Hagámoslo bien, viajemos. Demos la razón a la naturaleza y dibujemos las sinuosas curvas de la costa mientras sintonizamos la radio. Pink Floyd, Echoes. Live at Pompeii. Gracias. Así podríamos acabar el año. Entrar en la nueva era ingenuos y descansados, con la memoria vacía de datos inútiles y desgastados de puro repasados. Ni siquiera llevemos una maleta con objetos que nos recuerden quiénes somos, quiénes podríamos haber sido o quiénes hemos aparentado ser hasta ahora mismo. Que sea el azar o el autor de nuestra historia el que ponga título, el que establezca un principio, el que ponga un punto y final o unos puntos suspensivos. Nosotros solo escuchemos el mar con música de fondo. La cuestión no somos nosotros, es el viaje mismo y si el viaje significa algo o no, no es el viaje el que ha de decidirlo... Que la historia dé comienzo con una BSO y un cuaderno rojo vacío, con una llamada al teléfono móvil de alguien que está perdido, interferencias por las interminables carreteras secundarias que arañan todas las ciudades costeras. Cada cosa que entre en el coche aportará incongruencia al universo incoherente que formamos. "El día está medio lleno", diremos; "soleado y frío", diremos; "agradable invierno mediterráneo", diremos. Anotaremos en nuestro cuaderno la esperanza de encontrar la perfecta diáfana mañana de enero tras algún cambio de rasante, tras una mutación en el aire. Y, pasado cierto tiempo, nos sentiremos incapaces de medir o calcular, ni tan solo considerar, el paso de las horas y los días: el viaje se habrá convertido en lo único importante.
lunes, 31 de diciembre de 2012
sábado, 29 de diciembre de 2012
Amital soda con yelo
Llevo sangrando treinta años. Treinta años con la característica que me hace igual a tantas otras de las que no sé nada. Treinta años con la sensación de quedarme fuera de una gran fiesta de reinonas de pelos cardados y pelos planchados, de evas-al-desnudo disfrazadas de lolita, de ángeles con voces cascadas de berrear en la sala; la fiesta de las cleptómanas viudas y las usureras flacas y resecas; la fiesta de las falsas ingenuas, futuras puritanas de alto standing, y de las místicas borrachas etéreas. Treinta años perdida en la mascarada tras la que no se distinguen las intenciones, sangrando entre amores disfuncionales y hechos reales, en medio del delirio “fin de fiesta” de un suicida macabro; sangrando como testigo de excepción del vacío de varias vidas, espectadora de la más barroca escena cuyos protagonistas se despedazan entre ellos en una gran casa en mitad de la nada.
Y, de tanto en tanto, me limpio la sangre y salgo a buscar una respuesta. Y ahí me topo con un otro borroso y ofendido.
Ahora tú me miras, adormilada, adormilado, sexy caparazón de rubicundas ruindades, mujeruca llena de verrugas, pasajero ensimismado en las actividades deportivas de tu barrio, ojerosa madre preocupada, plumífero enfermero de la quinta planta, joven de siete cabezas del final del vagón; me miras mientras sangro, con ojos ora interrogantes, ora aterrados, ora amenazantes; con el vaivén de un monstruo alienado; sin saber si sueñas; deseando estar en un sueño; con el cóctel farmacopólico aún viajando por tu sistema digestivo, bailando en tu estómago, calando en tu sangre, subiendo por tu sistema linfático, palpando el centro de tu sistema nervioso central, bajando hacia los intestinos con vocación escapista. Eres todas esas criaturas que yo enveneno con mi presencia y te invito a tomar de la copa que te ofrezco sinceramente, con la idea de, no obstante la alteración del habla por la afectación del nervio hipogloso, sacarte la verdad a toda costa.
Y, de tanto en tanto, me limpio la sangre y salgo a buscar una respuesta. Y ahí me topo con un otro borroso y ofendido.
Ahora tú me miras, adormilada, adormilado, sexy caparazón de rubicundas ruindades, mujeruca llena de verrugas, pasajero ensimismado en las actividades deportivas de tu barrio, ojerosa madre preocupada, plumífero enfermero de la quinta planta, joven de siete cabezas del final del vagón; me miras mientras sangro, con ojos ora interrogantes, ora aterrados, ora amenazantes; con el vaivén de un monstruo alienado; sin saber si sueñas; deseando estar en un sueño; con el cóctel farmacopólico aún viajando por tu sistema digestivo, bailando en tu estómago, calando en tu sangre, subiendo por tu sistema linfático, palpando el centro de tu sistema nervioso central, bajando hacia los intestinos con vocación escapista. Eres todas esas criaturas que yo enveneno con mi presencia y te invito a tomar de la copa que te ofrezco sinceramente, con la idea de, no obstante la alteración del habla por la afectación del nervio hipogloso, sacarte la verdad a toda costa.
domingo, 16 de diciembre de 2012
Oda al Lidl
Yo no sé qué mierda es una oda. Apenas aprendí a escribir ayer y no he leído nada que no salga en un paquete de comida precocinada, así que ya ves. Pero, como todo quisque, hablaré, y hablaré del Lidl. Ese sitio entre tenebroso y absurdo, rabiosamente yanqui, increíblemente desordenado, atestado y extraño al que vamos las madres modernas. Madres modernas buscando cerveza barata y disimulando, perdidas entre la masa de enormes espaldas biondas e invasoras que se pirran por sitios así. Madres que aman a sus retoños, como yo.
Y recorres los pasillos como Dante en el infierno, viendo todos los sinsentidos del planeta expuestos sin orden ni concierto, sin razón, sin limpieza y sin problema, sorteando las cajas tiradas por los suelos, empujando sin vergüenza a los guiris intrusos y metiendo en el carro todo tipo de comida para microondas para tus niños que andan como vándalos por allí, montando un circo que a nadie extraña porque a nadie allí le sorprende la mala educación, el griterío y la indolencia de una madre moderna. Son una tribu a la que perteneces te duela donde te duela, y es así. Llenas, en fin, el carro, con toda clase de reservas listas en dos minutos, merluza tres sabores, pizzas de caramelo y mucha ginebra, y muchísima cerveza. Y echas un par de cajas de vitaminas e hilo dental para disimular el verdadero motivo de ir a aquel infesto lugar para hacerte con un arsenal de alcohol, mientras atiborras a tus hijos de comida basura y los dejas frente al televisor. La cajera, la única cajera, se hace cargo de una cola de siete metros, llena de espaldas enormes entre las que te sientes como una habitante de Liliput que concede a sus hijos la venia de tirar por los suelos todo aquello que esté a su altura y traer a manos llenas chocolatinas que agregas a tu compra tras veinte minutos de espera. La cajera es una mujer bigotuda que mira a todos con el mismo mirar y no intercambia más de dos frases jamás. Como si dijera, no me importa tu vida ni la mía y no creo en la electrolisis ni un carajo, solo quiero que den las diez para hartarme de fumar.
