viernes, 22 de marzo de 2013

Un trozo de papel bajo la puerta


Tiene 35, está medio buena, medio loca, insoportable por días, nerviosa, enfermiza y totalmente fuera de control en lo relativo a la lujuria y tendencias adictivas. Es una tarde lluviosa; tras almorzar a las 6 y leer el capítulo donde a Don Gately le pegan un tiro en el hombro por culpa del asqueroso hijo de puta de Lenz, asesino de perros y pervertido, la mujer lee un artículo de El País Digital sobre una de las decisiones gubernamentales en materia de libertad de información en internet, mientras pelusas cuales capitanas rodantes se pasean por doquier en una casa atestada de libros y libretas. Huele a gominolas y cae la tarde afuera; ahora lee una entrada sobre la metanfetamina en la Wikipedia, se promete hacer palomitas más tarde, abre el libro por la página 703. Unos funcionarios drenan el falso lago de los patos de Boston y una multitud observa, y ella piensa en las mañanas sentada en la playa mirando a los hombres tirar del copo, su padre siempre ayuda y los hombres les dan pescado fresco que meten en un cubo y que mancha el suelo de la cocina lo que motiva que su madre estalle en aullidos de frustración porque el suelo estaba recién fregado. A veces el suelo de la mujer también está recién fregado, la frecuencia e intensidad del asunto en cuestión es irregular e imprevisible y todo esto lo piensa mientras escucha con cascos las 70 canciones al completo de la lista “29 canciones” de su canal de Youtube, planea grabar otro vídeo con fotos de personajes odiosos y música punk, planea escribir un relato con ideas que tiene apuntadas por ahí en algún lado, planea ir a ver El circo del sol, planea tocar el theremín en una sesión dj de su hermano, planea tocar fondo, planea rehabilitarse; urde toda una trama de planes absurdos y acaba contándole todo a un hombre del que me pregunto si se ha enamorado, entendiendo por amor una fijación de la mente en un proyecto de vida en el que se incluye un alguien además de uno mismo y entendiendo que ese alguien no es intercambiable ni negociable ni prescindible y todo lo que tenga que ver con renunciar a ese otro alguien parece intolerable, como un doloroso proceso febril interminable, una frustración no objetiva ni intelectual: todo es subjetivo y visceral y animal y pueril y salvaje en ese terreno en que todos alguna vez hemos acampado.
Ahora su amante ha venido a verme para hablar; hablar de cierta decisión que por razones de secreto profesional no puedo detallar. Esa confidencialidad que siempre me ha dejado frío y ahora me encantaría destripar, porque él también es escritor y ella y todos lo son, y yo con esta historia incompatible con la confidencialidad que debo al paciente en la punta de la lengua, que querría al menos contarte a ti, pues todo esto me ha traído de vuelta el año que fuiste mi paciente... La vez que supe de verdad qué es la locura, cuando me convertí en un psiquiatra de verdad tras tomar los mismos antidepresivos que receto, tras flirtear con el cristal, el alcohol, perseguirte por las noches de la ciudad, contar los botones de tus abrigos, las puntillas de tus medias, los encajes de tu ropa interior, hablar a solas de tu piel frente al espejo y autodiagnosticar un desdoblamiento de la personalidad antes de mi intento de suicidio y de mi año de internamiento que aprovechaste para desaparecer y dejarme este apartado de correos en un trozo de papel por debajo de la puerta. El envoltorio de un sugus, que aún huele a fresa sintética. Lo guardo en el cajón de mi escritorio que ahora, durante las visitas del amante de esta mujer, abro y dejo abierto con la mirada puesta en esa letra de jeroglífico tuya y aguzando el olfato para aspirar el olor de un caramelo masticable invisible. Así que ahí estoy yo, escuchando, asintiendo y tentado de dar mi opinión y expresarme claramente al respecto de lo que el hombre me paga por resolver, controlando a duras penas mi ego, evitando la facilidad de decirle: “Haga esto y, pase lo que pase, no vuelva más”. Y me da detalles, es una persona que da detalles, habla y habla con todos los detalles, el cuerpo de ella, la mente de ella, las bromas de ella, la risa de ella, el día en la cama de ella, el día que es corto, dos horas, tres y cuatro que siempre son pocas. Habla y da detalles sobre un tipo de felicidad insoportable, un relato de una ella tan como tú eras que me apetecería poder contarte todo, mi amor. Aunque ya no seas mi amor y quizás no lo fuiste nunca. Y él me habla del último día feliz y siempre hay un último día feliz y un halo de serenidad y un minuto de silencio y una pregunta de nuevo y el relato del miedo. El hombre que quiere una garantía, saltar al vacío y no saltar, no mojarse con la lluvia y ser sabio y ser Eneas y ser leve y ser profundo y navegar y quedarse oculto y todo acabará en nada o se hundirá el mundo; manoseo el papel del sugus: le diría la verdad que conozco, en lo que valoro las probabilidades y los riesgos, cómo fue el tiempo que tuve; le daría lo que quiere: el oloroso trozo de papel  donde está escrito su futuro.

