jueves, 30 de diciembre de 2021

A la vuelta de la esquina

Como no me gusta nadita madrugar, pero me encanta ver amanecer, suelo pasar las noches en vela, mirando a ambos lados: al que suele y al que deseo, por ver el sol salir. Llámenlo trasnochar, si quieren. Es un modo de espera como otro cualquiera. La noche, aunque pueda parecer lo contrario, es corta y templada y te envuelve con humo y espuma y abrazos y risas o llantos pasajeros. Hay estatuas y soledad y felicidad que duele y, como todo, pasa rápido. Y el sol sale por el lugar de siempre, aunque yo no pierdo la esperanza de que un día de estos aparezca por la montaña de poniente y lo veamos solo los que miramos al cielo mientras los demás duermen.

martes, 28 de diciembre de 2021

El clavo ardiendo

Hace algún tiempo me preguntaba cómo sería estar tan desesperado. Durante mucho más tiempo, seguí esperando a ver si sentía esa necesidad de, antes de caer al precipicio, agarrarme a cualquier cosa por dolorosa y desagradable que fuera. Si yo podría sentir tanto vacío y tanto miedo para aguantar lo insoportable. Si me valdría la pena, si me daría por vencido. Y no. Nunca pasó. Quizás pasase y yo no me di cuenta: son muchos años y ha llovido una barbaridad. Lo que sí sé es que yo he sido y soy el clavo ardiendo de mucha gente. Y no es que me importe, ni siquiera me molesta, pero me doy cuenta. Y eso resta. Resta y no poco. Me resta a mí, me embebe hasta quedar hecho una minúscula mota de amor que nada importa, que se cambiaría en un abrir y cerrar de ojos, que un chasquido desharía. Una partícula invisible que baja y, al final, se barre porque no hay nada más asqueroso que las pelusas en el suelo, telarañas en las paredes, el graznido de las gaviotas, el aspecto de un roedor con alas; nada del otro mundo, pero desagradable y molesto. Las cosas pequeñas, igual que las grandes, han de ser deseadas sin necesitarlas, ser imprescindibles incondicionalmente, ayudar a la felicidad, o al menos dar alegría, y merecer recibir amor de vuelta. Si no es así, es de la otra manera. Una manera poco deseable, un presente sin recibo regalo que se pueda devolver para obtener algo mejor o, al menos, más apetecible en la subjetividad irresponsable y cambiante del receptor.