Es una pesadilla, pero los niños lo pasan bien. Y tú, madre moderna, lo cargas todo en el monovolumen que te dejó el adultero aquel y te llevas a casa a los tres salvajes que no harán los deberes, que se quedarán dormidos en la alfombra tras comer una lasaña de bote y te inflarás de beber hasta caer en la alfombra tú también.
martes, 4 de diciembre de 2012
No es este un mundo para la nieta bastarda del Jorobado de Notre Dame
Por motivos ajenos a mi voluntad, ando explicando la formación de palabras en lugar de hablar del mucho más interesante tema de la deformación de palabras. Pero no es este un mundo para la nieta bastarda del jorobado de Notre Dame. Y así, ocupando mi tiempo en cosas banales, en cosas que hago con empeño pero sin ganas, en cosas que me permiten ganar algo de pasta, veo la luz y aclaro algunos términos del contrato que alguien, por poderes, firmó en mi nombre el día en que me escupieron a este basurero llamado Mundo. Oigo una voz cavernosa que me dice que entre un montón de dinero y la Verdad, entre un montón de dinero y el Amor, entre un montón de dinero y Dios,... no hay dudas en la elección. Y ahí, paro de escuchar. Tomo mi cuerpo flaco y lo llevo al congelador en que se ha convertido mi terraza, fumo para dañar mi integridad y mi salud y mi apariencia y me dedico a leer el destino de los tiempos en la forma de las nubes, que es la profesión para la que yo venía predestinada. Hace un frío de cojones. Las nubes están espesas y aisladas, sus límites como pocas veces marcados, la leyenda más clara que el I Ching en sus mejores días como de aquí a Júpiter y volver, e ir y volver, e ir y volver infinitamente. Diría lo que he visto y mis predicciones, así, gratis, porque sí, pero hoy no me da la gana, a lo mejor lo digo mañana.
lunes, 3 de diciembre de 2012
La agonía de Pobre Tony
Pobre Tony acaba reventando en la parte de atrás
de un vagón de metro, rodeado de sus propios excrementos, tras tragarse su lengua, en pleno delirium tremens,
después de semanas de vivir en un WC, después de semanas de degeneración y
dolor.
Antes de ello, Tony sería un niño; después, un
adolescente amanerado y, al cabo, un hermoso joven totalmente extravagante y gay. En un
momento indefinido, Tony -como todos por aquí- necesitaría darle un sentido a su vida y no tuvo
tiempo de pensar, se topó con la felicidad cuasi gratuita (por la falta de
esfuerzo, digo), la felicidad brillante que todo lo compensa, el amor, la
ebriedad, la consecución de los deseos conocidos y desconocidos, el brillo
de la verdad, la música y la poesía, la amiga y la amante, y la buena
cocina, y la cama perfecta. Y Pobre Tony se hizo asiduo a varias sustancias. Podría haber sido solo una. Podría, y su suerte habría sido la misma, si hubiera sido solamente alcohol. Pero no. No fue una, sino varias sustancias las que dieron sentido a su existencia. Y, por momentos,
Pobre Tony sería como un rey de la noche (o, más bien, una reina) y, por momentos,
sería terriblemente egoísta. Y se sentiría bello y perfecto y fuerte y joven y
completo. Y crecería en sí mismo de felicidad y, disimuladamente o no, se cerraría a los
demás, pues los demás no son
necesarios (aunque no son, tampoco, prescindibles; son, digamos, accesorios) cuando tú y las sustancias formáis un todo con sentido y se supera el
insoportable vacío de la existencia.
Y Pobre Tony lograría superar su vacío durante
un tiempo cada vez más corto, y comprobaría que, cuando vuelve a la normalidad, el vacío es aun más profundo, más negro y está más
vacío, y no solo es angustioso y desesperante y asqueroso, sino que ahora es
terrorífico de verdad y cada vez se hace más y más insoportable, no se puede
soportar, no es tolerable ya; y llega un momento en que puede ser enloquecedor
enfrentarse al vacío. Después, el vacío lo llena todo y acaba por ser la única cosa real.
Seguramente, D. F. W. reconoció la subida a
la completa felicidad, la ausencia de miedo, la comprensión de sí
y de todo, el descenso más arrastrado por los infiernos de la
humillación, e imaginó una muerte lenta y dolorosa como
un larguísimo proceso de congelación desde dentro, millones de cuchillos de
hielo entrando y saliendo.
Reconocer todo ese sufrimiento y meterte en
él, acostarte con él, levantarte con él, mirar a los ojos al horror y, después,
salir a la calle y ver las luces navideñas que acompañan fingidas capas de
nieve en los portales de los centros comerciales donde enormes carteles de LED verde cantan a la unidad familiar, al tiempo
de hogar, al consumir como dar. Y
cantan al amor y a la paz y a la esperanza. Y la
intermitente defensa de los clichés debe debatirse en el fondo, como un deseo desesperado
de creer en algo asible; aunque, después de haber paladeado la verdadera
amargura, después de haber digerido la agonía de Pobre Tony, después de haberse
sumergido en ese pantanoso mundo real y haber visto cómo son y serán las cosas de verdad, los clichés no sirven de
nada.
Y ver acercarse al monstruo y reconocer la
enfermedad e, incluso, intuir cómo sería toparse en mitad de la nada con la Abstinencia.
Y aun comprender que hay pocas alternativas al vacío... Dan ganas, no digáis
que no, dan ganas de sacar de alguna parte unas fuerzas animales, unas fuerzas irracionales,
destructivas, sobrehumanas, ira en estado puro que lo tire todo abajo y bañe de
escombros ese mundo de colorines y campanillas; actuar de un modo apocalíptico
e irreversible, aunque solo sea irreversible para ti, aunque solo sea
apocalíptico para el que en ese instante se cruce en tu camino.
jueves, 15 de noviembre de 2012
In between days...
Porque perder puede ser un motivo tan bueno como ganar para festejar..., celebremos que no hay nada que celebrar, que nadie perdió ni nadie ganó, que nadie nació ni nadie murió, que nada cambió, que nadie cambió, que las palabras siguen teniendo el mismo valor, que los hombres siguen teniendo el mismo valor. Que el visceral teclear del ordenador te recuerda el glorioso pasado de la máquina de escribir de tu infancia (si es que tu abuelo fue Hemingway).
Y si a ti te posee la inspiración y el licor, todo es digno de celebrar. Que ayer hubo algo así como una fiesta y unos dicen que tal y otros opinan que cual. Y los que creen nadar contracorriente y aquellos que se saben mejores, distintos, más fieles, más lindos..., se sientan al lado de Napoleón en la sala del televisor del hospital de la Santísima Gracia, sito aquí a la vuelta donde sí que hay talento a espuertas. Que la mayoría no sabe usar ni los refranes, que casi todos pierden pelo y que lo único que va a más con la edad es la pereza. Que algunos son locos a secas y otros son obtusos y no se enteran: oyen pero no escuchan y cuando escuchan, más valdría que nadie lo supiera. Celebremos la mediocridad y el miedo y el fracaso y la estupidez, la ebriedad y la incompetencia, la autocomplacencia, la autosuficiencia, la automedicación, la locomoción, la emoción de ser estúpidos y la broma ontológica de que hasta los más hijos de puta (sí, he dicho "puta") pueden ser padres y profesores y gobernantes y gobernadores. Cuántas cosas para celebrar y qué poco tiempo, ¿verdad?
Y si a ti te posee la inspiración y el licor, todo es digno de celebrar. Que ayer hubo algo así como una fiesta y unos dicen que tal y otros opinan que cual. Y los que creen nadar contracorriente y aquellos que se saben mejores, distintos, más fieles, más lindos..., se sientan al lado de Napoleón en la sala del televisor del hospital de la Santísima Gracia, sito aquí a la vuelta donde sí que hay talento a espuertas. Que la mayoría no sabe usar ni los refranes, que casi todos pierden pelo y que lo único que va a más con la edad es la pereza. Que algunos son locos a secas y otros son obtusos y no se enteran: oyen pero no escuchan y cuando escuchan, más valdría que nadie lo supiera. Celebremos la mediocridad y el miedo y el fracaso y la estupidez, la ebriedad y la incompetencia, la autocomplacencia, la autosuficiencia, la automedicación, la locomoción, la emoción de ser estúpidos y la broma ontológica de que hasta los más hijos de puta (sí, he dicho "puta") pueden ser padres y profesores y gobernantes y gobernadores. Cuántas cosas para celebrar y qué poco tiempo, ¿verdad?
lunes, 12 de noviembre de 2012
Activistas de la nada
Hay que encaramarse y esperar lo peor.
