A veces una se tiene que desahogar; no sé, gritar, pegar tiros con un arma imaginaria, matar a alguien en un relato de mierda. Así, llevo unos días muy tontos, inventando mentalmente, hombres y mujeres, perros y situaciones, pero igual no me las he inventado, porque, en verdad, parecen historias creadas y contadas por una mente imbécil, o sea, lo que es la vida. Como la del marido beodo al que la esposa espetó, ya harta, el ultimátum. O lo dejas o te dejo. Y él, tras unos minutos, puede que segundos, de cábila, se echó la penúltima. O el de la mujer que coge a su perro y a sus hijos y se va al cortijo con sus padres. O la del tipo que, al despertarse con enorme resaca, se encuentra en casa solo y descubre que todo quisque se ha largado y ha quedado poca cosa en el chalet. O el del tipo que aparece en el campo, ofendido por un desplante seguro inmerecido, reclamando a las tres de la mañana que le devuelvan a su Golden Retriever y se encuentra a su suegro escopeta en ristre que le descerraja dos tiros en la tripa mientras sus hijos, el Retriever, una mujer (que igual es la suya) y su suegra miran indolentes por distintas ventanas. O la del hombre que se hace mil kilómetros para recuperar un perro, que es lo único que recuerda que le importe y, finalmente, acaba enterrado en un claro del bosque y al que alguien de otra época y otras coordenadas le hace una magnífica sonata.