miércoles, 29 de junio de 2011

La barbacoa

Ya tenía yo ganas de hacer una barbacoa, mucha carne, montones de cerveza y buena compañía. El problema es que tengo amigos musulmanes y no comen cerdo, amigos judíos que no comen cordero y amigos hindúes que no comen vaca. Y yo paso de asar sardinas que luego apesta la casa. Así que planeé cuidadosamente el evento para no obligar a pecar a nadie y aun así comer carne. La cuestión es que hacía mucho que le tenía echado el ojo a un poeta guapo y muy, muy, muy joven. Cada vez que pasaba, yo, desinhibida y casi siempre borracha, le decía: "Cualquier día te como" y él se reía. El pasado jueves le dije: "No te rías tanto" y lo maté. Tentación de comémerlo crudo y yo sola superada, lo llevé como pude a casa y lo troceé siguiendo las instrucciones del blog de unos carniceros profesionales. Y he aquí que tuvimos carne, no diré que de sobra, porque el muchacho estaba bien rico pero flaquito, pero eso sí, tras la comida una inspiración como un halo de dulce ebriedad nos llevó a culminar el festín con una lírica e idílica, elegiaca e inspirada orgía sexual.

lunes, 20 de junio de 2011

The passenger

Soy el pasajero, me muevo a través del tiempo, veo las estrellas cambiar, la noche pasar. Soy un viajero vocacional. Navegaré los siete mares y yaceré con cientos de doncellas. Bajo la luna llena, aullaré. Viviré, algún día viviré. Presenciaré guerras en las que no querré participar, pero participaré. Tomaré partido, lucharé. Me tentará cambiar de bando, y cambiaré. Soy la muerte que me espera en el espejo. Soy la imagen en movimiento, desnudo bajando las escaleras. Gritando en el camino. Dormiré en autobuses inmundos sin saber dónde me llevan. Llegaré a pueblos agrestes, hostiles, raros, lejanos. Me sentiré forastero. Seré el rechazado, el desheredado. Soy el extranjero que enferma. Un fantasma. El pordiosero que no pide limosna. Desconoceré la lengua de los nativos. Bailaré para ganar mi comida. Soy el que no acampa ni descansa. Esperaré un nuevo tren de carga y miraré de frente el sol hasta quedarme ciego. Seré el invidente que busca sin descanso. Que intriga, molesta y turba. Y llegaré a un sitio con mar, destruido por los años. Viejo, desdentado, vestido con harapos, sucio, hediondo. Conoceré a una mujer que no verá mis cicatrices, ni mi carácter de pasajero. Dejaré que me cuide, ¿por qué no? Reposaré entre sus sábanas limpias, tomaré sus caldos. Me dará todo, me devolverá la vista. Seré fuerte y joven otra vez. Y la mujer no querrá dejarme marchar, seré para ella como el aire, una necesidad. Entonces, solo entonces, más que nunca y puede que a mi pesar, tendré que regresar.
 

martes, 14 de junio de 2011

Y qué hay del azul de las piedras,
qué de la promesa, dónde la respuesta.
Entre el tiempo y mis ojos.
En el azul del ocaso.
En el azul de tus penas.

Como las piedras que amo
perdidas en la bruma y la niebla espesa.

En la distancia y el olvido,
el profundo azul de tus años.

Y qué hay de las cascadas y de las tormentas;
qué del calor y las estrellas;
qué hay de las horas largas,
del frío de tu cuarto,
de tus manos pequeñas.

Y qué del tiempo,
de nuestro tiempo extraño
mojado entre mis piernas.
De las palabras desnudas.
De tu voz, contra mi deseo.
Qué del abrazo,
de mis labios, amor, contra tus piedras.