Levantar un muro y acumular piedras.
Como en los días de agosto
en que los viejos se desploman en las aceras,
o en el tiempo de la ventisca y la helada,
en la terrible humedad,
o en enero cuando los gatos gritan de dolor.
Tormentas acechan allá en el mar,
donde el rayo serpentea
y la luz hace más oscura la noche
y las gotas caen como balas.
Y habría que armarse de valor
para aventurarse bajo el aguacero,
pero nos armamos con palabras.
Es, en puridad, la historia circular de la vida de las arañas.
Tenemos casas, no vivimos en casas,
somos poseídos por las casas.
Y la tela del suelo es pegajosa y nos atrapa.
Y lo que hay bajo nuestros pies nos amarga
y nos es ajeno y nos extraña.
Y razón no nos falta.
Razones no nos faltan.
Andamos armados de razones,
cargados de razones,
como ratas hambrientas
defendiendo su derecho a sobrevivir.
Y como ratas, nos aferramos,
y como arañas, tejemos,
y como siempre, estamos aterrados.
Y algo nos hace peligrosos, nos embriaga y nos da alas.
Las alas de un fantasma.
Y prometemos, juramos que nos asquea el deseo.
Mas ¿no es sigilosa la araña?
¿No es, acaso, hacendosa, limpia,
impecable en su perpetuación de la especie?
¿Y no lo es, asimismo, la rata?
¿Y no, si lo pensamos un poco, es normal alzar vallas,
romper espejos, acumular canas, anécdotas, camas?
Qué otra cosa queda sino encaramarse a una balaustrada
para evitar mojarnos los zapatos
y armarse en espera de la guerra que avanza;
desde el otro lado de esa pared hacia nuestra casa.
Porque, además y después de todo, el mundo se acaba.
El tiempo se acaba
y cómo retenerlo,
cómo hacernos eternos
sino siendo dueños de todo lo que nuestra vista alcanza.
Levantar un muro y acumular piedras.
Como en los días de agosto
en que los viejos se desploman en las aceras,
o en el tiempo de la ventisca y la helada,
en la terrible humedad,
o en enero cuando los gatos gritan de dolor.
Tormentas acechan allá en el mar,
donde el rayo serpentea
y la luz hace más oscura la noche
y las gotas caen como balas.
Y habría que armarse de valor
para aventurarse bajo el aguacero,
pero nos armamos con palabras.
Es, en puridad, la historia circular de la vida de las arañas.
Tenemos casas, no vivimos en casas,
somos poseídos por las casas.
Y la tela del suelo es pegajosa y nos atrapa.
Y lo que hay bajo nuestros pies nos amarga
y nos es ajeno y nos extraña.
Y razón no nos falta.
Razones no nos faltan.
Andamos armados de razones,
cargados de razones,
como ratas hambrientas
defendiendo su derecho a sobrevivir.
Y como ratas, nos aferramos,
y como arañas, tejemos,
y como siempre, estamos aterrados.
Y algo nos hace peligrosos, nos embriaga y nos da alas.
Las alas de un fantasma.
Y prometemos, juramos que nos asquea el deseo.
Mas ¿no es sigilosa la araña?
¿No es, acaso, hacendosa, limpia,
impecable en su perpetuación de la especie?
¿Y no lo es, asimismo, la rata?
¿Y no, si lo pensamos un poco, es normal alzar vallas,
romper espejos, acumular canas, anécdotas, camas?
Qué otra cosa queda sino encaramarse a una balaustrada
para evitar mojarnos los zapatos
y armarse en espera de la guerra que avanza;
desde el otro lado de esa pared hacia nuestra casa.
Porque, además y después de todo, el mundo se acaba.
El tiempo se acaba
y cómo retenerlo,
cómo hacernos eternos
sino siendo dueños de todo lo que nuestra vista alcanza.
viernes, 9 de noviembre de 2012
Límites, voluntad y palacios de cristal
Fiodr, a pesar de su aspecto cansado, serio y anodino, su incipiente calvicie, su desproporcionada cabeza, su caminar cargado y su frotarse las manos, no es un tipo más. Fiodr, en un mundo de gente que no sabe lo que quiere, desea un palacio de cristal, exactamente lo que desea es que existan los palacios de cristal y esta es su voluntad porque ese es su deseo. Lo interesante de Fiodr es que nunca nadie puedo despojarle de su voluntad pues nadie supo distraerle de su deseo. Toda su actividad se puso al servicio de la consecución de ese deseo. Su talento, su herencia, su esfuerzo, todo lo que podía como hombre libre, hijo de hombre libre, se puso en funcionamiento. No pararía hasta encontrar un palacio de cristal, un mundo hiperbólico lleno de mesas de juegos, con vasos de vodka helados y una audiencia atenta, complaciente e ingeniosa. Un lugar en el que no solo cobijarse de la lluvia sino apretarse contra unos orondos y blancos pechos, un lugar por donde no se pueda pasar sin hacer un espasmo a modo de reverencia, donde los únicos límites sean su libertad y su conciencia de ella.
Y pongamos por caso que, en un momento determinado, Fiodr lo consiguiera, consiguiera este palacio. ¿Cuánto tiempo creen ustedes que tardaría en desear algo más? Digamos, subir un nivel en la misma dirección, esto es, en la excelencia del palacio de cristal. Nada asombroso pasaría: en principio, el palacio habría de ser enorme, dorado, redondo, sinuoso, siempre perfumado. El vodka, levemente tibio; el samovar, siempre encendido; la mesa de juego, presta y el bolsillo de su chaqueta, como un interminable surtidor de monedas. En los momentos vespertinos y solitarios, su pluma iría aún más ligera. Y las mujeres, siempre lindas y dispuestas, de cuerpos llenos y suaves, ojos enormes y manos pequeñas; y la intuición de estas hembras sería un portento de inteligencia solo a la entera satisfacción de la imaginación.
El tiempo (oh, tic tac) habría pasado raudo, claro está, si esto así hubiera sucedido.
Mas, fuera del palacio, quedaban aspectos que podrían entrar dentro de los límites de su voluntad, al menos la calle o la manzana que rodease al lugar y, cómo no, los habitantes que paseasen esta calle, y también el ambiente y el aire que tendría que ser fresco, seco, perfumado y deslumbrante. Nunca más el hedor ni el espectáculo de la miseria. Una calle en la que nadie recordara que uno se tiene que conformar con el gallinero o el altillo de un edificio ruinoso con habitaciones subarrendadas y sucias familias separadas por sucias y viejas sábanas. Todo se podía olvidar en un paso más, en la perfección del palacio de cristal.
Mas, fuera del palacio, quedaban aspectos que podrían entrar dentro de los límites de su voluntad, al menos la calle o la manzana que rodease al lugar y, cómo no, los habitantes que paseasen esta calle, y también el ambiente y el aire que tendría que ser fresco, seco, perfumado y deslumbrante. Nunca más el hedor ni el espectáculo de la miseria. Una calle en la que nadie recordara que uno se tiene que conformar con el gallinero o el altillo de un edificio ruinoso con habitaciones subarrendadas y sucias familias separadas por sucias y viejas sábanas. Todo se podía olvidar en un paso más, en la perfección del palacio de cristal.
