo, comes fruta, adoptas un par de conejos, media vaca, un gallo. Hablas solo. Te recuperas. Pones nombre a 10 gatos. Les das de comer. Te arañan y se comen los conejos, la media vaca y el gallo. No importa. Los quieres mucho y es así. El amor todo lo perdona, todo lo puede, todo lo cura. Perdonas a los gatos, hablas por teléfono con parientes y amigos necesitados, das consejos, ofreces dinero y acoges a quienes puedes. Pero sigue la espalda que duele y notas que te estás quedando sordo y en la empresa te ven siempre con la misma ropa y malnutrido. Y sospechan. Y te ves en el paro con una edad que cualquiera comienza de nuevo. Y no tienes nada. No tienes dinero, ni casa, ni coche, ni nadie te responde cuando hablas. Quizás la sordera es de tanto escuchar y la indigencia de dar todo a los demás y el amor se lo han quedado los gatos, y la moto, el del garaje. Es lo que tiene ser tan bueno. Te haces viejo y pierdes todo menos la memoria. Te acuerdas de todo ese amor como por fascículos, de tanto que cuidaste a todos los que amaste, tantos, tantísimos. Y, coño, cómo se parecen, así, vistos desde el presente. Y buscas un minuto para ti, porque ahora sí que sí. Y lo usas para darte cuenta de que, quitando los viajes y esas cosas que tal, todo ha sido dedicarte a los demás, y que, como esto ya se acaba, lo vas a contar. Es eso o dejarse devorar por el tiempo sin hacer nada más que acariciar gatos mientras te comen vivo. Coges una vieja máquina de escribir del vertedero, te haces con lo necesario: una silla, papel, un techo y te pones a contar, contar con los dedos, contar con el recuerdo, contar cómo aquella vez en una playa de Almería salvaste la vida al amor de tu vida y cómo otra en la India animaste a la madre Teresa de Calcuta que estaba, la mujer exhausta a punto de rendirse. Y por la noche, mientras tecleas bajo el techado mugriento junto a la playa, te ve un tipo que parece que te reconoce y te invita a una cerveza, porque también está solo e, igual que tú, se ha dedicado a no tener vida. Lee la tuya y te la publica porque puede y porque resulta que cuentas cosas de gente conocida, gente con 18 apellidos de alcurnia indudable, con padres ricos e hijos que hoy son políticos. Y te forras. De repente, en una línea de la mano, en lo que tardas en pedir la cuenta, en lo que te lleva leer un cuento y no entenderlo, te llega el dinero y, con él, aparecen amigos y amor, el mismo amor, dirías, o casi. Cómo es todo de igual, cuando todo da igual. Y, como no se puede ser más bueno, comienzas de nuevo a dar y darte porque eres un ser de luz. Eres auténtico. Te lo digo para tu consuelo, por si vuelves a caer de nuevo. Que sepas que lo sabemos. 

lunes, 27 de noviembre de 2023

Noches perdidas. Un alto el fuego en Medio Oriente. El invierno que llega

 Cosas que pasan. Me sentí en la obligación y miré por la ventanilla hasta llegar. Tomé, bailé, sonreí, en exceso, a todos. Todo casi por hacerle el favor a uno. Después otro rato eterno de vuelta. Después el momento fugaz que ocurre a veces. Cada vez menos veces. Y, por fin, el sueño que viene a sacarte de en medio, nunca suficiente. Luego el sueño se acaba y despiertas ahí, de nuevo bromeando, sonriendo, charlando en exceso, sin ganas, solo por agradar, aunque me da que ya ni agrada. Diría casi que se me nota. Que practico cuando me quedo sola y veo en el espejo de las rayitas que lo hago peor y peor cada vez. Como todo. Y llega el momento de trasladar mi cuerpo de un lugar a otro por circunstancias absolutamente insustanciales con una desgana que roza la apatía patológica, anímica-conductual-interpersonal. Pero no es apatía, solo la roza. Llego al otro sitio, hago lo mismo que hago siempre a la hora que es, aliviada en parte de pasar el cepillo y ver el piso relimpio. En lugar de leer, crecer como persona, aplicarme, meditar, hacer ejercicio, yoga facial o algo, decido que antes de que venga de nuevo la noche y me pierda, voy a echar una siesta. Las sábanas me dan la bienvenida, la cama se alegra, me echo todo lo que tengo a mano, las batas, la mantita chica, la manta grande, la sábana de franela. Cierro los ojos y viajo al inenarrable mundo del no estar, no ser, no parecer. Despierto y es de noche. Aunque sean las 18.00 h y aún no hayan acabado con las extraescolares. Hablo casi dos horas de nada por teléfono, mientras juego con el móvil, sin entender la mitad de lo que oigo, sin que eso resulte importante porque a nadie le importa. Cuelgo y la siguiente y cuelgo y la siguiente. Después hablo con alguien pero no por teléfono, en modo analógico-presencial, poco, por suerte, algo funcional sobre los diarios quehaceres pero sin profundizar en la belleza de lo cotidiano. Al grano. Después de hacer lo que tengo que hacer. Voy donde me llevan, vuelvo a sonreír, pienso en la canción que me gustaría estar escuchando. Hago, digo, estoy, y acaba por fortuna. Me llevan. Miro por la ventanilla. Respondo: sí, muy bien; sí, muy feliz; sí, mucho mejor, gracias. Llueve pero no suficiente; sopla un viento racheado de poniente, pero del todo insatisfactorio. Necesitaría un huracán, un ciclón, un terremoto, un diluvio. Sé que eso pasa, y donde pasa es horrible. Pero cada uno necesita algo. Igual los que se ven aplastados por la naturaleza darían lo que fuera por mirar por la ventanilla e ir donde no desean ir y sonreír bajo amenaza. Mas las cosas son así. Le pregunté a Dios y me dijo que mientras esté aquí me tengo que acoplar a las reglas del juego. Me tocan buenas cartas, llevo buena mano, la única pega son las noches. Dios dice que me deje de sandeces, que lo deje en paz que somos muchos y está arrepentido de haber provocado el puto Big Bang (sí, dice muchos tacos, pero hay que comprender que no tiene vida) y que tome antidepresivos o escriba algo que cuando escribía no estaba dándole la lata y, como ya tomo antidepresivos (pero Dios no lo sabe), pues aquí ando, como quien dice en una misión de Dios. La próxima lo haré mejor, con pasión carmelita y devoción mariana, pero hoy me conformo con haber llegado al final del día-noche pesando un poco menos.