jueves, 28 de octubre de 2010

Vudú

Para practicar vudú, como para practicar cualquier cosa, como para hacer espiritismo o windsurf o yoga o esa bobada del pilates, hay que prepararse, documentarse, asesorarse, tomar alguna lección, leer al respecto.

Yo no lo hice.

Y se preguntarán por qué el vudú. Pues sencillo. Tenía los útiles que yo creí necesarios: su peine (lleno de pelos y caspa), su ropa, sus zapatos, sus libros y escritos, su cepillo de dientes, sus lentes.

Ya se percatarán de que salió con prisas y no se llevó nada, ni una de sus pertenencias. Me sentí… ¿cómo decir? Llena de odio. Traicionada, rechazada, insultada. Experimenté una rabia tal que por fuera sonreía mientras por dentro me quemaba un fuego que exigía un sacrificio. Y en mi cabeza oí: “Vudú”.

Tras consultar paginasamarillas.es, me dirigí a un bokor venido de Cuba que ofrecía sus servicios a un módico precio y absoluta discreción.

Le pedí un hechizo, un conjuro baratito, unas agujas en los ojos de un muñeco y quizás también mencioné la mutilación del pene o la nariz. Tras un rato y a partir de los efectos personales que yo había llevado, el bokor confeccionó lo que me pareció un morboso gingerbread-man y me explicó que debía ser yo quien hiciese los daños que considerase necesarios dado que todo mal tenía sus consecuencias y él no podía cargar con todos, que éramos muchos los agraviados con ansias de venganza y que allá nos las compusiésemos con nuestros muñecos.

Así que me fui a casa, con la réplica de mi enemigo, antes amante, envuelta en un pañuelo que él mismo me había regalado. Caminé despacio, como nunca. No por pasear, ni por no tener prisa sino por retardar el momento de enfrentarme a la ejecución de aquella misión demoniaca y justa, si me permiten el oxímoron y la teatralidad.

Pero, por más lento que uno camine, por más que tratemos de dilatar el tiempo y los momentos, todo pasa, todo llega. Y yo llegué. Llegué a aquel piso sin familia, a aquel lugar abandonado que se iba a convertir en quirófano o en crematorio o en casa de los horrores. Cercenar, punzar, retorcer, clavar, extirpar. Todas esas palabras se vinieron a mi mente mientras me cambiaba de ropa, me desmaquillaba parsimoniosamente, y ponía el mantel de diario sobre la mesa de la cocina para comenzar la ceremonia. Saqué mi pequeño neceser de manicura donde están esos útiles que, sobre la cera de la que estaba hecho el pequeño Martín, bien podía ser el instrumental de un cirujano.

Y comencé. Con cuidado, pinché brazos y piernas. Pero nada sucedió, claro. Yo no sabía si él sentía dolor, si aquello era una pantomima o un acto real de tortura. Y necesitaba saberlo. Necesitaba saberlo. ¿Comprenden? De qué me servía a mí punzar a aquel trozo de cera sin tener la seguridad de que Martín sufría formidablemente.

Llamé a su trabajo, a ver si con suerte me contaban algo. Pero me dijeron (tampoco sé si es verdad) que llevaba dos días sin aparecer. “Como por aquí”, dije indiscreta y colgué sin más.

Por fin, me tragué mi orgullo y llamé a su teléfono móvil. Contestó una mujer. Y yo fingiéndome tranquila le dije que llamaba de su oficina para saber si se encontraba bien. “Pues ahora está indispuesto”, repuso la empalagosa voz. Una zorra venezolana, o colombiana o quizá canaria, pero una zorra, sin duda. Mientras ella parloteaba, yo clavé con fuerza una de las agujas en el estómago del muñeco y oí un aullido de fondo y la puta que me decía que tenía que colgar que Martín se encontraba peor, mucho peor, que lo llevaría al hospital y colgó.

Tuve un momento triunfal, de satisfacción como jamás había sentido. Se apoderó de mí el extraño pensamiento de que la venganza reportaba más felicidad que el amor, más intensa, cuantitativa y cualitativamente mejor.

Ahora no estoy segura de que eso sea así, pero entonces lo estaba. Sin embargo, el éxtasis duró poco. Pensé: “cómo soy tan estúpida, mi número quedará memorizado en el móvil de él y comprobarán esta llamada y la que hice al trabajo y sabrán que fui yo, pues en mi ordenador con toda seguridad queda el rastro de la búsqueda del hechicero al que, para remate, pagué con mi tarjeta de crédito.”

Se me aguó la fiesta por completo. Pasé horas mirando al muñeco sin atreverme a hacer nada. Le saqué la aguja con cuidado y lo metí en un cajón para no verlo.

