jueves, 30 de diciembre de 2021
A la vuelta de la esquina
martes, 28 de diciembre de 2021
El clavo ardiendo
jueves, 21 de octubre de 2021
El viaje
lunes, 18 de octubre de 2021
Cenizos
sábado, 9 de octubre de 2021
Que el sol salga por Antequera o De lo que yo quiero y a nadie importa
jueves, 7 de octubre de 2021
La vida, esa broma...
miércoles, 29 de septiembre de 2021
Un miércoles de mayo
sábado, 25 de septiembre de 2021
Dos tazas
Epístola al anónimo de siempre ( o a una nueva, que no me lo creo ni yo...)
viernes, 27 de agosto de 2021
un poco de verdad
La gente no sabe. No sabe nada de nada. No sabe lo que es luchar y luchar y persistir, aunque estés reventado. Y menos sabe que hay que clasificarse para todo. Para todo. Yo, sin ir más lejos, -para qué querría yo ir más lejos-, me clasifiqué. No una ni dos, en un montón de ocasiones. Me clasifiqué, honradamente y sin más aspavientos. Me clasifiqué para perder. Porque, ya ves, qué creen todos, ¿que hay competiciones en que todos aspiran a ganar? Pues no. Sí, pero no. Hay unos cientos de miles de millones como yo. Personas, digo, que se clasifican, sí. Pero en categoría de perdedores. Los que hemos de tener calambres, estar histéricos, sentir que un inminente infarto, un dolor de pecho que te hace pensar que te mueres,.... y si bien no siempre, por desgracia, ocurre (que te mueres). Aquellos clasificados para perder son mis hermanos y hemanas (no vayan a pensar que soy exclusiva). Y no crean, que son mucho ustedes de creer, opinar, parlotear y dar por culo verbalmente en las redes, no crean que es algo que pueda ser censurable. Porque no lo es. No estamos tan fatal, no tan tan fatal, pero un pelín mal sí estamos. Sin embargo, como están las cosas, esto es competir o no existir, pues competimos y competimos, coño. Lo hacemos. En una liga secreta. La de los perdedores. No tengan pena. Al menos llegamos a existir. Ahora digan ustedes si son ni remotamente importantes un solo minuto de su vida en lo que de veras importa ahora. En la sociedad digital y exhausta, en el mundo atestado o vaciado, entre los que ganan a base de ser gregarios o los que ganan a base de ser anarquistas. Esto último, por supuesto, es una guasa. Pero ustedes, dónde están. Frente a la pantalla de un móvil o un televisor, sin perder ni ganar, sin ser o no ser, sin nada de nada. Paseando a un gato con una correa, protestando por todo anónimamente, perdiendo también pero sin saberlo. Y se atreven a juzgarnos. ¿¿A nosotros?? ¿Que llevamos años entrenando para perder? Pues me disculpan, pero ahora que se levanta la liebre (gracias a la ONU), ya lo saben. En todo esto, hay perdedores bien motivados, gente que estuvo ahí y no tuvo más que agachar la cabeza y sonreír flojito. Y así sabrán que los que no han pintado nada son los que no han estado en la historia, por más que crean que sus protestas de imbéciles anónimos importen. Así, los perdedores vamos surcando el tiempo, aclamando a nuestros ídolos, siendo una legión invisible y vilipendiada. Somos. Existimos. Hay secreto en nuestro devenir mundano. Y la gente no sabe.