jueves, 21 de octubre de 2021

El viaje

Por suerte o por desgracia, ahora sí, creo que ha llegado el otoño al Sur. Hace frío si es más de las doce de la noche o antes de las 10:00 hora Zulu, el resto del tiempo te asas viva, pero con alegría. Así somos. 35º es una gozada si llevas desodorante en el bolso y bebes cosas frías. En fin. Como iba diciendo, hoy o ayer me siento feliz porque sí. Hace unos días andaba perdida y cogí un autobús. Como me daba igual, pues por lo visto me metí en uno que iba a mi pueblo natal. Pereza es poco, mas sentada al fondo con mi petaca, la verdad, todo daba igual. Siempre hay un buen samaritano que te saca del berenjenal (ese sitio puritano) a la hora que fuere. La cosa. Iba dando cabezadas ya antes de partir. Mi móvil tan muerto como mis neuronas no daba señales de vida. Todo bien. Normal. En mi línea de estar perdida. En fin. Se sienta un joven pijo, guapo, pero medio tonto de guapo y de pijo, dos sillas más para allá. Vale. Yo con mi testa en la ventanilla. De repente, un frenazo, coscorrón, su puta madre, un señor desdentado, que casi no llega, entra en el bus. Paga el peaje en calderilla. Calderilla, calderilla. Monedas de uno y dos céntimos, verdosas, sobadas, malolientes. El autobusero debía de haber echado un polvo recientemente y no se queja. Y el señor dando bandazos sin motivo gravitatorio, llega hasta donde el joven y yo misma estamos en paz. Elige, listo como se veía que era, sentarse al ladito del joven. No lo tengo en cuenta. Yo, de haber tenido la más remota elección, habría hecho lo mismo. El hombre, al menos, tiene el buen gusto de dejar un hueco entre él y el efebo, id est, se sienta junto a la ventanilla. Para aquellos lectores no habituados a la mierda que es viajar en autobús, en lugar de en taxi, por ejemplo. Es así: fondo del bus, bus currado, asientos desgastados, todo blando con clavos en el culo. Cinco asientos: una ventanilla, mía; otra ventanilla, el borracho desdentado; en medio, pero sin estar al lado, el guapo joven con cara de por-qué-coño-no-tengo-una-limusina. Esa, amigos, es la vida de los pobres que o no tienen carnet de conducir o no se arriesgan a acabar en la cárcel por atropello y fuga. Tengo un frío que te cagas y un mosqueo tremendo. No sé por qué exactamente. Quizás por el enésimo frenazo con golpe en la cabeza que me ha despertado o por los veinte minutos que ha tardado la señora en subir al bus con un carrito de bebé sin que nadie -hay que felicitar la capacidad de aprendizaje del pueblo español- haya movido ni un dedo para ayudar. Nunca se sabe qué bebé monísimo puede ser un genocida y un hijo de puta asesino, así que por si acaso... Igual también me he cabreado conmigo misma. Se me ha bajado el punto y oigo todo lo que unos y otros dicen, lo que aminora las posibilidades de otra siesta. El joven escucha con atención al filósofo poco amigo del agua y se ve que en esta mi ausencia ha aprendido a apreciarlo. Esas cosas pasan. A veces, la gente aprende a despreciar y otras, pasa al contrario. En mi experiencia, se da más la modalidad A, pero este no es el caso. La cuestión es que el hombre tiene una labia privilegiada y se ve que ha pasado por mucho. Muchos viajes, varias carreras, divorcios, desahucios, rehabilitaciones. El amor es una forma de posesión y al final te mata. Y lo decía textualmente. Que mata a uno o a otro porque le ha pasado. De ahí, un tiempito en prisión, claro, del que salió como Nelson Mandela, hechas las paces con la sociedad, sus enemigos y familia, el capitalismo (sic) y varias otras centenas de molestias. Enhorabuena, dice el muchacho. Sí. Pero hay que coger distancia. Digamos que mandar en tu vida para bien va también de estar solo. Le entiendo, dijo el chaval. Yo ya totalmente pegada a ambos escuchándolos con un mohín. Me extrañó de veras que el resto de gente no estuviese allí al fondo amontonada escuchando este pseudo y/o antisermón de la montaña improvisado. Tanta sabiduría desperdiciada. Se nota que no estamos en la India. Me alegré de todo. De no estar en la India, sobre todo, de no haber aprendido una mierda a base de palos, de seguir siendo un puto ser humano inseguro y sin norte. Con más miedo que el resto del autobús, incluyendo al futuro genocida, pero sin recuerdos terribles que me hayan dañado tanto tanto tanto. Me recuesto de nuevo en mi espacio. Sigo con mala leche. No sé por qué. Creo que esta travesía a ninguna parte me está poniendo nerviosa. Decido que, cuando lleguemos donde fuere, voy a pillar un billete de vuelta o de ida a cualquier otra parte. Está la opcion de apearme. Pero tengo demasiado miedo de no perderme, encontrar algo y que me pase como al tipo este. Vale.

lunes, 18 de octubre de 2021

Cenizos

Hay una caravana infinita, larga, lenta, pesada, llena hasta las trancas de coches solitarios y personas al borde de un infarto. No la ven, lo sé. Está dentro de mí. Va desde el esófago hasta la última terminación nerviosa de la planta de mi pie derecho; larga por ser su recorrido retorcido y extraño. Pasa, por ejemplo, por el corazón (aurícula derecha nº 7, 2ª planta) y después serpentea por mis intestinos, el grueso y el otro, con la conveniente paradoja de las caravanas que recorren un camino sin que nadie se mueva. Esta lleva ya muchas horas. Empezamos a temer morir de sed o hambre. La cosa es que a mí me ha pillado por sorpresa, pero sé que muchos del resto de reos lo presintieron, algunos esta misma mañana, otros pasaron la noche en vela, viéndola venir. Hay gente así. Ve los problemas, los intuye, siempre alerta por lo malo que se les viene; incluso yo diría que los causan, los muy cenizos. Ahí están. Comiéndose las uñas. Aterrados (eso todos) porque aquí dentro no hay cobertura y no hay manera de avisar, despedirse, si eso, meterse en una app para una última satisfacción llegado el momento, como aquel pompeyano. Imagino a algunos pergeñando un plan B que incluye la antropofagia y la violencia. Yo lo tengo claro, cuando vea que la cosa se pone (más) fea, me bajo del coche y me largo a patita aunque sea para salir de mí mediante autotraqueotomía. Al coche que le den. A los otros reos que les den. La cosa es salir.

