domingo, 16 de junio de 2013

Juan Rulfo (II)

Rulfo mató al hermano equivocado. 
Era difícil diferenciarlos. 
Llegaron en primavera. 
Montando un gran escándalo.
Arreglaron el piso de arriba 
a martillazos 
a base de gritos 
dolidos y desbocados.
Ambos tenían el mismo rostro 
desencajado.
Ojos salidos y huecos 
donde otros tienen pómulos marcados.
Uno tenía un pájaro extraño,
graznaba de la mañana a la noche
con un canto desvaído y desacompasado.
Gritos roncos de colores verdes y pardos.
El día amaneció cansado
de la noche de golpes lamentados.
Ya habrían colgado estantes y cuadros
de perros jugando al golf y gaviotas
torpes
se estaban ahogando.
El hermano soltó al pájaro.
Uno de ellos salió en su busca, 
llorando.

Sirenas- André Masson





lunes, 10 de junio de 2013

Juan Rulfo (I)

Yo tuve un perro al que llamé Juan Rulfo. Algunos compañeros de carrera se molestaron conmigo. Yo les decía que me encantaba el nombre, que le habría puesto ese nombre a mi espada, si medieval, a mi banda, si roquero, a mi hijo, si normal. Mas, aun así, se enfadaban; por eso, acortamos el nombre a Rulfo.
Rulfo fue un cachorro adorable y monísimo, pero probó la sangre y se volvió un asesino. Un buen día, cuando apesadumbrados nos dirigíamos a sacrificarlo tras el primer incidente violento, se nos escapó. Nosotros no pudimos hacer nada: nosotros habíamos hecho todo lo posible y ahora ya no era asunto nuestro. Dimos parte a la Guardia civil y nos retiramos a la casa sin dejar que la noche avanzase: la noche calurosa que sería recordada como la noche de los Seis Pies.
Los pies fueron apareciendo a lo largo de la polvorienta calzada que iba al Páramo negro y los recubría tal cantidad de restos que costó identificarlos como pies. No se echó de menos a nadie del pueblo ni se denunció desaparición alguna por los alrededores. En principio, se pensó en vagabundos y, después, en las prostitutas que, a veces, de paso a algún lugar más principal, recorrían el Arenal, casi siempre caminando. Rastrearon y nada más se halló: ni más partes de cuerpos ni pista alguna que condujera a una explicación. Hubo que esperar a las pruebas forenses para saber que eran los pies de cinco mujeres, pues solo un par de ellos eran de la misma mujer. Los detectives dijeron que eran personas de la misma familia en grado de consanguinidad uno. O sea, hermanas o madre e hijas. Aquello espantó a todos. Nada más dijo la policía y el misterio se instaló en el lugar y alimentó un miedo mudo.
Pasó el verano sin haber para nosotros una explicación de lo que hubiera ocurrido o de quiénes eran las mujeres muertas. Cinco miembros de una familia desaparecieron sin dejar más rastro que seis pies destrozados. Eso era todo. 
Nadie nos culpó directamente, pero había un silencio agobiante en el aire, en las miradas, en las paredes heladas a pesar del calor. Decidimos no hablar, dejar que pasara lo que tuviera que pasar, ajenos, ausentes, sabiendo que Rulfo nos amaba y que problemas más inmediatos y acuciantes dejarían en cierto olvido el episodio. Y así fue. Los días transcurrieron, la gente se preocupaba de sus asuntos y los niños armaban jaleo de las casas al hirviente descampado y vuelta a empezar.
Entonces, como si hubiera estado esperando aquella señal, apenas caída la primera hoja del álamo guzmán, reapareció Rulfo acompañando a un hombre de extraña vestimenta con el aspecto cansado de venir de muy lejos, ambos lentos y cubiertos de polvo negro. El forastero pasó por nuestra calle siguiendo al perro que se acercó a nuestra puerta y, según su costumbre, arañó suavemente para que saliésemos, moviendo su largo rabo y saludando amable como solo puede ser un perro. No nos resistimos a festejar, aunque tímidamente, la presencia de aquel ser querido, desentendidos de las miradas que atravesaban la calle y las manos que buscaban los teléfonos. Sin embargo, sin darnos más tiempo del necesario para comprobar que era él y que era real, siguió su camino junto al extraño y tomaron la calle de nuevo, enfilando, con todos nosotros y algunos otros detrás, hacia el cuartel de la Guardia civil, adonde entraron sin mirar atrás.
El parte que entregó el auxiliar al teniente y el teniente al juez y el juez compartió con los detectives venía a decir que Rulfo había atravesado medio país llevando una prenda reconocible por Abelardo García, cuya mujer e hijas habían salido de su casa con lo puesto en mitad de la noche unas semanas antes. Según su propio testimonio, el señor Abelardo García había tardado algún tiempo en comprender qué debía hacer y, por fin, había seguido al perro por campos y ciudades hasta llegar allí. Y allí estaba, esperando alguna respuesta, preguntándose si estaría loco por haber seguido a un perro bajo un sol inclemente y con agujeros en los zapatos y un presentimiento en la boca del estómago tan evidentes e incuestionables que el funcionario no pudo por más que explicarle lo acaecido hacía ya dos meses en nuestra pequeña localidad arrinconada entre el desierto y la nada.




