Yo
tuve un perro al que llamé Juan Rulfo. Algunos compañeros de carrera se
molestaron conmigo. Yo les decía que me encantaba el nombre, que le habría
puesto ese nombre a mi espada, si medieval, a mi banda, si roquero, a mi hijo,
si normal. Mas, aun así, se enfadaban; por eso, acortamos el nombre a Rulfo.
Rulfo
fue un cachorro adorable y monísimo, pero probó la sangre y se volvió un
asesino. Un buen día, cuando apesadumbrados nos dirigíamos a sacrificarlo tras
el primer incidente violento, se nos escapó. Nosotros no pudimos hacer nada:
nosotros habíamos hecho todo lo posible y ahora ya no era asunto nuestro. Dimos
parte a la Guardia civil y nos retiramos a la casa sin dejar que la noche
avanzase: la noche calurosa que sería recordada como la noche de los Seis Pies.
Los
pies fueron apareciendo a lo largo de la polvorienta calzada que iba al Páramo
negro y los recubría tal cantidad de restos que costó identificarlos como pies.
No se echó de menos a nadie del pueblo ni se denunció desaparición alguna por
los alrededores. En principio, se pensó en vagabundos y, después, en las
prostitutas que, a veces, de paso a algún lugar más principal, recorrían el
Arenal, casi siempre caminando. Rastrearon y nada más se halló: ni más partes
de cuerpos ni pista alguna que condujera a una explicación. Hubo que esperar a
las pruebas forenses para saber que eran los pies de cinco mujeres, pues solo un
par de ellos eran de la misma mujer. Los detectives dijeron que eran personas
de la misma familia en grado de consanguinidad uno. O sea, hermanas o madre e
hijas. Aquello espantó a todos. Nada más dijo la policía y el misterio se
instaló en el lugar y alimentó un miedo mudo.
Pasó
el verano sin haber para nosotros una explicación de lo que hubiera ocurrido o
de quiénes eran las mujeres muertas. Cinco miembros de una familia
desaparecieron sin dejar más rastro que seis pies destrozados. Eso era todo.
Nadie nos culpó directamente, pero había un silencio agobiante en el aire, en
las miradas, en las paredes heladas a pesar del calor. Decidimos no hablar,
dejar que pasara lo que tuviera que pasar, ajenos, ausentes, sabiendo que Rulfo
nos amaba y que problemas más inmediatos y acuciantes dejarían en cierto olvido
el episodio. Y así fue. Los días transcurrieron, la gente se preocupaba de sus
asuntos y los niños armaban jaleo de las casas al hirviente descampado y vuelta
a empezar.
Entonces,
como si hubiera estado esperando aquella señal, apenas caída la primera hoja
del álamo guzmán, reapareció Rulfo acompañando a un hombre de extraña vestimenta
con el aspecto cansado de venir de muy lejos, ambos lentos y cubiertos de polvo
negro. El forastero pasó por nuestra calle siguiendo al perro que se acercó a
nuestra puerta y, según su costumbre, arañó suavemente para que saliésemos,
moviendo su largo rabo y saludando amable como solo puede ser un perro. No nos
resistimos a festejar, aunque tímidamente, la presencia de aquel ser querido,
desentendidos de las miradas que atravesaban la calle y las manos que buscaban
los teléfonos. Sin embargo, sin darnos más tiempo del necesario para comprobar
que era él y que era real, siguió su camino junto al extraño y tomaron la calle
de nuevo, enfilando, con todos nosotros y algunos otros detrás, hacia el
cuartel de la Guardia civil, adonde entraron sin mirar atrás.
El
parte que entregó el auxiliar al teniente y el teniente al juez y el juez
compartió con los detectives venía a decir que Rulfo había atravesado medio
país llevando una prenda reconocible por Abelardo García, cuya mujer e hijas
habían salido de su casa con lo puesto en mitad de la noche unas semanas antes.
Según su propio testimonio, el señor Abelardo García había tardado algún tiempo
en comprender qué debía hacer y, por fin, había seguido al perro por campos y
ciudades hasta llegar allí. Y allí estaba, esperando alguna respuesta,
preguntándose si estaría loco por haber seguido a un perro bajo un sol
inclemente y con agujeros en los zapatos y un presentimiento en la boca del
estómago tan evidentes e incuestionables que el funcionario no pudo por más que
explicarle lo acaecido hacía ya dos meses en nuestra pequeña localidad
arrinconada entre el desierto y la nada.