sábado, 9 de octubre de 2021

Que el sol salga por Antequera o De lo que yo quiero y a nadie importa

El mundo va regulín. No lo digo yo, lo dice mi frutero, que, después del chino de mi barrio, es mi persona favorita. No. Ese mango, no, mejor este, pareces nueva. Yo qué sé, José Luis, que me he dejado las gafas en el otro bolso. Y así. Felices para siempre, respetando al chino que, como saben, es el mejor amigo del hombre. Pues nada. Que el mundo va así como loco. De repente, va más rápido (o más lento, hay diversidad de opiniones). De repente, se muestra hostil, dicen. Que parece que no han visto los documentales de La 2, coño. Que el puto mundo está ahí para jodernos. No es el primer virus, la primera epidemia (llámese pandemia o muerte total), ni es el primer volcán que exabrupta desagradablemente sobre casas de criaturas monísimas. No, que va. Ni hay más que hacer que mirar el telediario para saber que el mundo va como el culo, que los ricos se van a hacer más ricos si les suben los impuestos (es un poner), y no es novedad. Ni es la primera vez que un monarca con pinta de subnormal nos roba a saco. La verdad, da pereza. A algunos nos las trae al pairo, porque es que da lo mismo, en verdad (redundancia por mis cojones). Que digo que qué más da. Si te dan por saco, relaja, pues te van a dar por saco igual. Yo, por mi parte, y sé que os importa un carajo (les importa un carajo, que algunos tienen ya su edad), me espanto lo justo, me cabreo poco y me asusto lo mínimo. Que llegue mañana y tener la fiesta en paz. El mundo irá regular o mal o bien (improbable: es mucho mundo) y hay imbéciles por doquier. Yo solo quiero dormir como un bebé en brazos de otro como yo y que mañana sea el mejor posible último día de mi vida, y que después no sea el último. Me voy a sobar. PD. Riforfo, te amo.

jueves, 7 de octubre de 2021

La vida, esa broma...

Por casualidades de la vida y por mi voluntad férrea de exponerme a lo peor, te encontré un sábado demasiado tarde. La verdad y para que no me quede nada en la recámara, más macarra no se puede ser. Me encantó. Como casi siempre detrás de un malo de moto y chupa de cuero había un amante de la historia y un alma tan blanca que mejor no te hubieras acercado a mí. Lo hiciste. Yo también lo hice. Y hoy (ya mañana) debes estar maldicéndome por no dejarte marchar de mi lado fácilmente. Queda ver si vuelves. Si me dejas. Si puedo yo disfrutarte otro día más. Malas influencias, tu pinta y mi aspecto de buenita y, al final, serás tú quien decida. Yo iba dolida y vestida de matar y tú te dejaste embaucar. Pobre Indalecio, pobre gente de otro siglo, otra galaxia, otro tiempo. Pobres Ciprianos y pobres María Eugenias. Imagino a Christóbal y Valle haciendo el amor, mientras sus bobas hermanas andaban en Madrid haciendo regalos al duque. Yo prefiero tener un nombre normal, una salud normal, un sino normal, que me rechace quien desee y que me quiera alguien así como tú. Ya veremos. Las cosas son muy fáciles si lees a quien quieres leer, si escuchas todo tipo de música, si te quiere mucho tipo de gente y les correspondes, y haces oídos sordos a los que no te pueden ver, ni oír, ni leer. Digamos que ahora eres tú, que me quieres ver, oír, escuchar, tocar, besar y perdonas mis torpezas, hasta que las dejes de perdonar. Muero de amor. Lo digo en serio. Muero de amor.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Un miércoles de mayo

De viaje a Benalmádena, nos desviará un señor estupendo disfrazado de Guardia Civil, tomaremos una comarcal inexistente y llegaremos 38 minutos tarde. No habrá aparcamiento. No será allí donde vamos. No sabremos, a la postre, quién era el que conducía y a quién culpar por el choque absurdo contra una pared imaginaria. Aterrizaremos en el local del Ateneo, despeinados y confusos, sin saber cuál de nosotros era el invitado y nos sentaremos todos en la mesa de los novios. Alguien alzará la copa. ¿El padrino? Seguramente. Nos preguntarán si queremos ser algo, para bien o para mal, el resto de nuestras vidas y diremos unos que no y otros que sí. Será raro. Pedirán, desconocidos elegantes, que nos besemos; pero seremos muchos, incluyendo al presidente del Ateneo, la jefa de protocolo del Ayuntamiento (el alcalde estará con COVID, otra vez, el pobre) y otra gente, además de todos los que íbamos en el coche. Nadie sabrá a quién besar. Somos, además impares, así que a uno le tocará besar al micro o bailar. Opta, sabiamente, por bailar. Después, la tarta. Irá muy bien. Estará rica. Nadie dirá nada del discurso de la novia (yo) que versaba sobre la morfología histórica del sustantivo en español y la moción de género. Es normal. Mi apabullante maquillaje y el vestido de conchas rosas del mediterráneo sudamericano dejará a todos sin palabras. La vida no nos dará más que alegrías, excepto por la caravana, el accidente de tráfico, la multa, el arresto domiciliario póstumo y algún empacho. Mayo es maravilloso y los miércoles traen suerte. Diría que es lo mejor que me pasará; pero, claro, diez reencarnaciones dan para mucho y he de valorarlo. Ya os diré cuando pase. Gracias, porvenir.