sábado, 12 de junio de 2021
Los papeles del tiempo
Hola. Pasaba por aquí como otras veces y me dio por saludar. Hola, digo... Vale. No hay respuesta. Es normal. No estás con ganas. A veces, a uno le cuesta hablar con alguien en concreto. No pasa nada... Bueno, sí pasa. A ver, que lo entiendo y lo respeto. No creas. Me pongo en tu lugar y, claro, no me porté exactamente como habría sido lo suyo. Pero, vamos, que ha pasado una estación... casi. ¿No? ¿Dos semanas solo? En fin, bastante para pasar del rencor al "oye, ¿cómo estás y esas pruebas médicas, tu madre, tus hijos, las amigas esas?". Lo normal. Hablar. Decir hola. Saludar. Sonreír, aunque sea en papeles virtuales. Pasarse enlaces de noticias de astrofísica que no entendemos y decir esto lo sabía yo hace 10 años. Lo que digo: lo normal. Porque tampoco fue para tanto. O sí. Pero ya ha pasado. Veo que sigues sin hablar... Pues te dejo en paz, claro. Adiós. Que vaya bien. Cuídate. Ya sabes dónde me tienes. Mi casa es tu casa. Cualquier cosa... Aunque, por otra parte, podríamos ser cordiales y responder a un saludo, digo yo. Que puede que sea pesada, que ya me lo han dicho, pero no cuesta ser amables, ¿no? Y tengo curiosidad y te añoro un poco. No como para vernos, no pongas esa cara. Esta semana, que he tenido un par de sueños raros. Y como eres un poco psicólogo, un poco mago, un poco filósofo, un poco zahorí, que sabes un poco (o mucho) de casi todo (o de todo), pues ya te digo que me podrías aconsejar, escuchar y decirme cómo curarme los demonios del tiempo. Porque a mí se me pasa tan rápido que ya me he perdonado mil veces y a ti otras tantas. Que no todos los días la insultan a una así por suerte o por desgracia, con fundamento o sin él, a la manera decimonónica o en nave espacial ciberpunk. No es que me justifique, justifico el texto, para que me entiendas. Que yo podría estar igual que tú y no responder a tus llamadas. Pero no lo hago, sobre todo porque no llamas, también es cierto. Ya está. Estás en tu derecho. Me pone de los nervios, pero lo entiendo... más o menos. Pero, vaya, que está feo. Me podrías perdonar y a otra cosa. Que el resentimiento es fatal para la salud. Nada. ¿No? ¿Nada? Vale... Me compré un sofá y le puse el pañuelo que me regalaste. Le queda genial. Ya me he acostumbrado a él y casi no recuerdo el otro, aquel verde que se hundía. Te lo cuento porque quiero y porque ya que nadie habla, pues ya hablo yo y también porque el sofá mide el tiempo que ha pasado desde que fui desterrada de ti. Le haría una foto y te la mandaría, pero no quiero ser agobiante y parecer una acosadora mandándote fotos y dando la lata, así que no. No te mando nada, ni enlaces ni fotos ni saludos ni emoticonos ni felicitaciones de Pascuas, Navidades, cumpleaños, santos. Ni condolencias. Nada. Y a tu entierro, descuida que no iré. No querría yo molestarte también después de que estés muerto. Ahora sí, que veo que te alejas y te haces pequeño y noto que te has puesto tapones en los oídos y estás, probablemente, llamando a la policía de la memoria para que me den algo. Ahora sí, te dejo.
domingo, 21 de marzo de 2021
Ya no hay estaciones o El quinto café
Es otoño.
miércoles, 3 de marzo de 2021
Yo, como todos, también he amado
Qué hay de azul de las piedras
Qué de la promesa
Dónde la respuesta
En el azul del ocaso
En el azul de tus penas
Como las piedras que amo,
Perdidas en la bruma
Y la niebla espesa.
En la distancia y el olvido,
En la profundidad de tus años
Qué hay de las cascadas y las tormentas
Qué del calor y las estrellas
Qué de las horas largas
Del frío de tu cuarto,
De tus manos pequeñas.
Y qué del tiempo...
De nuestro tiempo extraño
Mojado entre mis piernas
De las palabras desnudas
De tu voz contra mi deseo
Qué de aquel abrazo
Qué de mis labios contra tus piedras.
lunes, 15 de febrero de 2021
Suena un tango, sale a escena una mujer, su larga falda rasgada
Ya lo sabía que Alejandro estaba viejo, pero ni con esas lo puedo perdonar. Me hizo gastar tiempo y dinero. Y, la verdad, no sé cuál de las dos cosas me duele más. Estaría viejo y demacrado, el hombre, con ese acento y ese pelo que no se le caía ni a tiros y esa manera de liarnos a todos en bares del infierno en los que recomienza todo a poco que vuelves del baño. Además, pretencioso. Eso, de mayor, no se nota tanto, pero fue insoportable para muchos más listos que yo. Bromeábamos con el pase de los mediocres, aquel desfile interminable de nombres y caras e historias aburridas o únicas, abocadas al olvido. Un pedante. Con una mesa llena de licores y un verbo enhiesto, ameno e infinito. Al menos eso parecía. Yo nunca vi que se le agotase. Y ahora en la distancia impuesta por algo, intuyo que sigue. Sigue inventando. Mintiendo. Llenando las horas de fantasmas. Jugando a cartas de modo tramposo mientras habla y habla. Moviendo los labios entre la bruma de virutas del humo de cientos de cigarrillos. Dientes montados y amarillos entre labios casi morados para una sonrisa sarcástica dirigida a un público escogido. Pasé años sentada allí, jugando, tomando, riendo y participando de sus inventos. Pagando mi parte y la suya, confusa porque a veces desaparecía ante mis ojos, y estaba allí escuchándolo o escuchándome y apuntando en manteles las palabras que salían de nuestras enormes y fantasmales bocas.
