miércoles, 22 de febrero de 2023

الحق والباطل

      Mi casillero de la biblioteca está atestado de libros en préstamo a punto de caducar, introduzco la clave, suena un chasquido y un robot invisible que vive detrás del mobiliario me los dispensa lentamente. Cojo un carrito y los coloco de cualquier manera. Salgo de nuevo. Árboles, esqueletos de edificios y el crujido de la hojarasca me acompañan. Alguien perdió un smartwatch de hace mil que piso sin querer, se ve que lleva ahí bastante tiempo porque está debajo de papeles y cajas de cartón voladoras. ¿Cómo cojones se puede perder algo que va ajustado con cinchas a tu muñeca? Miro mejor a ver si está la mano que justifique la respuesta implícita: no la veo. Sí veo flores nuevas que se salen de las medianas y ocupan antiguas aceras. Recuerdo aquel anuncio "las mejores plantas para jardines urbanos" que parpadeaba en las pantallas de las calles cuando estas servían para algo. Aquí se mezclan las plantas tapizantes con arbustos, plantas nativas y especies invasoras. Setos sin cortar toman formas naturales más bien inquietantes. Imagino los insectos que deben pulular asquerosa y felizmente a su aire sin nada que les estorbe salvo pájaros con hambre. O reptiles... Reptiles. La imagen mental, el concepto, el dibujito de una forma curva, sinuosa, reptando por la tierra cerca de mis pies, de tamaño acorde con el de la flora actualmente en posesión del lugar. "Reptiles" evoca y provoca un cortocircuito. Vuelvo a mi realidad física. Un refugio como de Segunda Guerra Mundial. Huele a vacío y a frío, porque no hay nadie y porque es febrero. Corre, sal de ahí. Tengo que renovar la mayoría de estos libros y recordar para qué pedí cada cual en su momento. Eso. Resulta raro maquillarse, acostumbrarse a conducir por una autovía vacía, ver el jardín botánico desmadrado desde las ventanas. Eso. Subir escaleras en silencio acelerando el paso con el corazón disparado. Podría haber imprevistos. Eso no. Ya no estoy acostumbrada a los imprevistos. Tampoco recuerdo qué llave abre qué puerta... Por suerte, suena el tono de uno de mis médicos. Salud mental. Media hora de terapia por videoconferencia. El tiempo justo para no llegar tarde. Tampoco tengo nada que contar. La doctora me encuentra baja, le preocupa que no sonría, me nota desanimada, se preocupa, me da la siguiente cita para antes. Cuelgo aliviada, mientras ordeno a Alexa que anote la fecha en mi agenda, con alarma para el día en cuestión. Sigo, sola. Sola camino por los corredores de antes, paso sola frente al viejo comedor, saco sola una botella de agua de la máquina expendedora y pago con el pulgar 0,75 céntimos (se ve que no han renovado los precios ni las existencias desde hace décadas). Bebo con <b> agua a morro. Siento como yo misma ralentizo el paso de manera inconsciente y me embarga la angustia. Bajo escaleras. Cruzo bajo sucias mamparas y feísimos techos de cristal muestran su desgana color rojizo-calima. Voy por la derecha más por costumbre que por otra cosa, bajo al sótano donde aún los microondas esperan una sopa que calentar. Enfilo el pasillo oscuro y sonrío (o algo así) al leer en las puertas los rótulos que rezan ese anacronismo "aula de informática". De qué iba a ser si no. Empieza. Un rumor de voces espera ahí delante. Me sorprende una risa. Hiperventilo. Hago mis ejercicios, visualizo mi casa, visualizo la pantalla del portátil, visualizo la taza de café en mi mano, pongo en marcha los recuerdos sensoriales pacificadores, noto el roce del micro en mis labios y de los auriculares en las orejas, la calidez de mi sillón, los sonidos de casa. Uf. Vuelvo. Compruebo mi pulso en la pantallita. Con mis guantes de cirujana, agarro fuerte el pomo de una puerta verdosa, giro, empujo, doy un paso, finjo una sonrisa y entro. Cierro tras de mí. Qué necesidad había de esto. Tres de los cuarenta convocados están ahí distribuidos por la señalización amarillenta de suelos y paredes, separados por mamparas y metros de aire clorado, anónimos tras mascarillas; en sus ojos lo leo, ansían empezar para acabar cuanto antes, así que empiezo.