sábado, 25 de septiembre de 2021

Dos tazas

Mientras yo me quejo y me duelo por cosas no tan tontas, pero igual algo egoístas, todo el mundo anda durmiendo la siesta, aprovechando sobremesas, haciendo el amor. Otros, en la playa, erre que erre; otros, leyendo para el lunes ser los mejores; otros, siendo buenos hijos, buenos padres, buenos nietos. Pues bien, yo repaso las guías docentes, repaso apuntes, acaricio mi Quijote y apuro el sábado silente y sola frente a la pantalla de un ordenador que debo al Área de Lengua Española de la UMA (gracias, Paco). Me siento como cuando era chica y no podía esperar a que empezara el curso, olisqueando los libros e inquieta, aburrida, culpable por aburrirme, rara, oyendo a lo lejos a Pepito Grillo AKA mi madre, que me regaña por no “divertirme”. 40 años después, lo mismo. Sin mi madre aquí al lado, por suerte o por desgracia, aunque su voz atronadora y sabia me exigía aprovechar la vida y dejar los libros, y aquí sigue. Me refugio en esos recuerdos para no lamentar ser tan previsible, tan adicta al juego de aprender, a los manuscritos, al olor del papel viejo (que, en realidad, es polvo entre las páginas), a la silla, al boli y al lápiz, al papel pautado. Añoro cada minuto del porvenir cercano y es que aún es sábado y, soy humana, voy a ver a amigos después y olvidarme de mí y centrarme en las cosas que me tienen que decir, pero, aún así, añoro el lunes. Un lunes nuevo. Siempre un primer día del año para mí. Mi Año Nuevo. Hoy estamos así como en la Noche Vieja, así que en un rato, me pongo de gala y me saco unas uvas, aunque nadie entienda nada en el restaurante donde vamos a hablar y hablar de cosas de ellos, que las mías son estas y ya las he hablado.

Epístola al anónimo de siempre ( o a una nueva, que no me lo creo ni yo...)

Como entre todas mis virtudes, la de la pereza se lleva la palma, una de las cosas que no hago es asistir a casi nada a lo que no me empujen obligaciones contractuales por las que soy recompensada económicamente. Así que no voy a presentaciones de libros, homenajes, citas culturales súper originales (sí, lo sé, se escribe junto), tertulias, conciertos y un sinfín de ocurrencias que la gente tiene para reunirse y echar un rato, haciéndose (o no) los listos. A veces, por la propia vaguera de no decir que no, aparezco a una graduación de alguno de mis hijos sin mucho entusiasmo. Tantas puestas de largo, tanto celebrar nada... En fin. Cosas de esas. La excepción que... Eso. Dicho esto, sí que leo algunas de las cosas que me mandan jóvenes ingenuos, poetas en ciernes y otros no tan jóvenes ni tan poetas. La cosa es que de vez en cuando me da un puto vuelco el corazón. Yo ya no escribo justo por eso. De repente, sin levantar medio palmo un alguien compone maravillas de claridad deslumbrante y me jode el día o peor. Y eso ha pasado recién. Me dice un anónimo masoquista que escriba algo. Hombre, si no es más que eso, vale. Aquí escribe todo cristo y no pasa nada. Otra cosa es que lo que me pida sea que cuente algo, que pergeñe un relato, que me saque de la chistera un poema que no dé arcadas. Por ahí no paso. Este ya no es mi tiempo ni este es ya mi sitio. Hubo un sitio, distinto de este, que sí fue mío. Allí, me subí un buen día a un barco y disfruté de los gozos de pecados sin nombre. Otra vez, esas cosas pasan, se me arponeó desde un barco y salí como pude viva y bien masacrada. También me pasó que vi montañas de piedras azules y sentí una punzada de felicidad y amor que ya apenas recuerdo. Ahora me dedico a llenar cajas de cartón con recuerdos y ropa que se me han quedado pequeños o grandes y cuya ausencia es, al mismo tiempo, un alivio y una mierda, pero, siendo consecuente, las doy a alguien para que las aleje de mí y poder dedicarme a nada en la felicidad, la tranquilidad y la libertad que te regala no tener pasado ni futuro. La cópula para mí es ser, estar y, sí, parecer, sin mucho más que sintaxis de antigua escuela. A ver, no es que no tenga nada que decir. El que me conoce sabe que no paro de hablar y, a veces, con sentido y casi gracia. Pero los contrargumentos pesan más que yo y pasan los días, las semanas, los meses y las pandemias, las riadas de agua y lava, las generaciones de estudiantes, las jubilaciones de compañeros, los entierros de familiares, la compra, la colada, la relectura de Mio Cid, los mapas lingüísticos que esconden mil tesoros, las cartas de Octavio Paz, las intimidades de gentes de hace tres siglos o más, Christóbal y Valle, Juan de Dios, sor Dolores, Antoñico y su mal carácter, el cólera morbo, la mano del conde y el carbunco, el principio de curso, las visitas médicas,... todo, todo lo que es mi vida y, en lugar alguno, hay sitio para mí, tal como lo hubo. Y no es peor. Ni importa, obviamente. Ocupo espacio, eso es cierto. Sirvo para cosas, eso también lo es. No es poco. Que el tiempo es como un árbol milenario con raíces que se pierden en el centro de la tierra y se clavan en el corazón del planeta, como intentando decir algo a un trozo de piedra que da vueltas y vueltas, es un hecho. Otra cosa es que, para alguien que no sabe si trae más suerte un elefante con la trompa hacia arriba o un búho esculpido en piedra caliza, dé igual al tacto un zafiro o un soldado de Terranova y solo se conforme con no perder el sentido del tacto y seguir en esta parte del planeta sin molestar mucho, tendida panza arriba emulando a aquellos griegos inmortales a los que todo se la sudaba mucho.