Después vino el exilio. Perder mi silla en aquella mesa, salir del bar donde habité tantos años. Sentirme aliviada, vacía, libre y acabada. Sin inspiración y llena de deudas. Encima, un espectro me perseguía. No un espíritu romántico de poca monta, no. Una presencia absoluta, nada transparente, y el efecto en mi psique era el mismo que un monstruo salido de un infierno de película premiada en Sitges. Iba, por casualidades de la vida, encontrándolo en cada esquina. Un cartel, un libro en la vitrina de una librería, su voz de cáscara en un programa de radio, sus opiniones (opiniones, ya, claro,...) entrecomilladas en entrevistas de periódicos. Me dejó muda, ya él ocupaba todo, ya estaba ahí escrito y parafraseado mil veces; cualquier cosa que yo hubiera podido decir entonces, el fantasma me lo había arrebatado.
Ahora, en lo que entiendo que debe ser un final, la guerra ha acabado. La niebla se ha disipado y las sombras que me perseguían han desaparecido. Me dijeron que el bar había ardido hasta los cimientos y todos los que estaban sentados alrededor de aquella mesa se habían incinerado. Polvo, cenizas, diminutas partículas que, eso sí, hay que evitar que te entren en los ojos. Tampoco conviene tragarlas ni respirarlas, que entre tantos vientos llenos de arena, podrían colársete dentro y usarte como anfitrión para futuras pesadillas. En fin. Alejándose de esos detritos, parece que el viejo y sus acólitos han transitado al mundo del olvido. Vertedero de la memoria y verdadero inframundo. Más allá y más abajo que el último círculo. Un lugar perfecto para matar el odio, el amor, el rencor. Desde luego, desde allí, no llegan noticias que yo sepa. Y espero que ese muro valga para ambos lados. No querría que mis recuerdos dieran una oportunidad al fantasma.
sábado, 13 de febrero de 2021
Lili y los hombres del tiempo
Estamos a unos 27º y tengo frío. Pobres polacos. Yo creo que tengo frío por mí y no por el clima, pero quién sabe nada de nada a estas alturas, ¿verdad? La cosa es que como es viernes y no puedo estar más sola y en mi dormitorio hay un mosquito gigante haciéndoselo con unos pingüinos, solo me queda escribir. Y mira que no quiero, que lo aborrezco, que es peor que una colitis y un curetaje o un herpes vaginal sin tratar. Pero sí. Me queda escribir. Para nada. Para nadie. Escribir para no seguir bebiendo, para no pensar en la felicidad ajena y odiarla, para ser medio normal, si es que alguien que escribe por pura necesidad y para aliviar su angustia es normal. Más locos que los más necesitados están los que escriben por necesidad. Y no hay cura. Bueno sí. Morirse un poco o del todo. Claro. Eso es la cura para todo mal. Pero no es el caso. Ya dije alguna vez, por loca que esté, que nadie se quiere morir y no seré yo la excepción. Si incluso la esposa maltrecha con la autoestima por los suelos o el monstruo malvado (e hipersensible) y por todos despreciado, o el desmembrado repatriado de una guerra que nunca sucedió,... Ni nadie, ni casi nadie, -por espantoso, infeliz, humillado-, llegado el momento, se querría morir, joder. A ver, yo, que solo tengo frío, que solo estoy aburrida y harta, que solo siento que escribiendo me siento un fracaso, un desastre y una macarra. Una mentira. Un ridículo intento de algo que me la sopla, pero me da rabia. Y pensándolo, sabiendo que estoy en familia por decir algo, es algo liberador, estúpido, -aunque liberador- e inofensivo escribir porque sí, porque no tengo nada que decir, porque hay mil personajes insulsos flotando por la literatura universal y algunos tuvieron los cojones de hacerlos vivir (y por siempre) para mal de generaciones de pacientes lectores que hubieron y han de joderse leyendo sus insulsas desventuras. Si felices, mal; si infelices, penoso; si secundarios, peor. Pues igual yo. Y os jodéis por leer, por llegar hasta aquí, por interesaros en mi minúscula e inútil existencia. Os jodéis por cotillas, por voyeurs, por fans. Odio tener frío. Me recuerda los peores momentos de mi existencia cuando deseaba morir de hambre o de tisis o que alguien me acuchillase en una esquina, lo que fuera que me quitase el frío y la soledad y el miedo. Y lo peor es que hoy aquí a 27º sigo deseando lo mismo.
PD: A pesar de que soy muy infeliz, me encanta cuando soy punk.
PD2: Estos insultos, si es que he insultado que no estoy segura, van con todos menos contigo, Riforfo, amor.
domingo, 31 de enero de 2021
Un poquito de viento
Parece que hay un puto vendaval aquí. El enésimo temporal, cúlmine de una inverosímil serie de desastres, que empezaron cuando dejaste de amarme. Ratas, langostas, enfermedades, terremotos, plagas sin fin en el horizonte. Todo por tu falta de cariño. El mundo se puede ir al traste y, de hecho, se irá, porque no conseguí que me quisieras.