domingo, 12 de junio de 2011

el mundo acabará cuando lo diga yo

Mi nombre poco importa. Soy guionista de telediarios, noticieros y artículos de prensa. No me falta el trabajo. Y he de decir que a pesar de los rumores que corren, aparte de unas minúsculas directrices, tengo absoluta libertad.
De joven quise ser poeta. Bueno, se puede decir que lo fui. Porque ¿qué es un poeta? Alguien que hace poesía, alguien que escribe en verso, alguien que canta a la vida, alguien que hace malabares con las palabras, alguien capaz de emocionar a otros con un par de estrofas. Un hombre que llega al corazón de otro hombre con solo su escritura. Bueno, algunas de esas cosas fui yo. Algún poema escribí. No escribía más porque tenía que ir a la pescadería de buena mañana y acababa tardísimo. Trabajar para comer y pagar el alquiler, comprar flores y bombones a las más duras de pelar. Que algunas no se conforman con una sextilla, un soneto, una elegía. Y, bueno, lo de siempre, escribía robando horas al sueño y eso cuando no tenía novia en casa.
Ahora, gracias a Dios, y a la intervención angelical de una de mis amigas, tengo mis dotes de escritor mejor acreditadas y muchísimo mejor remuneradas. Yo ni siquiera sabía que necesitaban guionistas en la redacción de una cadena de televisión, cuando Elsa me lo contó.
En aquellos años, Elsa nadaba entre dos mares, que yo supiera; uno, el oficial, su prometido dueño fundador de la cadena televisiva en cuestión; el otro, yo mismo, mi propio mentor, el amante de Elsa, de Alicia, de Leonor. Asistente de pescadería, poeta en ciernes y, si se terciaba, actor porno, falsificador, escritor de correspondencia de amor, jugador de póquer, sexador de pollos, hijo de Aurorita y Javier, boxeador aficionado peso medio o semi-pesado (dependiendo de lo que comiera).
Ahí estaba yo, con un currículum de cuatrocientas páginas redactadas del tirón la noche anterior mientras me soplaba todas las cervezas que la Elsita me había traído de su casa. Me lo tomé a cachondeo, eso es la verdad. Aparecí tarde, mal vestido, con los ojos rojos, un aliento de perros, y una resaca que me impedía responder la mayoría de las cuestiones. El trabajo fue mío. Así. Como todo en esta vida. Como absolutamente todo en este mundo. Todo en este sucio e inmundo planeta es para quien apuesta al cero (¡cómo se nota que soy poeta!).
Yo obtuve un chollo de trabajo, que me da bastante dinero, respetabilidad, y me divierte. ¿Qué? ¿Jode, verdad? Pues os fastidiáis. Lo que venía a decir es que últimamente me he liado un pelín con los guiones del noticiero de las tres. A las dramáticas falsas muertes por una bacteria misteriosa venida de África, probablemente a causa de las acelgas marroquíes, les ha faltado realismo, patetismo, sufrimiento humano. Es cosa de la redacción. No estaba bien expresado ni daba miedo ni nada. Después tampoco estuvo bien repetirme en lo del volcán. La primera vez, todos hablando del colapso aéreo por las gigantescas masas de ceniza. Que también hay que ver la gente lo fantasma que es. Ni un retraso en un vuelo, ni una cancelación, nada. Lo que dijera yo a través del pelele del locutor da igual, nunca hubo problemas. Pues todos tenían algo que contar. Qué regocijo, amigo, cuando acodado en la barra del bar de la esquina oía a un par de parroquianos contando sus anécdotas y reclamando como leones por los móviles a las compañías de seguro. Fue homérico. Pero ahora... es que nunca debí repetirlo. He ensombrecido aquel dichoso momento y todo por un ataque de pereza y una falta de inspiración que no sé de dónde salió.
Y aquí llevo seis horas seguidas, sentado delante del ordenador, pensando y tomando Red Bull, a ver si se me viene alguna idea nueva. Nada de más nietos de la familia real, hijas góticas de presidentes, explosiones de bombonas de gas, acampadas de drogatas, inundaciones varias, bestsellers plagiarios,... Estoy jodido. Es que no se me ocurre nada.
Para dejar a la gente patidifusa y bloqueada delante del televisor, haría ya falta un pequeño fin del mundo. Un meteorito del tamaño de la isla de Perejil cambiando –quién sabe por qué razón (buscaré en Google)– continuamente su rumbo y por lo tanto impredecible saber dónde se va a estampar. Todos acojonados. Eso daría para días y días. Gente vaciando supermercados –¿por qué dará tanta a hambre a la gente ver que se acerca el fin del mundo?– pegando a sus vecinos, líos y disturbios, quién sabe si por el estrés o porque ya a falta de otro juicio, se ajustan las cuentas con prisas y desesperación. Al final, habría que decidir en qué Océano va a caer el meteorito que bautizaré Catártica69, en honor a Elsita y las cosas que me hacía en el ascensor. Probablemente interese que sea en el Pacífico, para no jorobarnos el turismo de la Costa del Sol. Las repercusiones geológicas darán para mes o mes y medio y ya entre el maremoto, las olas gigantescas tragándose islas y a algún ballenero japonés, y la extinción definitiva de osos polares, horcas asesinas, pulpos gigantes o milodones, culminaría con las protestas a Dios de los de Greenpeace. Redondo. Esto ya está. Ahora, al bar.