viernes, 27 de agosto de 2021

un poco de verdad

 La gente no sabe. No sabe nada de nada. No sabe lo que es luchar y luchar y persistir, aunque estés reventado. Y menos sabe que hay que clasificarse para todo. Para todo. Yo, sin ir más lejos, -para qué querría yo ir más lejos-, me clasifiqué. No una ni dos, en un montón de ocasiones. Me clasifiqué, honradamente y sin más aspavientos. Me clasifiqué para perder. Porque, ya ves, qué creen todos, ¿que hay competiciones en que todos aspiran a ganar? Pues no. Sí, pero no. Hay unos cientos de miles de millones como yo. Personas, digo, que se clasifican, sí. Pero en categoría de perdedores. Los que hemos de tener calambres, estar histéricos, sentir que un inminente infarto, un dolor de pecho que te hace pensar que te mueres,.... y si bien no siempre, por desgracia, ocurre (que te mueres). Aquellos clasificados para perder son mis hermanos y hemanas (no vayan a pensar que soy exclusiva). Y no crean, que son mucho ustedes de creer, opinar, parlotear y dar por culo verbalmente en las redes, no crean que es algo que pueda ser censurable. Porque no lo es. No estamos tan fatal, no tan tan fatal, pero un pelín mal sí estamos. Sin embargo, como están las cosas, esto es competir o no existir, pues competimos y competimos, coño. Lo hacemos. En una liga secreta. La de los perdedores. No tengan pena. Al menos llegamos a existir. Ahora digan ustedes si son ni remotamente importantes un solo minuto de su vida en lo que de veras importa ahora. En la sociedad digital y exhausta, en el mundo atestado o vaciado, entre los que ganan a base de ser gregarios o los que ganan a base de ser anarquistas. Esto último, por supuesto, es una guasa. Pero ustedes, dónde están. Frente a la pantalla de un móvil o un televisor, sin perder ni ganar, sin ser o no ser, sin nada de nada. Paseando a un gato con una correa, protestando por todo anónimamente, perdiendo también pero sin saberlo. Y se atreven a juzgarnos. ¿¿A nosotros?? ¿Que llevamos años entrenando para perder? Pues me disculpan, pero ahora que se levanta la liebre (gracias a la ONU), ya lo saben. En todo esto, hay perdedores bien motivados, gente que estuvo ahí y no tuvo más que agachar la cabeza y sonreír flojito. Y así sabrán que los que no han pintado nada son los que no han estado en la historia, por más que crean que sus protestas de imbéciles anónimos importen. Así, los perdedores vamos surcando el tiempo, aclamando a nuestros ídolos, siendo una legión invisible y vilipendiada. Somos. Existimos. Hay secreto en nuestro devenir mundano. Y la gente no sabe. 