Después de un tiempo, estoy pensando que Fiodr ya estaría satisfecho y bien abastecido, nada de lo anterior le haría desear sacar el dedo; los deseos saciados, el cuerpo descansado y la contemplación de la belleza y la imagen de una sociedad hedonista, serena, pacífica y en completa ausencia de desigualdad. Y seguramente seré yo, pero imagino a Fiodr despertando una buena mañana, entre sábanas blancas y almidonadas, con una rubia cabellera enredada entre las almohadas. Imagino a Fiodr observando a la bella muchacha de curvas sublimes y pensando que aquella no tiene ninguna inocencia, que va demasiado perfumada, que sus caderas son muy anchas y su habilidad es tal que resta todo aliciente al arte de amar.
Y, tras una fructífera mañana de trabajo, lo veo bajar las doradas escalas, con una historia bajo el brazo pensando en que siempre las mismas historias y los mismos recursos y los mismos personajes con las mismas depravaciones y la misma estulticia y la misma maldad, y que siempre los mismos trucos para cautivar a editor y lectores, y seguir ganando tanto como para mantener el palacio de cristal. Y veo cómo, de repente, lanza las cuartillas garabateadas por la ventana. Y se sienta a la mesa y, después de la sopa y el faisán y el vino y los pasteles y la conversación aduladora aunque amena, siente unas imperiosas ganas de vomitar. Y vomita en una enorme bacina plateada y, entre los trozos y restos semidigeridos y el olor nauseabundo y las lágrimas producidas por el esfuerzo, Fiodr cree ver un movimiento en la masa parduzca que pareciera haber cobrado vida y moverse de modo imposible. Fiodr, sin duda, alzaría la cabeza, se echaría agua en el rostro, enjuagaría su boca con licor de manzanas y, apuesto la camisa, regresaría a mirar el vómito con una mezcla de temor y burlona incredulidad. Pero ocurre que allí ahora mirando atentamente, con una mano tapándose las narices y la otra, sujetando una bujía, ve que no era una alucinación ni un error de percepción y que lo que se mueve allí abajo es un número insoportable de gusanos. Asquerosos e inquietos gusanos que han estado dentro de él y que han salido de él y que quizás se hayan creado en él y que ni dentro ni fuera son parte del palacio y no mueren ni desaparecen ni se van a morir ni a desaparecer jamás. No sabría decir lo que pasa por la mente del hombre justo en ese instante de desesperación por el miedo y el asco, pero sé lo que no hará: no se sentará en una silla de mimbre a esperar el amanecer, como el joven del cuento de Murakami. No, porque Fiodr sabe lo que quiere. Así, y por ello, pasa a la siguiente fase y fuma alguna sustancia relajante y oriental y se siente relajado y oriental y deja de pensar en los gusanos y se concentra en ornamentar el palacio de un modo profundo y exótico. Primero, apartará a las hábiles y bien formadas damas de su lado de la mesa para sentirse confortado con la dulce inocencia de criaturas más jóvenes e inexpertas. También, y quizás como reacción subconsciente a la náusea vermícula, Fiodr deja de comer y se dedica a paladear exquisitos licores y a profundizar en ese nuevo y extraño placer de los humos extranjeros, y en la risa blanda y los estrechos cuerpos de los niños cuya sensualidad le era hasta entonces desconocida y es como un país nuevo y raro y excitante y vedado, y el reciente deseo se impone a su voluntad: el deseo de no recibir sino de dar, no de ser agasajado y amado sino de agasajar y amar y enseñar.
Y, tras una fructífera mañana de trabajo, lo veo bajar las doradas escalas, con una historia bajo el brazo pensando en que siempre las mismas historias y los mismos recursos y los mismos personajes con las mismas depravaciones y la misma estulticia y la misma maldad, y que siempre los mismos trucos para cautivar a editor y lectores, y seguir ganando tanto como para mantener el palacio de cristal. Y veo cómo, de repente, lanza las cuartillas garabateadas por la ventana. Y se sienta a la mesa y, después de la sopa y el faisán y el vino y los pasteles y la conversación aduladora aunque amena, siente unas imperiosas ganas de vomitar. Y vomita en una enorme bacina plateada y, entre los trozos y restos semidigeridos y el olor nauseabundo y las lágrimas producidas por el esfuerzo, Fiodr cree ver un movimiento en la masa parduzca que pareciera haber cobrado vida y moverse de modo imposible. Fiodr, sin duda, alzaría la cabeza, se echaría agua en el rostro, enjuagaría su boca con licor de manzanas y, apuesto la camisa, regresaría a mirar el vómito con una mezcla de temor y burlona incredulidad. Pero ocurre que allí ahora mirando atentamente, con una mano tapándose las narices y la otra, sujetando una bujía, ve que no era una alucinación ni un error de percepción y que lo que se mueve allí abajo es un número insoportable de gusanos. Asquerosos e inquietos gusanos que han estado dentro de él y que han salido de él y que quizás se hayan creado en él y que ni dentro ni fuera son parte del palacio y no mueren ni desaparecen ni se van a morir ni a desaparecer jamás. No sabría decir lo que pasa por la mente del hombre justo en ese instante de desesperación por el miedo y el asco, pero sé lo que no hará: no se sentará en una silla de mimbre a esperar el amanecer, como el joven del cuento de Murakami. No, porque Fiodr sabe lo que quiere. Así, y por ello, pasa a la siguiente fase y fuma alguna sustancia relajante y oriental y se siente relajado y oriental y deja de pensar en los gusanos y se concentra en ornamentar el palacio de un modo profundo y exótico. Primero, apartará a las hábiles y bien formadas damas de su lado de la mesa para sentirse confortado con la dulce inocencia de criaturas más jóvenes e inexpertas. También, y quizás como reacción subconsciente a la náusea vermícula, Fiodr deja de comer y se dedica a paladear exquisitos licores y a profundizar en ese nuevo y extraño placer de los humos extranjeros, y en la risa blanda y los estrechos cuerpos de los niños cuya sensualidad le era hasta entonces desconocida y es como un país nuevo y raro y excitante y vedado, y el reciente deseo se impone a su voluntad: el deseo de no recibir sino de dar, no de ser agasajado y amado sino de agasajar y amar y enseñar.
Así que Fiodr ha ampliado los límites del palacio concediendo a su deseo un poder que en realidad siempre tuvo, sin darse cuenta de que los pasos avanzados en ese último impulso son, aunque los diera solo por amistad y por curiosidad y por ser fiel a su voluntad de ser absolutamente libre, son -digo- pasos imposibles de desandar. Y que es verdad que todos los límites se pueden cruzar porque no existen más que en las convenciones de las que Fiodr se deshizo hacía tiempo ya. Y que el único límite admisible es el que uno se impone bajo cierto control del que aquella velada nuestro Fiodr se despidió para no recuperar jamás, pues ¿cómo volver a los antiguos hábitos de los que había terminado asqueado?, y ¿qué vacío placer encontraría en las antiguas prácticas ya jamás?, y ¿cómo considerar su palacio de cristal un verdadero palacio de cristal si allí no hallase la complacencia de su deseo y se sintiese libre y ejerciera todos los derechos que le asistían como amo de su destino? y, además, ¿por qué habría de volver atrás?, ¿a quién debía rendir cuentas?, ¿a una supuesta autoridad impuesta por una voluntad ajena, cuya misión es hacer cumplir unas reglas arbitrarias e ilegítimas para un hombre libre? No, no daría ni un paso atrás. Un hombre que tiene un palacio de cristal no puede dejar que este se convierta en un edificio vulgar ante el cual se pueda escupir.
El destino de Fiodr sería llenar sus noches de complicados juegos con subidas y más subidas de las apuestas y banquetes de ebriedad y, para la conciencia amaestrada que él también había heredado -incorporada a su cuerpo aunque no fuera material-, reservaba el humo del olvido y una música clandestina e ilegal.