Habrá quien piense que todo esto pasa porque tiene que pasar, porque hemos hecho polvo el planeta y porque nos lo merecemos como especie; pero tú y yo sabemos que esto es por nosotros.
Te echo de menos, y casi prefiero que el mundo se acabe.
viernes, 29 de enero de 2021
Desahogos de unos y otros
A veces una se tiene que desahogar; no sé, gritar, pegar tiros con un arma imaginaria, matar a alguien en un relato de mierda. Así, llevo unos días muy tontos, inventando mentalmente, hombres y mujeres, perros y situaciones, pero igual no me las he inventado, porque, en verdad, parecen historias creadas y contadas por una mente imbécil, o sea, lo que es la vida. Como la del marido beodo al que la esposa espetó, ya harta, el ultimátum. O lo dejas o te dejo. Y él, tras unos minutos, puede que segundos, de cábila, se echó la penúltima. O el de la mujer que coge a su perro y a sus hijos y se va al cortijo con sus padres. O la del tipo que, al despertarse con enorme resaca, se encuentra en casa solo y descubre que todo quisque se ha largado y ha quedado poca cosa en el chalet. O el del tipo que aparece en el campo, ofendido por un desplante seguro inmerecido, reclamando a las tres de la mañana que le devuelvan a su Golden Retriever y se encuentra a su suegro escopeta en ristre que le descerraja dos tiros en la tripa mientras sus hijos, el Retriever, una mujer (que igual es la suya) y su suegra miran indolentes por distintas ventanas. O la del hombre que se hace mil kilómetros para recuperar un perro, que es lo único que recuerda que le importe y, finalmente, acaba enterrado en un claro del bosque y al que alguien de otra época y otras coordenadas le hace una magnífica sonata.
sábado, 9 de enero de 2021
La orquesta
El lugarteniente cruza la pasarela y embarca. Empiezan ahí sus problemas. Le espera un viaje incierto con brújulas sin norte y marineros sin oficio. Los pasos por el embarcadero presagian confianza violada, tacones de botas militares, alzas como alas que pretenden alejarlo del suelo y de los otros. El onírico ascenso se ve interrumpido por el estarse quieto de abordo, atento a órdenes inevitables y la vuelta a la mediocridad que significa estar en medio. Podría decirse que su ingenuidad es desesperante. Funcionario y mecánico que sueña aventuras y olvida protocolos, figura única que no encuentra compañía ni por encima ni por debajo, una pieza de un engranaje sin el que se perdería el rumbo. El hombre carece del temperamento paciente y meticuloso, de la capacidad y el don del silencio y la invisibilidad. Sus tacones resuenan por encima del rumor del viento y el oleaje, de voces y toses, del arrastrar de barriles, del chocar de metales, del rozar de gruesas maromas. Un incordio, oteando el horizonte inútilmente, ansiando acelerar el tiempo y llegar a algún destino, atisbar por fin un sentido tras aquel impás infinito. En el diario de abordo, el capitán señala su inquietud. La bitácora confiesa el presentimiento de que el lugarteniente caerá por la borda en cualquier momento, ya sea por accidente, ya por su temperamento, ya por el de los hombres o, se entiende, por el del capitán mismo. Las palabras escriben su destino. Para esas alturas, el lugarteniente debe estar ya muerto. En el barco reina un silencio hermoso, se puede tocar la tranquilidad del navegar lento y dilatado, el calor de la rutina y el trabajo duro, la música del mar y los hombres, maderas que crujen y velas aguantando los embates del viento. Sin prisa. Todo, -nave, hombres, tiempo-, suspendido en una feliz sintonía.
miércoles, 6 de enero de 2021
Ulises, de vuelta
Olvidadas por viejas, dadas por sentado, hartas de estar quietas y tranquilas por no saber nada. Siglos de espera, milenios de habitar un espacio. Recogidas en su hueco, expuestas, afrontando el tórrido viento, mojadas y vueltas a secar. Indolentes, como falsas pruebas del paso del tiempo. Recordando el lecho marino y la pisada de animales extintos. Viajes estelares. Testigos inmortales de cosas que no entienden. Ajenas a la urgencia de los vivos.
Probablemente inútiles (¿son útiles las lápidas, los imperios, las ofrendas, los poemas?, ¿es útil un presente sostenido y silente?).
Alguien dirá que tienen caducidad, que se convertirán, ellas también, en polvo. Pero ¿no es eso lo que son ya?