sábado, 12 de junio de 2021

Los papeles del tiempo

Hola. Pasaba por aquí como otras veces y me dio por saludar. Hola, digo... Vale. No hay respuesta. Es normal. No estás con ganas. A veces, a uno le cuesta hablar con alguien en concreto. No pasa nada... Bueno, sí pasa. A ver, que lo entiendo y lo respeto. No creas. Me pongo en tu lugar y, claro, no me porté exactamente como habría sido lo suyo. Pero, vamos, que ha pasado una estación... casi. ¿No?  ¿Dos semanas solo? En fin, bastante para pasar del rencor al "oye, ¿cómo estás y esas pruebas médicas, tu madre, tus hijos, las amigas esas?". Lo normal. Hablar. Decir hola. Saludar. Sonreír, aunque sea en papeles virtuales. Pasarse enlaces de noticias de astrofísica que no entendemos y decir esto lo sabía yo hace 10 años. Lo que digo: lo normal. Porque tampoco fue para tanto. O sí. Pero ya ha pasado. Veo que sigues sin hablar... Pues te dejo en paz, claro. Adiós. Que vaya bien. Cuídate. Ya sabes dónde me tienes. Mi casa es tu casa. Cualquier cosa... Aunque, por otra parte, podríamos ser cordiales y responder a un saludo, digo yo. Que puede que sea pesada, que ya me lo han dicho, pero no cuesta ser amables, ¿no? Y tengo curiosidad  y te añoro un poco. No como para vernos, no pongas esa cara. Esta semana, que he tenido un par de sueños raros. Y como eres un poco psicólogo, un poco mago, un poco filósofo, un poco zahorí, que sabes un poco (o mucho) de casi todo (o de todo), pues ya te digo que me podrías aconsejar, escuchar y decirme cómo curarme los demonios del tiempo. Porque a mí se me pasa tan rápido que ya me he perdonado mil veces y a ti otras tantas. Que no todos los días la insultan a una así por suerte o por desgracia, con fundamento o sin él, a la manera decimonónica o en nave espacial ciberpunk. No es que me justifique, justifico el texto, para que me entiendas.  Que yo podría estar igual que tú y no responder a tus llamadas. Pero no lo hago, sobre todo porque no llamas, también es cierto. Ya está. Estás en tu derecho. Me pone de los nervios, pero lo entiendo... más o menos. Pero, vaya, que está feo.  Me podrías perdonar y a otra cosa. Que el resentimiento es fatal para la salud. Nada. ¿No? ¿Nada? Vale... Me compré un sofá y le puse el pañuelo que me regalaste. Le queda genial. Ya me he acostumbrado a él y casi no recuerdo el otro, aquel verde que se hundía. Te lo cuento porque quiero y porque ya que nadie habla, pues ya hablo yo y también porque el sofá mide el tiempo que ha pasado desde que fui desterrada de ti. Le haría una foto y te la mandaría, pero no quiero ser agobiante y parecer una acosadora mandándote fotos y dando la lata, así que no. No te mando nada, ni enlaces ni fotos ni saludos ni emoticonos ni felicitaciones de Pascuas, Navidades, cumpleaños, santos. Ni condolencias. Nada. Y a tu entierro, descuida que no iré. No querría yo molestarte también después de que estés muerto. Ahora sí, que veo que te alejas y te haces pequeño y noto que te has puesto tapones en los oídos y estás, probablemente, llamando a la policía de la memoria para que me den algo. Ahora sí, te dejo.



domingo, 21 de marzo de 2021

Ya no hay estaciones o El quinto café

 Es otoño. 

Se nota por las nubes que se agolpan por poniente, 
oscuras y aún lejanas, 
acampadas ahí, 
entre la silueta azul de los montes, 
esperando como un general en el horizonte.
Y, mientras mis rodillas crujen, 
mis ojos se habitúan a no sentir la punzada 
del rayo que no cesa. 
Ahora toca levantarse obedientes 
y conducir hacia mañana a la hora ordenada, 
rellenar los huecos de un Excel infinito,
limpiar felpudos oxidados de hojas crujientes 
y volver, al tiempo que giramos, 
un ojo puesto en donde el general gris aguarda.

miércoles, 3 de marzo de 2021

Yo, como todos, también he amado

Qué hay de azul de las piedras

Qué de la promesa

Dónde la respuesta


En el azul del ocaso

En el azul de tus penas

Como las piedras que amo,

Perdidas en la bruma 

Y la niebla espesa.


En la distancia y el olvido,

En la profundidad de tus años

Qué hay de las cascadas y las tormentas

Qué del calor y las estrellas

Qué de las horas largas

Del frío de tu cuarto, 

De tus manos pequeñas.


Y qué del tiempo...

De nuestro tiempo extraño

Mojado entre mis piernas

De las palabras desnudas

De tu voz contra mi deseo

Qué de aquel abrazo

Qué de mis labios contra tus piedras.


lunes, 15 de febrero de 2021

Suena un tango, sale a escena una mujer, su larga falda rasgada

 Ya lo sabía que Alejandro estaba viejo, pero ni con esas lo puedo perdonar. Me hizo gastar tiempo y dinero. Y, la verdad, no sé cuál de las dos cosas me duele más. Estaría viejo y demacrado, el hombre, con ese acento y ese pelo que no se le caía ni a tiros y esa manera de liarnos a todos en bares del infierno en los que recomienza todo a poco que vuelves del baño. Además, pretencioso. Eso, de mayor, no se nota tanto, pero fue insoportable para muchos más listos que yo. Bromeábamos con el pase de los mediocres, aquel desfile interminable de nombres y caras e historias aburridas o únicas, abocadas al olvido.  Un pedante. Con una mesa llena de licores y un verbo enhiesto, ameno e infinito. Al menos eso parecía. Yo nunca vi que se le agotase. Y ahora en la distancia impuesta por algo, intuyo que sigue. Sigue inventando. Mintiendo. Llenando las horas de fantasmas. Jugando a cartas de modo tramposo mientras habla y habla. Moviendo los labios entre la bruma de virutas del humo de cientos de cigarrillos. Dientes montados y amarillos entre labios casi morados para una sonrisa sarcástica dirigida a un público escogido. Pasé años sentada allí, jugando, tomando, riendo y participando de sus inventos. Pagando mi parte y la suya, confusa porque a veces desaparecía ante mis ojos, y estaba allí escuchándolo o escuchándome y apuntando en manteles las palabras que salían de nuestras enormes y fantasmales bocas.