El destino de Fiodr sería llenar sus noches de complicados juegos con subidas y más subidas de las apuestas y banquetes de ebriedad y, para la conciencia amaestrada que él también había heredado -incorporada a su cuerpo aunque no fuera material-, reservaba el humo del olvido y una música clandestina e ilegal.
martes, 6 de noviembre de 2012
Spotless life
Siempre es triste dejar atrás un paisaje que amas, mientras el taxi te aleja atravesando suburbios y puentes sobre vías ferroviarias y muros manchados de humedad con estresantes pintadas llenas de faltas ortográficas, y un talento subversivo y barriobajero te atenaza. Una espalda llena de caspa y unas manos demasiado pequeñas escondidas tras unos diminutos guantes blancos te guían hasta la salida del laberinto donde has vivido un tiempo que ya no importa pues está abocado al olvido, una nada impecable tras los 5:57 minutos de destello de una mente sin mácula. Es siempre triste volver la vista atrás y ver los rascacielos que te aplastaron y ensombrecieron cada uno de tus días, a los que miraste y volviste a mirar para fijarlos en tu memoria a pesar de saber que esta como las otras veces, todo eso lo ibas a olvidar; oír Everyboy hurts en tu mp4 robado, ver al fondo la torre metálica como un desafinado canto a la posmodernidad, la fisonomía de una ciudad enorme y sin alma, un sitio donde, aunque no lo sepas, porque nada se puede saber, no volverás. Entre el taxista y tú, un grueso vidrio está lleno de salpicaduras y huellas, las manecillas de las puertas arrancadas y una emisora de radio vomitando palabras extranjeras te despiden del caos en que casi te habías acostumbrado a ser infeliz, igual que uno se acostumbra al frío o a pasar hambre o a estar en un catre lleno de muelles, cama de faquir a la que te adaptas sin más, durmiendo como una serpiente, adelgazando para no pesar y así no clavarte esas puyas metálicas. Y te ves en el cristal de la ventanilla mirando la ciudad mientras te alejas, te ves en tu perfil afilado y envejecido, en tu rostro forastero, en tu cara de madrugada, una cara abstemia y sombría que no desentona con los viejos edificios ennegrecidos, el olor a carbón, los trapos tendidos en una ventana opaca y sucia tras la que alguien vive en una miseria infinita sin que ni siquiera a ese mismo alguien le importe. Y entonces te das cuenta, porque sientes algo intestinal que debe estar conectado con el inconsciente, en el sitio donde vive el mago de Oz del cuerpo que habitas, y te das cuenta de que esa ciudad es el lugar que amas, donde puedes ser tú, con un cuerpo infrahumano, borrachas noches y madrugadas, cucarachas aplastadas y cientos de botellas apiladas. Y que sea donde sea que te lleve ese avión tampoco entenderás el idioma ni las costumbres, que las camas y las escaleras y las aceras no serán allí tampoco de tu talla, que sea donde sea no te envolverá la bruma negra de polución y los transeúntes semimuertos de cabezas gachas serán sustituidos por molestos y extraños figurantes de ojos claros y que la BSO del lugar jamás será Mad World y que eso es lo que tú amas. Tu piso a esa hora ya estará habitado por otro, tu basura habrá sido despejada, tu nombre garabateado en lápiz en el buzón al que nunca llegó ni una sola carta tendrá ya otro nombre, encima del tuyo, escrito en rotulador negro, en caracteres cirílicos o alguna lengua eslava o caracteres tradicionales chinos. Y el taxi llega a la Terminal 4 y nada te parece tener más sentido que la palabra terminal para tu estado, y echas el dinero por la ventanilla bajada mientras imaginas el nombre de tu buzón como un epitafio extraterrestre para la vida que acaba.
sábado, 27 de octubre de 2012
Un Colt Anaconda calibre 44
Tenía la anaconda en la mano y ante sus ojos una escena aterradora brotó de la niebla que recordaba. Alzó la vista, el sol
estaba alto, debía de ser mediodía. Tan solo mediodía. Y todo aquello, cuándo
había ocurrido. Ángela había pasado por casa y se había quedado. La anaconda quemaba y una alarma intestinal, algo dentro, muy dentro del monstruo forzó una desconexión de un momento sin concretar. En
algún espacio mental, La vida de santos
que Enric había escrito tras leer a Bolaño: una mezcla de La literatura nazi en
América y la filmografía de James O. Incandeza. Una rata con menopausia había
caído en una humillante trampa para ratones, cinco horas de debate y lucha
física, de reproches: una vida inútil y una sarta de mentiras. ¿Era Enric la
rata? ¿Puede un escritor catalán tener la menopausia? Sin duda. La rata pegada
a un trozo de adhesivo cáustico, va desgarrándose en su lucha por liberarse
para sobrevivir mientras los ensordecedores chillidos despiertan a todos en la
casa; si alguien entendiese a la alimaña moribunda sabría que reconoce que no
desea vivir, que para qué esa vida. Pero aun así forcejea, con un inmenso
sufrimiento, su panza desollada, las tripas asomando, sangrando por la boca,
los dientes apretados y ennegrecidos. Suena el adagio en sol menor de Albinoni. Es como una
escena de La naranja mecánica. La
rata tarda en morir 29 páginas. 29 páginas, teñidas de rojo y horror.
Puede que ahora estén solos la anaconda y él. Ángela
tiene los ojos muy abiertos, la piel tan blanca, parece una muñeca, inmóvil y
lejana. Una concertista de piano con cara de niña que viaja en taxi con una carta
y debe dar instrucciones al taxista. Una enferma con cara lavada y bien
vestida que vaga por las tardes de buena familia. Mira a una niña mientras
destroza el preludio número 1 de Bach. El clave bien temperado. El primer ataque
de epilepsia fue en un teatro abarrotado: estaba en el escenario. El segundo, en mitad de la calle en la puerta de un orfanato a pocos pasos de su apartamento. El tercero, en las escaleras del metro. Las
lesiones en la lengua tardan en sanarse, la sangre mana de la boca afuera
mientras el cuerpo se sacude, golpeándose contra el suelo de cemento y piedra.
Los transeúntes se apartan y sienten náuseas. Algunos padres, una vez les explica lo que ocurre, deciden alejarla, cuestión que entendería si fuera madre. A los taxistas les pasa lo mismo: algunos prefieren
disculparse y marcharse por donde han venido. Y mientras toca algún muchacho
aventajado, la mirada de ella se hace vacía, tanto como su vida sin alicientes
ni sentido. Cuarenta páginas de reflexiones sobre la oscuridad de un porvenir
en el que ganarse el pan para vivir un poco más es un círculo parecido a la
rueda de la jaula de un roedor gordo y doméstico. Entre el despertarse,
asearse, desayunar y el llamar un taxi, había un abismo de horas muertas, un
diapasón que juega con el tiempo, como el latido del corazón que bombea sangre
para nada.
Y ahora allí yacía Ángela, como un personaje accesorio de algún cuento menor de Enric, cuya pluma narcisista habría parido este doppelgänger sacado de una armería del barrio de Odessa, sobando un colt anaconda recién sisado en concepto de adelanto de
la paga navideña, pateando piedritas, con las manos en los bolsillos llenos, el
pelo revuelto, la ropa arrugada, rumbo a una casa donde dos viejos herméticos
dormitan mientras comen o se escupen insultos en ruso. Un doble sin nombre que merodea y
finalmente atraviesa la puerta. Primero, Alexei. Luego, Irina. Después, Ángela, que
había pasado por casa y se había quedado, que se dedicaba a ser la puta de los padres de futuras promesas del piano.
El hombre sin nombre salió al raso. El viento soplaba. Alzó la vista, el sol estaba alto, debía de ser mediodía. No dudó. Fue en busca de Enric para saber cómo termina.