sábado, 11 de junio de 2011

La mitología del barro

Cuando Dios era niño no sabía que estaba solo. Había rocas y arena; y tras unas lluvias torrenciales, debidas a su propia pena, surgió el barro. Como era niño, el Señor supo qué hacer. El barro sirvió de entretenimiento. Tenía tanto tiempo el chiquillo. Aunque estaba oscuro. Tuvo lo primero la idea de hacer una figurita con una forma a él semejante. Un él más alto y espigado. Un él elegante. De esos hizo varios, hasta que se aburrió. Pensó con los miles de muñecos formar una reunión con algún motivo. Los motivos. Le eran desconocidos pero, como niño, inventó juegos. Los reunió en clanes: los más parecidos se enfrentaban a los de otras familias. Así pasaron millones de años. Se aburrió. Todos parecían iguales y en las contiendas no se distinguían. A veces enfrentaba a los de una misma familia, lo que aun sin saber nada de nada le parecía cosa pecaminosa. Volvió al barro y retomó la escultura de múltiples figuras. Imaginó que si los hombres estuvieran menos desocupados él también encontraría un juego nuevo. Hizo figuras con variantes que pronto le parecieron más interesantes. Las dotó de grandes senos, de curvas nuevas, las imaginó engendrando. Le pareció fascinante, las dotó del poder de dar vida, de la paciencia, del amor, del honor, de la vergüenza y la culpa.
Después, volvió la tristeza. La conciencia de la soledad le sobrevino de sorpresa. Un día: mirando todos aquellos trozos de barro seco, iguales, semejantes, acompañados en su guerrear, en su fornicar, en su parir con dolor.
Diseñó, ya algo menos joven, montañas, ríos y abismos infinitos. Infinitos no para él, para ellos. Imaginó bestias y enormes vegetales. Les hizo castillos sin lógica, les dotó de camas, armarios, sombreros. Inventó intrigas, se divirtió imaginando los celos. La causa del animal fue su alimento, su montura, su entretenimiento. Pasaron tantísimos millones de años que quizás debiera hablar de trillones y trillones de milenios. Y puede que me quedase corta. Dios, para entonces, era ya un muchachuelo. Desarrollaba su imaginación y pagaba también su frustración con aquellos muñecos. Se distrajo en colorear su juego, marionetas, vidas, mares y océanos. Se hizo la luz pues sin ella no hay color, como todos sabemos. Y sin comerlo ni beberlo, ya había dado vida al suelo. Hizo el sol y tanto le gustó que hizo montones de ellos. Más grandes, más jóvenes, moribundos, gemelos. Le molestó el silencio e hizo los grillos; le salieron espinillas y fabricó los mosquitos. Se contó para ellos un cuento, un cuento que se iba haciendo.
Todo le ayudaba a pasar el tiempo. Porque eso era lo único que no controlaba Dios, el dichoso tiempo, el lento pasar del tiempo. No era consciente el desdichado de que igual que el infinito no es verdad, tampoco lo es la inmortalidad y el tiempo aunque lento, aunque irregular y para él cuasi eterno, se le impondría para mal. Solo cuando fue muy viejo, muy, muy viejo, se percató de su mortalidad. Entonces ya no seguía creando figurillas, colores y escenarios para jugar; ya hacía mucho que, adulto, cansado y cínico, dejó a los muñecos con, por decir de algún modo, libertad, a su albedrío. Y él solo se dedicaba a mirar fascinado, como alguno delante del televisor, fascinado, atento, perdiendo el tiempo.
Así se hizo viejo. Muy viejo. Ya dormía más que estaba despierto. Asistía al formidable desastre que sus criaturas habían logrado con las pocas herramientas de las que les había dotado. Pero caía rendido de nuevo, agotado. Entre brumas, como en sueños, supo que su obra de infancia y juventud llegaría a su fin, tarde o temprano y no porque él muriese. Se dio cuenta, anciano, de que era inevitable el fin del mundo que él había inventado. Sintió al mismo tiempo pena y curiosidad. Cierto morbo. Y una frustración colosal al ser consciente de que él ya no presenciaría el fin de su propio cuento.

martes, 7 de junio de 2011

El día que fui al fútbol: Notas de una crónica deportiva para la revista M.C.

8:00 a.m. Suena el despertador. Lo apago de un porrazo y sigo durmiendo.

11:45 a.m. Me levanto con las marcas de las sábanas esculpidas en el lado derecho de la cara, los ojos hinchados, el rímel corrido, un hambre canina. Hago pis. Me dirijo a la cocina.