Después vino el exilio. Perder mi silla en aquella mesa, salir del bar donde habité tantos años. Sentirme aliviada, vacía, libre y acabada. Sin inspiración y llena de deudas. Encima, un espectro me perseguía. No un espíritu romántico de poca monta, no. Una presencia absoluta, nada transparente, y el efecto en mi psique era el mismo que un monstruo salido de un infierno de película premiada en Sitges. Iba, por casualidades de la vida, encontrándolo en cada esquina. Un cartel, un libro en la vitrina de una librería, su voz de cáscara en un programa de radio, sus opiniones (opiniones, ya, claro,...) entrecomilladas en entrevistas de periódicos. Me dejó muda, ya él ocupaba todo, ya estaba ahí escrito y parafraseado mil veces; cualquier cosa que yo hubiera podido decir entonces, el fantasma me lo había arrebatado.

Ahora, en lo que entiendo que debe ser un final, la guerra ha acabado. La niebla se ha disipado y las sombras que me perseguían han desaparecido. Me dijeron que el bar había ardido hasta los cimientos y todos los que estaban sentados alrededor de aquella mesa se habían incinerado. Polvo, cenizas, diminutas partículas que, eso sí, hay que evitar que te entren en los ojos. Tampoco conviene tragarlas ni respirarlas, que entre tantos vientos llenos de arena, podrían colársete dentro y usarte como anfitrión para futuras pesadillas. En fin. Alejándose de esos detritos, parece que el viejo y sus acólitos han transitado al mundo del olvido. Vertedero de la memoria y verdadero inframundo. Más allá y más abajo que el último círculo.  Un lugar perfecto para matar el odio, el amor, el rencor. Desde luego, desde allí, no llegan noticias que yo sepa. Y espero que ese muro valga para ambos lados. No querría que mis recuerdos dieran una oportunidad al fantasma.

sábado, 13 de febrero de 2021

Lili y los hombres del tiempo

 Estamos a unos 27º y tengo frío. Pobres polacos. Yo creo que tengo frío por mí y no por el clima, pero quién sabe nada de nada a estas alturas, ¿verdad? La cosa es que como es viernes y no puedo estar más sola y en mi dormitorio hay un mosquito gigante haciéndoselo con unos pingüinos, solo me queda escribir. Y mira que no quiero, que lo aborrezco, que es peor que una colitis y un curetaje o un herpes vaginal sin tratar. Pero sí. Me queda escribir. Para nada. Para nadie. Escribir para no seguir bebiendo, para no pensar en la felicidad ajena y odiarla, para ser medio normal, si es que alguien que escribe por pura necesidad y para aliviar su angustia es normal. Más locos que los más necesitados están los que escriben por necesidad. Y no hay cura. Bueno sí. Morirse un poco o del todo. Claro. Eso es la cura para todo mal. Pero no es el caso. Ya dije alguna vez, por loca que esté, que nadie se quiere morir y no seré yo la excepción. Si incluso la esposa maltrecha con la autoestima por los suelos o el monstruo malvado (e hipersensible) y por todos despreciado, o el desmembrado repatriado de una guerra que nunca sucedió,... Ni nadie, ni casi nadie, -por espantoso, infeliz, humillado-, llegado el momento, se querría morir, joder. A ver, yo, que solo tengo frío, que solo estoy aburrida y harta, que solo siento que escribiendo me siento un fracaso, un desastre y una macarra. Una mentira. Un ridículo intento de algo que me la sopla, pero me da rabia. Y pensándolo, sabiendo que estoy en familia por decir algo, es algo liberador, estúpido, -aunque liberador- e inofensivo escribir porque sí, porque no tengo nada que decir, porque hay mil personajes insulsos flotando por la literatura universal y algunos tuvieron los cojones de hacerlos vivir (y por siempre) para mal de generaciones de pacientes lectores que hubieron y han de joderse leyendo sus insulsas desventuras. Si felices, mal; si infelices, penoso; si secundarios, peor. Pues igual yo. Y os jodéis por leer, por llegar hasta aquí, por interesaros en mi minúscula e inútil existencia. Os jodéis por cotillas, por voyeurs, por fans. Odio tener frío. Me recuerda los peores momentos de mi existencia cuando deseaba morir de hambre o de tisis o que alguien me acuchillase en una esquina, lo que fuera que me quitase el frío y la soledad y el miedo. Y lo peor es que hoy aquí a 27º sigo deseando lo mismo.

PD: A pesar de que soy muy infeliz, me encanta cuando soy punk. 