El hombre sin nombre salió al raso. El viento soplaba. Alzó la vista, el sol estaba alto, debía de ser mediodía. No dudó. Fue en busca de Enric para saber cómo termina.
domingo, 21 de octubre de 2012
¡La policía no se graba, hostias!
Una
incursión populi atraganta la calle y densifica el tráfico alterando el orden público.
La generación del remake, las sagas y las fotos retocadas sube a las farolas a
grabar con sus móviles y cargar en Tuenti y Facebook la fiesta improvisada. La
música se eleva, no cabe en ellos, les traspasa y asciende. Todos los vecinos, mayormente
divorciados y vueltos a casar de la generación del boom inmobiliario, la dieta
del pollo y la vida-antes-de-la-wikipedia, se asoman a las ventanas con sus videocámaras
(sí, también). Bueno, todos no... Toma en picado que objetiva la quinta planta donde
Gabino y Alexandra se preparan, ambos son profesores de lengua española o
castellana.
-No es
normal... En su piso se oyen las cosas más raras, —refiere Amalia, 53 años, separada, vecina cuyo dormitorio da al de los susodichos.
La fiesta
acaba a las cinco de la mañana. Ni sus detractores (vecinos) ni los partidarios
(chavales) pueden colgar el final en Facebook porque “la policía no se graba, hostias”.
Como en todo texto oral de tipo conversacional espontáneo, nos desviamos del tema y seguimos con los del 5º: Amalia no lo soportaba y, justo antes
de la crisis económica mundial (en adelante CEM), endosó el apartamento a un informático freelance por un precio que hoy día
parece ciencia ficción. El informático al poco se agenció un fonendoscopio en
el mercadillo de la Merced que cada sábado ofrece objetos seminuevos robados sin
competencia en lo referente a la relación precio/calidad, justo en el stand de Objetos (de) médicos entre un brillante tensiómetro y una caja de Valium
3.
-¿No quieres valiums, guapo?
-No, señora.
-Los valiums tienen mucha salida, niño, se venden muy bien. Traemos montones y al rato nos tenemos que ir a dar palos a Cerrado otra vez.
-Pues yo no quiero valiums, señora. Me llevo el fonendoscopio.
-¿El qué?
-Esa cosa de ahí, al lado de los valiums.
-Ah, ya. ¿Lo quieres para regalo?
-No.
-Ah, vale.
-¿No quieres valiums, guapo?
-No, señora.
-Los valiums tienen mucha salida, niño, se venden muy bien. Traemos montones y al rato nos tenemos que ir a dar palos a Cerrado otra vez.
-Pues yo no quiero valiums, señora. Me llevo el fonendoscopio.
-¿El qué?
-Esa cosa de ahí, al lado de los valiums.
-Ah, ya. ¿Lo quieres para regalo?
-No.
-Ah, vale.
De vuelta
a casa, el informático cogió una silla y se apostó junto a la pared del
cabecero, fonendoscopio en ristre.
-Nena,
tengo el verbo enhiesto.
-Tenemos
tiempo, Gabino, hazme un análisis sintáctico.
Daba así comienzo la clase de gramática. Al cabo de dos semanas, el informático tenía los complementos circunstanciales doloridos y empezó a hacerse el predicativo cuando el vecino salía a lo que fuese. Ella, al principio, declinaba el ofrecimiento pero al fin su calidad de mujer de letras, tolerante y generosa, pudo más que el objeto directo de la culpa. Lo que pasó fue que un día apareció el maestro y todo se lexicalizó de mala manera. Nada nuevo bajo el sol. En el mundo, cada dos segundos un hombre descubre que su mujer se la pega. Fraseología aparte, el informático se mudó con Alexandra. Ahora el cornudo es él: Alexandra llama a su ex cada vez que tiene una duda urgente y el informático ha tenido que desempolvar el fonendoscopio.
Gabino dejó la enseñanza para montar un
grupo funk llamado “Fantasmas austriacos tocando el violín”, pero inexplicablemente fracasó (seguro que por la crisis). Alex le ha prestado 10.000 euros. Se ha hecho inversor y se la pasa perdiendo dinero, viendo Juego de tronos y comiendo fritos con
guacamole.
Alexandra y el informático esperan un hijo de él.
Amalia les visita
con frecuencia.
La asociación de vecinos electrificó el suelo de la calle en
previsión de futuras algaradas: el mando electrocutor lo tiene el portero,
Domingo.
Es el año 2020, el mundo no se ha acabado y seguimos sin poder grabar a la
poli.
The end
Freddie Mercury |
sábado, 20 de octubre de 2012
El último día del hombre vampiro
El hombre vampiro avanza con ritmo lento, confinado en una gruta donde la exigua atmósfera solo permite monótonas cadencias: un sordo ronquido, un goteo sobre la piedra, el temblor del sicomoro a cada golpe de la tierra. Un paso tras otro, el vampiro rodea el tronco amarillo, salpica la roca, arrastra la arenilla desprendida de la grieta, se mueve para fingir que aún busca. Sediento, se cuestiona cuántos días más, cuántos como este en el que está. El apetito lo trastorna. Lo trastorna vivir sumido en tinieblas: en su destierro no hay puestas de sol que avisen y la luz no es mayor que una bujía de aceite sobre una mesa de piedra. Ahora, las imágenes penetran en su cerebro como si fuesen los metros de una película vieja. Sus recuerdos emergen en blanco y negro: nubes sobre un cielo pesado y oscuro, la coreografía de la noche reflejada en el blanco piso de piedra. El ritmo de las horas se impone de súbito y el hombre vampiro siente los latidos del hambre. Él, que olvidó los colores, siempre tiene presente el tiempo y, como un autómata, gira el brazo y mira su muñeca vacía, revisa sus bolsillos vacíos, se observa el cuerpo vacío; sus ojos se pierden en un horizonte tan insoportable, tan asfixiante, tan negro, tan pequeño y mezquino que el páramo oscuro se ha de disfrazar de avenida de transeúntes de otro mundo: mujeres serpiente y místicos pasajeros, felices inviernos ebrios ocultos en grandes coches de cristales de humo. El hombre vampiro baja en el muelle, donde las cantinas arden atestadas de carne con que alimentarse. Baila con vestidos rojos hasta que las velas se extinguen y la sirena avisa y el sol raya el cielo: el viaje acaba y se hace el silencio. El hombre vampiro se derrumba a los pies del sicomoro, se estira, esfuerza el brazo para arrancar una rama mientras aprieta la sien contra la roca helada. Respira el aire del puerto y el alboroto festivo del lupanar lo anima. Exhausto, se arrebuja en torno al tronco y se clava la rama en el pecho.
sábado, 6 de octubre de 2012
Ghosts in the photograph
Suna esperaba. Una ola
despejó la orilla dejando en su retirada cientos de burbujas huérfanas. El tiempo arrastra la vida de los que temen
a la muerte. El litoral quedaba limpio de algas y de pedrezuelas y de
caracolas y de conchas rotas, e iba mermando en favor de la única palmera. Remolinos
de viento le alborotaban los cabellos mientras un hatajo de gaviotas insistía
en sus ingratos graznidos.
Adelantó los pies sobre
el fondo revuelto, los brazos pegados al cuerpo. Tras de sí, nadie: un grupo de
rocas como único testigo impasible y somnoliento, sobre el cual se alargaba la
sombra de la torre que parecía difuminarse como un anuncio del ocaso del día. Ella
no sentía miedo. Su cuerpo ligero se mantenía erguido ante las embestidas del
mar que se iba embraveciendo para, después, calmarse de nuevo. Pronto pasaría
el frío que la agarrotaba por dentro, solo un lío de ropa mojada enredado en el
rompiente, solo un coche abandonado entre las dunas, solo silencio y alguna
carta y un espectador con nariz de payaso tocando a su puerta de madrugada,
solo su voluntad ante el peso de las atareadas horas.
domingo, 23 de septiembre de 2012
Flores invisibles palpitan bajo la tierra
Nuestra
estación languidece,
se
agosta, se muere.
