lunes, 21 de septiembre de 2020

La conjura de los necios o Matilde y los imbéciles

La profesora Matilde enseñaba Física y Química o Filosofía, una de las dos, o ambas, ni ella misma lo sabe aún. Los alumnos imitan su voz porque suena como un silbido de tren de vapor, de esos de las pelis del Oeste en que unos atracadores con pañuelos en las bocas, cual mascarilla anticovid, esperan agazapados entre los pocos arbustos del desierto de turno. Triste lo de las mascarillas con caritas sonrientes, labios pintados, banderas de Filipinas o un rosa palido o "rose pale" tan recomendable para la decoración de salones en 2020.

Matilde es como una tabla de planchar. No tiene carne ni en el pecho ni en las caderas y, la verdad, el tiempo no ha ayudado a su aspecto de insecto palo. Cada año, indefectiblemente, perdía y pierde gramos de pómulos y barbilla, solo va quedando una especie de pellejo colgando que recordaba y recuerda mucho a una gallina suelta. Al menos, suelta, pensaba Matilde. Podía ser una gallina sin epíteto. En fin, evidentemente la gramática no era el fuerte de Matilde. 

Había que decidir, este inusual curso de pandemias y distopías, a qué iba a dedicar sus sesiones con aquellos niños-hombres/ mujeres-niñas para que, o bien, les sirviese a ellos para su formación como personas, o bien, a ella, para salir del paso sin mucho trabajo. No era cosa fácil. Una decisión trascendental en el mundo de la posverdad y Twitter (Twitter, amigos, sí), digo, Twitter como oráculo y brújula del pensamiento, la opinión y las noticias de actualidad.

Pensando, pensando, la flaca profesora sin pómulos, ni pechos ni caderas a las que asirse, sin cultura apenas para sentirse algo más segura ante adolescentes repelentes armados de móviles con cámaras y compañeros estúpidos, groseros y musculados, mujeres recauchutadas de implantes y embellecidas por inversiones en clínicas estéticas, decidió que la clase, se llamase como se llamara, iba a ir de filosofía. La suya misma, que igual valía ella que el Boecio, el Aristóteles o el atópico ese del Sócrates. Ella no tendría relaciones de ningún tipo con alumno alguno. Básicamente, porque el sentimiento de desprecio era mutuo.

Y hete ahí que la mujer, superando su espanto al bozal obligatorio y sabiendo que no sabía nada de nada, se plantó ante un montón (algo menoscabado por la cosa del desdoblamiento) de imbéciles a los que, ya sabía ella, les caería fatal. 

La cosa, que puede parecer tonta, es que Matilde no se llama Matilde. Y que sabe cosas de informática avanzada lo que le permitió cambiar su nombre, fecha de nacimiento y resto de datos de la ficha de la web del Ministerio del Interior, una base de datos hecha de modo cutre por informáticos amateurs y torpes funcionarios que, igual, cobrarán lo mismo se llame ella como se llame. Así que Matilde. Los apellidos me los ahorro por deferencia al personaje que ya he hecho feo, algo acomplejado y tristemente condenado a trabajar con gente a la que odia. Una tía del montón, sin hijos, virgen a los 45 (edad real de ella, no la del pasaporte) y sin padre conocido que ella o yo sepamos. Un lujo de historia a la que, la muy inútil como personaje, renunció. Hay que fastidiarse.

Ella, como cualquier persona con gusto postmoderno y algo cínico, amaba a Ignatius tanto casi como a Portnoy. Y puede que, por ello, su comportamiento fuera como es en sus tristes días. Aunque, si he de decir la verdad, admiro su capacidad de arruinar su existencia (vacía y prescindible, sí, pero la suya) en pos de un homenaje a hombres, que no mujeres, ridículos o auténticamente locos, según se mire, hasta el límite de sus escuálidas fuerzas. Así, improvisó:

-Pongamos que tengo un mango en el frutero, en mi cocina. -Risas y burlas interrumpieron su perorata.

-Callaos, inútiles, futuros indigentes, ignorantes faltos de paciencia, de educación y de modales. Sois todos unos mentecatos y en cabezas tan duras no entrará nada. - Se percató de que algunos ojos sobre las mascarillas se ensombrecían y casi lagrimeaban e, inesperadamente, se apiadó. Respiró profundamente y siguió con esa voz de pito que era suya, más, desde luego, que su nombre, su dirección y su profesión. La voz no se puede hackear, pensó jodida.