PD2: Estos insultos, si es que he insultado que no estoy segura, van con todos menos contigo, Riforfo, amor.

domingo, 31 de enero de 2021

Un poquito de viento

 Parece que hay un puto vendaval aquí. El enésimo temporal, cúlmine de una inverosímil serie de desastres, que empezaron cuando dejaste de amarme. Ratas, langostas, enfermedades, terremotos, plagas sin fin en el horizonte. Todo por tu falta de cariño. El mundo se puede ir al traste y, de hecho, se irá, porque no conseguí que me quisieras.

Habrá quien piense que todo esto pasa porque tiene que pasar, porque hemos hecho polvo el planeta y porque nos lo merecemos como especie; pero tú y yo sabemos que esto es por nosotros. 

Te echo de menos, y casi prefiero que el mundo se acabe.




viernes, 29 de enero de 2021

Desahogos de unos y otros

A veces una se tiene que desahogar; no sé, gritar, pegar tiros con un arma imaginaria, matar a alguien en un relato de mierda. Así, llevo unos días muy tontos, inventando mentalmente, hombres y mujeres, perros y situaciones, pero igual no me las he inventado, porque, en verdad, parecen historias creadas y contadas por una mente imbécil, o sea, lo que es la vida. Como la del marido beodo al que la esposa espetó, ya harta, el ultimátum. O lo dejas o te dejo. Y él, tras unos minutos, puede que segundos, de cábila, se echó la penúltima. O el de la mujer que coge a su perro y a sus hijos y se va al cortijo con sus padres. O la del tipo que, al despertarse con enorme resaca, se encuentra en casa solo y descubre que todo quisque se ha largado y ha quedado poca cosa en el chalet. O el del tipo que aparece en el campo, ofendido por un desplante seguro inmerecido, reclamando a las tres de la mañana que le devuelvan a su Golden Retriever y se encuentra a su suegro escopeta en ristre que le descerraja dos tiros en la tripa mientras sus hijos, el Retriever, una mujer (que igual es la suya) y su suegra miran indolentes por distintas ventanas. O la del hombre que se hace mil kilómetros para recuperar un perro, que es lo único que recuerda que le importe y, finalmente, acaba enterrado en un claro del bosque y al que alguien de otra época y otras coordenadas le hace una magnífica sonata.

sábado, 9 de enero de 2021

La orquesta

 El lugarteniente cruza la pasarela y embarca. Empiezan ahí sus problemas. Le espera un viaje incierto con brújulas sin norte y marineros sin oficio.  Los pasos por el embarcadero presagian confianza violada, tacones de botas militares, alzas como alas que pretenden alejarlo del suelo y de los otros. El onírico ascenso se ve interrumpido por el estarse quieto de abordo, atento a órdenes inevitables y la vuelta a la mediocridad que significa estar en medio. Podría decirse que su ingenuidad es desesperante. Funcionario y mecánico que sueña aventuras y olvida protocolos, figura única que no encuentra compañía ni por encima ni por debajo, una pieza de un engranaje sin el que se perdería el rumbo. El hombre carece del temperamento paciente y meticuloso, de la capacidad y el don del silencio y la invisibilidad. Sus tacones resuenan por encima del rumor del viento y el oleaje, de voces y toses, del arrastrar de barriles, del chocar de metales, del rozar de gruesas maromas. Un incordio, oteando el horizonte inútilmente, ansiando acelerar el tiempo y llegar a algún destino, atisbar por fin un sentido tras aquel impás infinito. En el diario de abordo, el capitán señala su inquietud. La bitácora confiesa el presentimiento de que el  lugarteniente caerá por la borda en cualquier momento, ya sea por accidente, ya por su temperamento, ya por el de los hombres o, se entiende, por el del capitán mismo. Las palabras escriben su destino. Para esas alturas, el lugarteniente debe estar ya muerto. En el barco reina un silencio hermoso, se puede tocar la tranquilidad del navegar lento y dilatado, el calor de la rutina y el trabajo duro, la música del mar y los hombres, maderas que crujen y velas aguantando los embates del viento. Sin prisa. Todo, -nave, hombres, tiempo-, suspendido en una feliz sintonía. 

miércoles, 6 de enero de 2021

Ulises, de vuelta

    Olvidadas por viejas, dadas por sentado, hartas de estar quietas y tranquilas por no saber nada. Siglos de espera, milenios de habitar un espacio. Recogidas en su hueco, expuestas, afrontando el tórrido viento, mojadas y vueltas a secar. Indolentes, como falsas pruebas del paso del tiempo. Recordando el lecho marino y la pisada de animales extintos. Viajes estelares. Testigos inmortales de cosas que no entienden. Ajenas a la urgencia de los vivos. 

    Probablemente inútiles (¿son útiles las lápidas, los imperios, las ofrendas, los poemas?, ¿es útil un presente sostenido y silente?).  

    Alguien dirá que tienen caducidad, que se convertirán, ellas también, en polvo.  Pero ¿no es eso lo que son ya?