El
sueño de verano
nos
condena sin remedio
e,
implacable, nos despierta
del
error de sentirnos eternos.
Seremos
solo restos
en
los lejanos días venideros:
otoño
en crujientes hojas,
plácidamente
colocadas
como
piezas de una colcha.
Tan
solo espero que el frío,
que
se abate sobre las exhaustas cosas,
me
descubra en el blanco invierno,
partiendo
hacia el verde y pálido día de mañana
que,
incrédulo, aguarda,
entre
las manos, nada.
Y
quizás el tiempo,
insólito
centinela
que
vigila nuestra puerta,
abra
un camino,
limpie
la nieve de nuestra senda,
eche
sal a nuestro paso,
sea, de repente, un aliado
y
decida dar una oportunidad
a
estos del lado donde nos hallamos.
Momento,
pues, de desperezarse,
estirarse,
palparse
los miembros,
entumecidos y yermos,
alzarse
el cuerpo, ajeno,
hacerlo
caminar en círculos
hasta
acostumbrarse al movimiento.
Hora
de calzarse y salir
donde
las estaciones siguen su concierto.
Y
ver si está el suelo lleno.
Lleno
de yerba, lleno de cielo.
Si
está pleno de hojas
o,
acaso, lo anega el cieno.
Y
hacer un hueco en el
cálido fango.
Y,
con los brazos cansados,
cavar
un pozo y construir un tejado,
esperando
que el tiempo nos acaricie
en
lugar de fustigarnos.
Y
persistir, distraídos en la abeja
que liba la flor inquieta.
Ser simplemente parte,
como las hojas que cuelgan,
como las hojas del sauce
o las hojas del roble
o las del arce.
Pier Toffoletti |
viernes, 10 de agosto de 2012
Vagabunda y extranjera
Yo, que apenas he conocido la ciudad ni el campo, que desconozco los
misterios de la simiente y los ladrillos, que espero despierta en la noche
ladridos y aullidos, música de chicharras y grillos; que, sin salir de este
laberinto, he imaginado las guerras y los partos, la mezquina condición del
hombre y sus juegos; que, sin marchar, he vagabundeado; y, junto con otros
mendigos, he bailado, tocado la flauta, robado; que he dado masajes en salones
de té en mi época extranjera; que nadé en una playa de Tailanda donde los
dioses escondieron el paraíso y su secreto; que, confusa, he vivido mil vidas
todas falsas, todas plenas, soñadas en el bosque o en sucios locales, rompiendo
la promesa de ser yo, vagabunda y extranjera.
Linguaggio dei corpi-Pier Toffoletti |
lunes, 6 de agosto de 2012
Desierto
Yo, que
apenas he vivido, podría fingir haber confiado en un hombre, persiguiendo algún
goce animal, sabiendo que no sirve de mucho hablar; podría soñar con ruinas y
caravanas de beduinos; el calor y el temblor del paisaje embustero; la tormenta
de arena y la sed; la pérdida de la memoria, los labios ulcerados, llenos de
costras y llagas resecas; la mirada perdida; abandonada por todos, esperando el
cese del pesar, de la angustia y del miedo; consciente de lo terrible que es
vivir mientras las horas se eternizan en la resistencia de mi cuerpo a la mera
nada que espera, como un alivio, el momento en que la tormenta se disipa y
queda el espectáculo deslumbrante, punzante, dorado, inefable del sueño.
Automat-Edward Hopper |
En una mano, la cabeza; en la otra, la pluma; en la otra, la cerveza. Irish blues
Tengo el cerebro inflamado
y mi cabeza toma tintes cómicos; deseo escribir o tomar la botella o, ¡mejor!,
ambas cosas para desfogar mi alma y que mi mente retorne a sus dimensiones
cabalmente humanas, estéticamente contemporáneas. Quizás, al escribir, vomite el pensamiento que se acumula
físicamente haciendo bulto y aleje de mí dolores, angustias, excesos y
protuberancias.
En verdad, me siento
diferente. Honrado por un don precioso, fatídico, delirante, canallesco, ante
todo, grotesco genio. Es, sin duda, por esta cabeza tan gorda, por esta
megaloencefalia parcial e inversa, no catalogable ni reconocida, —por la que
desgraciadamente no tendré una baja ni una mísera paguita—, que los
pensamientos se agolpan y la verborrea permite que, una de tantas veces, diga
algo magnífico, heroico y universal.
Genio y desorden: todo con tanta dignidad como un falso funeral con falsa
incineración y falsa misa, ataúd vacío y dolientes hartos de whisky y cerveza
negra.
Mi señora, Ifigenia,
siempre fue enemiga de la venta de alcohol en cementerios y parques infantiles;
hospitales y centros de acogida. Lástima.
Al fin, acabó cambiando de opinión. Acaudilló, bravísima, una causa con tales
argumentos que a punto estuvo de llegar al Parlament. Fue justo cuando el hígado le explotó. Desde
ese día, festejo a los dioses y conduzco con cuidado, recibo mi ebriedad como
una suerte de destino y alivio, una vida feliz en todo excepto en tener que ir
dando tumbos hasta caer redondo en el arcén o en la acera. En ese momento, no
obstante, carezco de miedo y, aun sin conciencia, obtengo un don profético solo
dado a los sabios y a los locos. Derrocho levedad, la salpico, la regalo y mi
existencia se torna un don para los esquivos viandantes. A la sazón, me recibe
una lluvia de flores de jacaranda, el turbador color bastardo, el pegamento de
su zona erógena. ¡Oh, visión celestial, dulce dormir sin soñar, dulce vivir sin
pensar!
Mas el tiempo del verdear
siempre acaba y el verano trae la hoja seca, el crujir de la rama, el hostil
cacto, y de mi inspiración y mi gracia no queda nada; despierto en algún extraño
lugar y recobro, a mi pesar, la cordura; consciente del orden y la amenaza,
miro a mi alrededor y cargo con mi testa hasta la siguiente página.
martes, 24 de julio de 2012
Muerte de un soldado
Noté el proyectil atravesar mis costillas. No sentí dolor solo presión, calor, pero aun así caí. La sensación fue la misma de un puñetazo, un golpe bajo, aunque después escocía. Quedé boca arriba unos segundos mirando las nubes nuevamente, preguntándome cómo podía ser el cielo tan azul aquel día en que el suelo ensangrentado dolía los ojos del que cobarde o abatido los bajaba.
El cielo nos ignora y hace bien. ¿Cómo el azul infinito no nos distrae de esta carnicería?
Oí unos pasos y unas palabras en aquel idioma extranjero que odiaba. Un metro noventa, quizás noventa kilos, empezó a patearme en la espalda, en el estómago, en los costados. Y yo le decía: "No me haces daño, cabrón. Tú no sabes lo que es el dolor. No puedes herirme. Golpea a placer". Y lo miraba y me reía y le preguntaba en mi lengua antigua y bella: "¿Has leído a Kafka, Hesse, Goethe, Schiller?". Ignorante bastardo. Ni sabría leer.
Cuando se cansó de golpear mi cuerpo, avisó a otros como él. Me agarraron y me metieron en un camión lleno de otros como yo: heridos, prisioneros, sucios de barro, sangre, oliendo a humo, ceniza y carne quemada. Algunos podían sentarse; otros nos amontonábamos en el suelo del vehículo.
Llegamos al cabo de algunas horas. Muchos llegaron muertos. Yo, no.