lunes, 11 de marzo de 2013

Muerte entre las flores

Y restos de lágrimas en las mejillas como recordatorio de su vergüenza dieron a Bernie las fuerzas para recorrer el bosque de vuelta a la ciudad, 50 millas con la mente fija en el tipo que había perdonado su vida. 
Exhausto, Bernie subió al apartamento del hombre con quien compartía cama y talla, una altura y una delgadez extrema, manos finas y alargadas: le cambió la ropa, le condujo al lugar en el que unas horas antes había mojado los pantalones y le descerrajó un tiro en la cara. 

Ahora que era un fantasma, podía planear su venganza.



domingo, 3 de marzo de 2013

MG, Natasha, Peter, el Turco y un anónimo cabrón

I
Peter nunca aguantaba tanto rato sentado. Iba y venía y salía a fumar y se la cascaba alguna vez mirando las fotos de Natasha en bragas. No era sano estar tanto tiempo ahí, frente al ordenador, sin actividad física. Se lo había dicho al Turco, que saliese a fumar, que son muchas horas y más ahora que estaban de caza, apostados en una esquina con el cigarrillo humeante colgado del labio en el blog de un tal MG.

II
El Turco se levantó para coger más cerveza y para mear, y para hacerse un bocata, sacar patatas y revueltos y fritos y avellanas con miel, y trataba de sincronizar toda esa actividad para minimizar el esfuerzo. Llegaban respuestas a mensajes, chateaba con chicas del Twoo fingiéndose amante del surf. Salía y entraba con soltura de los blogs de los conocidos y revisaba las respuestas a los comentarios. Chateaba con Peter. Se había hecho asiduo al sitio de MG, que tenía un fan psicópata que no dejaba de ponerle comentarios descojonantes. Cada día varias visitas (del psicópata obseso) eran capturadas por él y Peter sin pérdida de tiempo, y es que MG las borraba, el muy gilipollas, con la de gente que entraría solo para ver los comentarios.

III
Natasha no llevaba el calzado adecuado. La noche estaba lluviosa e iba patinando por las aceras madrileñas de la mano de aquel tipo canoso con nombre falso y anillo de casado. No se había molestado en sacarse el anillo, el muy desconsiderado. Ahora no le quedaba más remedio que cenar con él y tratar de escabullirse sin que le metiera mano. La verdad es que tenía hambre y esperaba que, al menos, pagase él. Los seis últimos tíos que había conocido eran un completo desastre y no le iban a solucionar nada. Tres casados, uno medio loco y dos ratas que ni siquiera invitaban (y que resultaron ser amigos) que habían colgado fotos suyas por toda internet. Había llegado a un punto en que solo quería acabar alguna de aquellas citas con un mínimo de dignidad. A veces pensaba que aquel no era país para ella.




en ángulo obtuso


Estamos ahí con Hal y con Pemulis y con Axford en la sala de espera de Charles Tavis oyendo el siseo de los auriculares de Lateral Alice Moore, incómodos en el sillón de respaldo reclinable, envueltos en varias mantas, aún sin peinar. De tanto en tanto, aparecemos en la cocina buscando algo seguramente siniestro que siempre se nos olvida al llegar. Acariciamos una naranja, valoramos poner orden en el caos, miramos largamente una hogaza de pan tratando de recordar qué vinimos a buscar.
Volvemos a trepar al sillón rojo, a tirar de la palanca, a cubrirnos con cuidado con las mantas, a colocar el libro sobre el brazo de cuero. Ann Kittenplan profetiza un correctivo disciplinar cercano a la tortura, nuestros pies se quedan helados, los dedos de las manos se ven azules al pasar las páginas, camino a la nota 215, mientras un haz de luz se inclina y resbala por la cortina imitando el ángulo que forma el filo del cuchillo con que cortamos el pan.

eVulcanon_Delicate mind. Confusión