viernes, 23 de diciembre de 2022

Una historia de Navidad postcovid

       Era algo con ele. ¿Lorena? No. ¿Laura? Mmmm. No. ¿Lidia? Joder, creo que no. ¿Lola? Uy. Puede... Quizás, Loli. Sí. Sí. Loli. Loli García Jurado. O algo así. Dolores en el carnet. Dolores. Eso, que lo tenía en la punta de la lengua. Que seguro, que sí. Eso. Pues Loli se fue en su BMW negro, familiar y gigante, que le tocó cuando tuvo el tercer hijo, a trabajar. Tenía el almuerzo típico de Navidad con la gente del Rectorado, así que se puso su mejor vestido, corto, medias con puntillitas y un abrigo que se acababa de comprar en Maximo Dutti. La ropa interior me la ahorro, pero estaba muy bien calculada, lo sé. De peluquería y tal. Vaya, que iban todos desesperados, tras dos años de teletrabajo y no salir nada más que a comprar pan. 

       Yo -eso sí que lo recuerdo- estaba de los nervios. Salí una hora tarde de currar y tenía un agobio que para mí se queda. Con todos los regalos sin comprar. En una caravana infernal. El flequillo a la mierda, la poca pintura de ojos, corrida. Rumbo al Centro Comercial del distrito donde habito y al que odio -ODIO- ir. Pero al día siguiente era Noche Buena y había que llevar mil cosas. Mejores cositas para mi familia y detalles gilipollas para los no pocos invitados de mi padre. Es lo que tienen las fiestas: te salen por un pico por una cena que apenas tocas, porque, después de dejar de fumar, te has puesto hipergorda. Y eso que probé todas las dietas posibles, ayuno intermitente incluido. Pero nada. No me entraba mi ropa, no tenía tiempo, tenía cara de vieja (porque lo soy) y llevaba una mala leche de la hostia.

      Después, estaba Jacintito. Un niño monísimo, pero malo a reventar. Desagradable hasta decir basta. Con diez años, ya daba susto. Jugaba, por supuesto, al fútbol. Y la mami, que se llamaba... ¿cómo era?... ¡Isa, porras! Pues la mami, Isa, lo llevaba y traía desde el quinto pino para que pudiera participar en esos encuentros que tanto bien hacen a la juventud. Se trataba de que echase todo el odio corriendo y metiendo patadas a un balón o a lo que fuera. Y ese día volvían. Desde el más alejado infierno de pueblo, después de almorzar, rapidito, y haber "ganado". Con Mariquilla, la hermana chica, que había salido bien (gracias a Dios), el tonto del padre, Isa al volante y el demonio detrás. Isa respirando de alivio viendo que ambos, Mariquilla y el puto Jacinto, se habían quedado fritos detrás del Ford Fiesta que compraron cuando nació el hijo del mal aquel.

     Loli se lo estuvo pasando genial. Si hasta unos compañeros le tiraron los tejos y la invitaron a un gintónic a sus 56. Las puntillitas nunca fallan. Yo seguía atacaíta de los nervios en la puta caravana y acojonada con mi coche, un Clio muy currado que te falla cuando quiere, en aquella marabunta de prisas y pitidos y gente que no sabe que en Navidad hay que ser amable. Isa,... Bueno, Isa estaba aliviada. Llegando casa, saliendo casi por el desvío que lleva a la rotonda que la llevaría a casa, arriba en el Altozano, desde donde se veía -de lejos- el mar. Con el maletero con todos los regalos y las botas del Jacintito de los huevos en primicia, firmadas por un tal Omar o Ronaldo o Iván o no-sé-qué jugador de no-sé-qué equipo de los importantes esos (dos sueldos, suyos, que el tonto del padre no tenía nada que aportar). En fin. Contenta, la mujer. Así. Tres mujeres a las cinco de la tarde de un 23 de diciembre con montones de cosas a sus espaldas, cada una con sus arrugas, sus michelines, su pecho recién estrenado, y sus hijos y sus hombres por ahí, atando.