-A ver, pongamos que tengo un mango. Lo compré hace unos días, lo coloqué en el frutero junto a unos plátanos, unos kiwis y varias manzanas. Pero no me apetecía comerme el mango... Es verano y mi cocina tiene una orientación nordeste, así que da el sol un buen rato cada mañana. Al cabo de unos días, cada vez que entro en la cocina (para lo que sea) el olor se hace más y más invasivo. Es el mango madurando rápidamente, pidiendo ser consumido, advirtiendo que, si no lo como, o lo lanzo a la basura, va a ser una pesadilla babosa que empape resto de frutas, frutero, encimera y -pienso en voz alta- mis sueños. Pero a mí no me apetece comerme el mango por caro que haya salido, por sano que sea: mi cuerpo huele el aroma (para otros maravilloso) y siente enemistad. Ya, reíd. Pero es lo que mi cuerpo siente y la pregunta es: ¿debería comerme el susodicho mango, sin ganas, por el mero hecho de que he de alimentarme, que lo he pagado y que está ahí y no hay que cocinarlo, o bien, tendría que tirarlo a la basura, sabiendo que hay gente (muuuucha) en el mundo que se levanta y se acuesta sin probar bocado y bebiendo, además, un agua infecta que puede y va, seguramente, a causarle una enfermedad intestinal a la que con gran probabilidad no sobrevivirá? Ejem. -Ahora todos los imbéciles callan-. ¿Qué debería hacer? Ontológicamente, -va y dice a los quinceañeros legañosos como si nada-. Hermenéuticamente, -sigue, ya crecida. -¿Eh? ¿Qué debería hacer?

Sin duda, la mayor sorprendida fue Matilde (o como se llame), cuando varios alumnos empezaron a vociferar su opinión al respecto. Un chaval rapado y con aspecto de tener granos bajo la mascarilla aconsejó tirar el mango a la basura y sacar cuanto antes la bolsa, pues, en su experiencia, y si todo lo que venden en la frutería funciona igual (sic), pasaría con el mango como con las patatas que olían fatal y podrían todo a su alrededor si, como su madre, las dejaban en la cesta debajo del microondas mucho tiempo (por lo visto, la madre del engendro no era muy cuidadosa con sus quehaceres y no guisaba tan a menudo como a las patatas les gustaría). Al segundo, una melena, larga y suave, lisa y brillante, de lo que parecía una criatura de ojos azules, gritó enfadadísima que no. Que habría de hacer un esfuerzo (Matilde) y comerse el fruto que la alimentaría, cantando las bondades en vitaminas y minerales de los mangos en general y dándolo todo por el planeta. Puso esta activista de relieve la falta de empatía con los desfavorecidos que tirar el mango supondría, que los ricos siempre andaban tirando comida y eso era el gran problema del mundo y que Matilde no tenía mucha pinta de ser rica; así que por su bien y el del planeta habría de consumir el mango y, quizás, un yogur con bífidus y algo más de fibra.

Fue tanto el alboroto que, tras estas intervenciones, se montó, que Matilde sintió un arrebato de simpatía por los opinadores. Aquel farragoso debate reblandeció sus estrechas carnes y su estricto plan de tortura para esas criaturas que, en principio, le parecían entes insulsos e incapaces.

Ahí, nuestra Matilde intervino y, con no poco trabajo, acalló el griterío. Explicó, tras amenazarlos con un suspenso general que impediría su ingreso en la universidad, que tendrían que votar, que la verdad no existe y que la argumentación (¿argumentación, seño?, sí, hijo, tú no te preocupes y calla) debía ser el instrumento para conseguir que los demás siguiesen a uno o al otro.

-Vosotros, torpes pupilos, ingenuos niños de papá, -dijo- no sabéis que todo en este mundo se consigue con artefactos verbales y que lo que defendéis (sea o no lo que pensáis, sea o no lo justo y sea o no la verdad, nada de eso importa, pues nada de eso existe en realidad) tendrá éxito según cómo lo expreséis y a cuántos ineptos seguidores podáis persuadir de vuestra postura. Así que vamos a votar. 

Tras varios intentos fallidos en los que Matilde, finalmente, se percató de que algunos votaban por ambas opciones, la pobre y canija mujer hubo de explicar a aquellos idiotas que, llegado el momento, solo puedes elegir una, que la vida es así y punto, y que les preguntasen a sus padres, abuelos o referentes adultos, cuántas veces habían votado (si es que se habían tomado la molestia) en las últimas y patéticas elecciones. Sin entender un pijo, los nenes, crecidos, pero poco hechos, entendieron que debían decidirse (por poco que les gustase, como generación) y, tras una farragosa campaña con mucho chantaje emocional de "Yesi, tú me votas a MÍ", se decidió el voto secreto. Vamos, lo de siempre.

Así, Matilde volvió a creer en su no-profesión, en la democracia, en los ideales y en la buena exposición de los hechos (falsos o no) y tuvo que comerse el puto mango y renunciar a torturar a aquellos bobos a medio cocer que, ahora, le caían bien (y, por lo visto, increíblemente, era mutuo).

Por supuesto, el curso es largo y Matilde se las trae, así que no pongo FIN, porque esto no es el final.