Aquel lugar que vi entre brumas era un castillo convertido en campo de prisioneros. Me empujaron y arrastraron hasta una celda. Me lanzaron, me encadenaron, cerraron la puerta.
Yo para entonces ya no podía mover las piernas. Pero solo me preocupaba la sed. La sed te hace sentir mareado, te duele el estómago, te da calambres.
Me desvanecí.
Al despertar, estaba en una cama, en una sala que parecía un improvisado hospital, blanquísimo, limpísimo, con unas gigantescas ventanas a través de las que entraba el sol y una brisa suave que movía las finas cortinas y los visillos que tapaban las paredes. A mi lado, sentada, una mujer joven que supuse enfermera me miró y sonrió. Se acercó y susurró palabras ininteligibles en otro de esos idiomas desconocidos para mí. Sus cabellos, largos, rubios, suaves y perfumados, fueron suficiente. Los ojos, azules, me mostraban confianza y simpatía.
Seguía sin poder mover las piernas ni casi los brazos, pero alcancé a levantar una mano y acariciar sus cabellos. Ella se inclinó y besó mi frente. Al levantarse, sin embargo, no vestía uniforme sino vendas. Unas vendas que no ocultaban su belleza y su juventud. Cerré los ojos. Aún sentía sed y no podía hablar. Volví a desmayarme.
No sé cuánto tiempo pasó. Me despertaron los latidos desbocados de mi corazón y un fuerte dolor de cabeza. Curioso: no me dolía la herida. No suelo quejarme; sin embargo, no pude evitar gritar aunque más me habría valido no hacerlo porque la boca se me rasgó por dentro. El sabor de la sangre, inconfundible, me alimentó y pronto me sentí capaz de mirar a mi alrededor. Había vuelto a la celda, y ella estaba allí, conmigo. Sus vendas medio desarmadas me hicieron pensar que la habrían maltratado pero su aspecto era radiante, sus cabellos no se veían despeinados. Nada de dolor, tristeza, vergüenza, miedo en su mirada, como ocurre cuando a una mujer la han dañado.
Me alegré de que no la hubieran roto.
Ella se acercó despacio y me acarició el rostro. Pensé: "!Qué pena no tener fuerzas!" Me besó en los labios, pero mis labios estaban secos y mi boca llena de sangre, así que me aparté y me eché hacia atrás, para que pudiese besarme, pero no en los labios.
Ojalá hubiera podido levantar la cabeza y mirarla. Ver cómo con su amor me quitaba el dolor y la pena. Ver su rubio cabello acariciando mi vientre y sus labios absorbiendo la vida en ruinas y solo dejando una sensación de placer inconmensurable.
Abrí los ojos por última vez y me encontré bajo el azul infinito que ya había visto antes.
El ángel herido, de Hugo Simberg |
miércoles, 18 de julio de 2012
El hombre insustancial y el otro. Alienación, peloteo y muerte por asco
En un
triste trayecto de autobús, Filólogo se sentó junto a Ministro.
-Buenas
tardes.
-Si usted
lo dice...
Al fondo
los árboles perdían sus hojas mientras banderas rojigualdas celebraban alguna
victoria. El camino iba a ser largo. Algunos “indignados” (N. del T.: el retintín
gráfico a modo de comillas NO es mío es del autobusero)
habían tenido el feo detalle de cortar la Alameda.
-Qué asco.
Qué asco. Esta gentuza va a arruinar el país.
-Breve et irreparabile tempus omnibus est vitae.
-¿Qué
masculla usted, desconocido? ¿Quién es el que a mí se dirige en una sospechosa
jerga extranjera?
-Mi nombre
es Filólogo
-¡Qué
nombre más extraño! ¿No será griego o moro o algo peor?
-Pues no.
-Menos
mal. Ya le veía yo impecablemente vestido, algo poco frecuente en estos
vehículos más propios del populacho.
-No
recordaba dónde había aparcado el coche anoche y me aventuré a probar este
medio de transporte. Más por curiosidad y por pereza que por deseo de llegar a
mi destino. Todo sea dicho.
-Yo soy el
ministro Wert. Me puede llamar Sr. Ministro. ¿Puedo llamarlo Phil? Es que el
otro nombre se me hace antipático, no sé bien decirle a usted por qué.
-Como
guste, Sr. Ministro. Y dígame ¿qué hace Su Dignidad en un transporte público,
si no es atrevimiento preguntar?
-Estoy de
Penitencia. He cometido unos pecados que expío mediante esta tortura
intolerable.
-Pensaba
yo que estos asuntos se resolvían flagelándose o caminando descalzo tras tal o
cual Cristo en Semana Santa.
-Sí, no va
usted descaminado; pero, tras un par de experiencias de ese calibre, decidí que
mis pecados no son tan graves como para tamaño sufrimiento. Además, no me gusta
nada el dolor. Y como figura de importancia capital en este nuestro país,
nación española, no me parece recomendable caminar descalzo en pública
procesión. Eso es más para parados o gente que tiene parientes muy enfermos y
no alcanzan a ir a Fátima.
-Probablemente
lleva usted razón. Y supongo, -estoy seguro, vamos-, que los pecados serán
veniales e insignificantes.
-Eso
depende... La debilidad de la carne me
impele a ir a un lugar llamado HesK Ándalus
donde las representantes y relaciones públicas me obligan a cometer actos y ejercicios que, dada mi condición de
hombre católico apostólico romano, y -para más inri- casado, debo reconocer de un nivel de gravedad de 4, siendo el mínimo 1 y el máximo, 5.
-He de
decir que, como varón, le entiendo a usted...
-No es
para menos.
Toses. Bostezos.
El autobús renueva su marcha.
-Y ¿adónde
se dirige usted, Phil?
-A la
Universidad, donde trabajo.
La
condición del insigne e ilustre político no le permite ocultar un gruñido y una
afirmación algo recargada que se puede resumir en que el señor Wert detesta la
Universidad, si bien el ministro no usa la palabra detestar, sino odiar.
Pensamos que por ser algo más corta y tener más índice de frecuencia en el
léxico disponible de las masas a las que el germanófilo por imposición nominal se
debe como servidor del pueblo soberano, que aunque no lo votare tampoco lo botó.
El
Filólogo, en este caso un hombre cabal, proverbialmente insustancial, proclive
a dar la razón al poderoso y cuya resaca le impedía hacer comentarios en uno u
otro sentido, asintió:
-Ya, ya, ya.
-No me
dirá usted, estimado Phil, que piensa que ese lugar no necesita una buena dosis
de mano dura.
-Siempre
lo he pensado. Sí. Estos jóvenes sin disciplina visten de cualquier modo y no
merecen un esfuerzo por nuestra parte.
-Bueno, ¿y
qué me dice de sus compañeros? En su mayoría unos vagos y unos privilegiados
que se piensan mejores que los demás. ¡Si hasta me consta que desprecian las encuestas! Reforma y recortes y ya verás que suaves se van a quedar.
-Absolutamente
de acuerdo: nos debatimos entre burócratas ignorantes y mujeres descotadas con
falta de masa gris.
-Lo de las
mujeres es una gran verdad... Lo de los burócratas se lo paso porque no acabo
de entenderle. A mí, lo que me revienta es lo de los rojos.
-Lleva
usted toda la razón. Me he de despedir. He aquí mi parada.
-Un
placer, Phil. No se deje abatir. Pronto estará cada cual en su lugar.
-Eso
espero, Excelencia. Quizás coincidamos en ese incierto local algún día en el
que le pueda invitar con mi modesto sueldo para agradecerle su interés por esta
institución.
-Así sea. Y
que el Señor le acompañe.
Prueba fotográfica de que ha escrito UN libro |
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