12:10 p.m. Desayuno con toda la prensa deportiva abierta sobre la mesa del comedor. Observo atentamente la foto del individuo que debo entrevistar esta tarde. Memorizo sus rasgos que no había visto jamás. El Marca lleno de migas no me dice nada. El As ya gotea aceite. El Sport abunda información y manchas de café.

12:25 p.m. Me doy cuenta de que el tipo en cuestión es famoso en su ámbito. Apunto el nombre en una servilleta de papel algo arrugada: Messi, Leo Messi.

13:30 p.m. Ya peinada y aseada, preparo el cuestionario, copiando preguntas de los diarios mentados así como de El Mundo deportivo, otro periódico enteramente dedicado a los deportes. Reflexiono brevemente sobre la necesidad DIARIA de varios gruesos documentos informativos dedicados exclusivamente al deporte. Y básicamente al fútbol. Me quedo frita.

16:09 p.m. Despierto de un brinco. Miro el reloj. Veo horrorizada que llego tarde. El partido empieza a las cinco, hora taurina, en La Rosaleda (Málaga) que me queda a unos 40 minutos sin contar lo que me lleve aparcar (calculo otros 40 minutos). Me inquieto. Me da hambre. Decido hacerme un bocadillo de mortadela y tomar un taxi a cargo de la revista.

16:59 p.m. Llego al estadio. Corro a las puertas, aún atestadas de gente con camisetas y banderines y apurando las botellas que, a lo que parece, no les dejan meter en el campo. Saco apresurada mi acreditación del bolso. Me salto la cola. Pregunto a los gigantescos y altivos lacayos que vigilan la entrada. Me dan las directrices: la entrada para la prensa está en otra parte. Corro. Malditos tacones. Corro porque tengo que ir al otro extremo y nunca me había percatado ni podía siquiera imaginar lo grandísimo que hacían estos locales. Por fin, llego sin aliento y sin saludar, penetro en el lugar donde perpetraré la entrevista y la crónica de un partido de fútbol. En verdad, el primer partido de fútbol que iba a presenciar.

17:40 p.m. Por fin me dicen que los de color azul y rojo (se dice “grana”, me explica pedante otro acreditado) son los del Barça y por ende el equipo en el que juega el susodicho Leo Messi, ese al que tengo que entrevistar. Me lo localizan con el dedo varias veces. Los otros, van de celeste y blanco. “Una vestimenta mucho más bonita”, comento, y todos me miran y se carcajean: “Qué arte, la niña”, dicen pensando probablemente que estoy de guasa.

18:55 p.m. Me despiertan los empujones y algún pisotón. Me informan de que el partido ha terminado. Vale. ¿Quién ganó? ¿Quién va a ganar? No sé. ¿Los de azul? ¡Ha ganado el Barça, déjate de cachondeo!

19:00 p.m. Bajo a trompicones siguiendo la masa de periodistas en busca de mi objetivo, mientras calculo cómo voy a narrar la crónica del partido que no he visto. Entre los apretujones, me junto a uno de mis compañeros de platea y meto la mano en los bolsillos de su chaqueta para hacerme con sus notas. Como no soy carterista profesional, el tipo nota cómo le palpo pero, para mi sorpresa, no solo me lo permite, sino que me hace unas amistosas caricias en las nalgas. Sonrío y me piro que me las pelo antes de que se dé cuenta.

19:35 p.m. Por lo visto mi acreditación es una mierda y tengo que esperar junto a unos veinticinco pringados más en la puerta de los vestuarios a que los jugadores se aseen y charlen y otras cosas de las que no me entero.

20:00 p.m. Los pies me matan. Por fin sale. Desde luego es el que más atención recibe. Yo que me he quedado en tercer plano no alcanzo a verle ni el flequillo. Así que me las ingenio para que me abran hueco. “Me estoy mareando. No aprieten, señores, que estoy embarazada, en cinta, preñada”. Me sale bien la jugada: se apartan y el muchacho que resulta ser diminuto, me presta toda su atención. Yo voy a la carga. “¿Qué te ha parecido el partido? ¿Cómo te han dado tantas patadas? ¿Por qué te dejas, hijo?”. Él iba contestando con un acento fascinante, argentino con mezclas, supuse, de cada lugar donde había estado. La tercera vez que contestó “el fútbol es así”, yo ya dejé de anotar. Comencé a transcribir su parla fonéticamente. Es defecto profesional. Hablaba y mucho. Pero no me parecía aquello cosa de escribir en una crónica deportiva. Además de los tópicos que ya había leído esta mañana-mediodía en la prensa especializada, contaba de la superación de los problemas, de su estatura (juro por Dios que yo ni la mencioné), y de algún capítulo triste de su infancia. Aquello no me iba a servir para el reportaje, pensaba mientras anotaba aspiraciones y eses dorsales, aquello parecía una crónica rosa, amarilla, ¿rojigualda? No sabía nada de periodismo. Ni de deportes, vaya. No obstante, como soy multitarea, transcribí todo el discurso mientras en mi mente ya inventaba el guion de la falsa entrevista que pensaba mandarle al gili del director de la revista.