     Y sé que no eran las cuatro ni las cuatro y media ni las cinco menos cuarto, porque miré el reloj, cagándome en todo, con un hambre de mierda, pero pensando que si menos comía, menos gorda se me vería, cuando consigo salir por la salida esa mía, que era, casualidades, la misma que la de Isa, y quién sabe si no, la misma de Loli. E Isa, al parecer, iba delante, unos tres coches delante, y gira para su Altozano del monte, en esa rotonda que distribuye seres humanos con sus automóviles al Altozano de los cojones, a los chalés grandes, a los que son pareados, al centro del pueblo costero, al Centro Comercial y al sitio pleistocénico de aquí, bien cultural reconocido y bien señalizado: unas cuevas de no perderse (creo). Una de esas rotondas que están justo debajo de la autovía, que sigue y sigue hasta los campos de golf y lujos mediterráneos y benditas urbanizaciones pijas. E Isa toma su carril y gira a la izquierda. Y Loli, que se había quedado frita al volante, con su enorme BMW se sale de la carretera, se carga el quita miedos y cae para abajo justo entonces. Y yo escucho un estruendo y todo el mundo pone luces de emergencia, saca móviles, se pone las manos en la cabeza, corre hacia el emplaste metálico. En fin. Digamos que el BMW estaba cabeza abajo amortiguado en un Ford Fiesta con un maletero lleno de regalos. Que había cachos de seres humanos. Y que, hasta donde imagino, Loli no se enteró de nada. Feliz Navidad.

    



domingo, 18 de diciembre de 2022

Hoy estoy insultona, pero es que la vida manda un montón de güevos

Y yo que pensaba que estaba loca... Un ejemplo que lo ilustra: me hice con una escoba que no uso para barrer. Y todo lo que tengo se lo doy a los demás, más que nada porque me agobia la acumulación y me fastidian las cosas y lo material me da un poquito de asco. Loca, ya digo. Siempre veo colorines que se mueven, dondequiera que mire. Achacable, desde luego, a una patología mental, pero igual es que soy súpermiope, que es una patología de otra índole, digamos, menos lírica. Hay diversidad de opiniones, todas en mi cabeza. A lo que iba, que siempre me pasa igual (deben estar ustedes hasta los cojones). El otro día, pensando yo en mis cosas, previas navidades pascuales y eso, por un paseo marítimo pleno de sol y familiares alegrías, testimonio  (yo, que es verbo, idiotas) una bronca muy violenta entre gente de distintas edades, alturas, complexiones y acento, pero con la coincidencia única de ser, hasta donde conozco, tíos, vaya de género no neutro, tirando a género masculino, es decir, una panda de hombres varones. Y yo que tenía como única cosa segura en este mundo de postverdad absurdo que comandaba la nave de los locos, la stultitia navis, en una traducción demasiado amable, y era (yo) merecedora de capitanear tan insigne barco, lleno hasta los topes de torpes, a resulta de mi estultez, voy y me percato de que no debería pensar que estar loco es poco sano y que igual debo cambia el nombre de mi barco, porque esos congéneres nuestros (los de la pelea) de ese sexo concreto parecían, a todas luces, a otras horas y en otros lugares, gente de fiar, normales, sanos. A ver, casi todos van al gimnasio y tienen novias con abrigos caros. Y yo, con mis manías, siempre creí que ellos eran mejores que yo, no por ser tíos, que eso sí que es una gilipollez (y siento tener que aclararlo pero hasta aquí hay tontos), sino por no estar comiditos de la cabeza, me doy cuenta de que menos mal que la que comanda este manicomio navegador soy yo. Acojonada del todo, me vine para casa, saqué la escoba y me fui a dar una vuelta por los cielos, viendo todas esas luces que han puesto, borrosas (e invisibles para los otros) guías de antiguos telégrafos. Ya se me ha pasado el susto, pero espero que mi nave de la estupidez no se convierta en algo tan asquerosamente violento, aunque los piratas tengamos que jugárnoslas con mucha gentuza, al menos los de esta nave, solo hacemos por ganarnos deshonestamente la vida, siempre sin violencia.