domingo, 9 de junio de 2013

Kveikur

No podía recordar desde cuándo, cada domingo a las 8:30 de la mañana J.J. subía a su blog un capítulo de su novela. La historia se iba llenando de los deseos cumplidos de los pocos lectores; se iba escribiendo sola, usando a J.J. casi como un medium que, tras su ritual matutino de desayuno y baño, se sentara ante el ordenador y vaciara su cabeza, mientras sus manos golpeteaban las mullidas teclas, igual que las Ciudades Quemadas habían depositado su última esperanza en Finn. 
Solo faltaban un par de semanas: el capítulo final estaría listo antes del día más largo. Sin embargo, el sábado aún no se había escrito una palabra de esa última entrega. Una fiebre de origen desconocido había noqueado a J.J. justo después de que, el último domingo, Finn cayese en un letargo febril tras recibir la punzada del aguijón de un ser gigantesco. Fue un momento determinante en la historia: Finn era humano. Desde entonces, J.J. había tenido horribles pesadillas en las que monstruos salidos de sus libros lo perseguían hacia un abismo de fuego rojo. 
La fiebre remitió y, cuando, debilitado y aturdido, J.J. comprobó la fecha, cayó en un estado de bloqueo, incapaz de escribir un final para su libro. Finn se hallaba acorralado, enfermo y solo, la espalda contra la roca en una húmeda y oscura cueva de paredes cartilaginosas, rodeado de enemigos. Y J.J. se sentía exactamente como él. A las seis de la mañana, Finn había perdido un brazo y rogaba para que llegase, Deus ex machina, algún tipo de ayuda, pero lo único que veía era un parpadeo igual que el del cursor que desde la pantalla amenazaba a J.J. como el hipnótico tictac del reloj: una cuenta atrás. A las ocho, J.J. no había dado forma a un final heroico y con sentido. La angustia que sentía era indescriptible. Se tomó la temperatura: le había subido bruscamente la fiebre. Al cabo de un momento, se desmayó. 
El tiempo pasaba ajeno a todo lo que no fuese el juego del movimiento relativo e intangible, y Finn estaba solo, suspendido en la nada, existiendo de un modo onírico en la mente difusa de los lectores de J.J. y reclamaba no quedarse ahí, no permanecer así ni un minuto más. Probablemente rezó y seguramente gritó y a las 8:25 el cursor se movió. Alguien escribió: «Alzó la enorme pata hasta más arriba de la cabeza de Finn, que arrodillado y sangrando por la boca apretó con fuerza los dientes y cerró los ojos, con un miedo paralizador y auténtico en el que reconoció ese tan deseado ser humano...», pulsó enter y posó una mano húmeda y caliente sobre el rostro de J.J.