23:50 p.m. Llego a casa, me descalzo, me sirvo una copa. Invito al joven que me acompaña a servirse lo que quiera mientras me pongo más cómoda. Trato de recordar su nombre. Nada. Metro noventa. Acento interesante, brasileño, creo. Negro. Juraría que jugaba con uno de los dos equipos. Quizás se lo pregunte mañana y lo incluya en la crónica deportiva.

lunes, 6 de junio de 2011

De mujeres, ánforas, incidentes y culpa

Se me quebró la caja de raudales
Se abrió de sopetón
enfrente de mí
Que ni la toqué
y me sobresalté
e incluso ridícula traté
de sentármele encima
para frenar la furibunda masa de nada
que brotaba a borbotones.
De golpe.
Falanges, maldiciones.
Falacias, preposiciones.
Invisibles turistas borrachos.
Forma y substancia fónica.
Fuego, llamarada.
Dedos, orgasmos.
Cuernos, decepciones.

Lo sé, lo sé…
Lo de los cuernos ¿verdad?
¡Pero no fui yo!
Que ni quedaba cerca.
Además, de todos los incidentes
¿por qué este iba a ser peor?
Por los cuernos, ¿verdad?

¡¿Qué?!
¡No me disculpo!
¡No y no!
¡Ni salgo a la intemperie
con el cazamariposas a rebuscar en las esquinas!
Lo que escapó, escapado queda.
Vaya libre.
Nunca vuelva.

Anita Kreituse

domingo, 5 de junio de 2011

I want you



Sí, pequeño, me desnudo por ti. Por llamar tu atención, me dejo las persianas abiertas. Por tenerte pendiente de mí, salgo al balcón a fumar a medio vestir. Para parecerte interesante hago que leo poesía en el parque mientras se columpian los niños de mi patrona.
Porque sé que vas al banco los martes y tomas el bus, más cómodo y más rápido, cambio mis horarios y me hago la encontradiza en el 24 cada martes a las 10. Cruzo las piernas y dejo que se vean las costuras de mis medias. Soy esa que se te sienta enfrente, que te sigue hasta el café al lado de tu oficina. Esa muchacha morena que te encuentras por todas partes y no respeta tu condición de padre y hombre casado, de vecino educado, de hombre centrado. De puntual oficinista, de pulcro contribuyente. Yo. Me desnudo por ti delante de la ventana abierta e intuyo tu figura tras la cortina. Y sé que podrías ser mi padre y todavía me pones más caliente. Te he oído hablar en el parque, desde el portal, mientras te espiaba, sentada en la sala de espera de tu despacho sin cita ni excusa alguna. Oí tu voz grave y fuerte. Y tus palabras siempre para mí tuvieron significado. Era como si me hablases a mí. Con ese acento que tienes distinto al mío y me parece tan suave y tan imponente. Y te quiero.
Ahora que llamé tu atención y me miras en el autobús y en el parque mientras dejo insinuante entrever mi liguero al agacharme a sonar al nenito de mi patrona. Y me miras tras las cortinas de tu dormitorio conyugal y quiero imaginarme que me piensas cuando haces el amor a esa mujer a la que odio. Me abres la puerta del portal y subes conmigo en el ascensor aunque sabes que no vivo allí ni voy a ningún piso de aquel lugar. Sueño con decirte una sola palabra y que tú me hables a mí como hablas a los demás y que me cuentes alguna cosa, algo que me conmueva y entonces ya no pueda dejarte escapar. Y te diré en ese momento con tus labios a dos milímetros de los míos: sí, pequeño, me desnudo por ti, cada tarde ante la ventana. Ahora no hay bien ni mal. Te haré feliz unas veces y después te dejaré marchar. No sería más ni menos que compartirte, y dejarme darte algo a cambio. Lo que tú quisieras. No hay restricciones en lo que yo haría. Haría lo que fuera porque te quiero.