Al día siguiente fui a trabajar tras una noche en vela y bajo capas y capas de antiojeras y maquillaje. Mi sonrisa, como petrificada, trataba de disimular mi mala conciencia o mi dañino plan frustrado o mi miedo a ser descubierta o mi cansancio por no dormir o mi condición de cornuda. Seguramente todo eso en conjunto. Era una sonrisa tensa y más que hacerme pasar desapercibida, tenía a todos aterrados. En un momento de paranoia extrema mientras algunas arpías me miraban y cuchicheaban tuve el fatal presentimiento: la casa podía inundarse, podría haber un cortocircuito y arder hasta los cimientos, una bombona de butano podría explotar y el edificio se derrumbaría y en cualquiera de esos casos –todos posibles-- el muñeco se destruiría y Martín indefectiblemente moriría por mi culpa y, aunque eso era justamente lo que me pedía el cuerpo (que la diñase dolorosamente) tendí a evitarlo por todos los medios.

Puse una excusa ininteligible e inverosímil al encargado que fingió: a) entenderlo y b) “hacerse cargo de la situación”. Me dio el resto del día libre.

Corrí a casa. Llegué exhausta, temblorosa y cojeando pues uno de los tacones se había roto en la carrera por las mal adoquinadas calles del Centro. El edificio aún estaba en pie. Subí por las escaleras, no me pregunten por qué, los ocho pisos. Y aunque con la respiración algo alterada, suspiré de alivio al comprobar que la puerta estaba cerrada y el piso no había sido desvalijado, ni se había inundado, ni había ardido. Saqué el horripilante muñeco del cajón y lo coloqué en mi bolso donde correría la misma fortuna que yo misma.

Así se sucedieron los días, con un muñeco de vudú en el bolso paseando por una ciudad con dos ríos y veintidós puentes mientras sentía un terrible dolor de estómago debido a los nervios. Iba a trabajar como un zombi, volvía de trabajar dando rodeos para retrasar la inevitable vuelta a aquella casa vacía, salía a un bar de copas donde con suerte se reunían algunos amigos y sin suerte me sentaba sola en la barra y bebía hasta aburrirme o hasta reunir el valor para regresar a casa. Alguna vez se me acercaba alguien y obtenía compañía y la posibilidad de dormir en otra casa, al precio que fuese, siempre con la réplica de Martín como testigo.

El 18 de noviembre ocurrió. Era un día gris y húmedo. El viento frío en la cara me recordaba la vez aquella que casi muero con doce años. La larga caída, el choque con el suelo. El repentino recuerdo de que fui empujada y tener que vivir cada día con ello. “Lo bueno de ser yo es que estoy viva. Lo malo es que cuando llueve me duelen todas las cicatrices”. En eso estaba, con esos pensamientos, distraída, asida a mi bolso y a mi pasado cuando al fondo vi su silueta. Era él, de eso no había duda. Desde la vereda de la margen izquierda del río donde yo quedaba podía ver a Martín junto a la figura de una mujer cruzando o, más bien, parados en el puente Carlos I. Él la acariciaba, la besaba o puede que susurrase palabras a su oído, se le acercaba, la seguía y la tocaba. Ahí ya no pude. Aquello se me hizo insufrible y reaccioné. Metí la mano en el bolso, cogí el muñeco con fuerza y lo tiré al río con la esperanza de que desapareciesen los dos de mi vida y de mi mente. El Martín del puente y el Martín del bolso. Que se me olvidasen; que aquello acabase. Solo liberarme. Y lo lancé sin pensar.

Menos de un segundo tardé en caer en la cuenta de lo que había hecho, de lo que podría haber hecho y miré hacia el puente. Allí vi aliviada que seguía Martín, mirando a la mujer que ahora caminaba alejándose de él y él la miraba y miraba al río, y la miraba marcharse. Y en un momento dejó de mirarla, se asomó al río, contempló el paisaje, atendiendo la parte donde yo estaba. Quizás me veía, pensé, y giré la cabeza. Cuando volví a mirar, solo vi un cuerpo caer desde el puente como un saco, sin mover los brazos ni las piernas, dejado a su peso sin voluntad, como un muñeco pero no de cera, sino de trapo.

miércoles, 13 de octubre de 2010

El mejor comienzo y el mejor final

Ando corta de tiempo y falta de imaginación. Arrollada por mi propia prisa, el día de hoy mientras hablaba de otras cosas solo pódía pensar en estas palabras de Borges:
"Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar" (Tlön, Uqbar, Orbis Tertius)
el mejor comienzo que pudiera imaginar para un relato. Si no sigues leyendo es que estás muerto (o peor).

Y como parece que un círculo es más perfecto que un meritito punto en medio de la nada, aquí reproduzco la frase que yo haya leído hasta hoy que más me ha gustado en el final y como colofón de un cuento, sin ser este mi favorito de Bolaño:
"Sólo sé que por fin nos hemos encontrado, y que tú eres el príncipe vehemente y yo soy la princesa inclemente" (Putas asesinas).
Ah, los cuentos de hadas con princesas inclementes

sábado, 9 de octubre de 2010

Savia nueva



Tras un par de generaciones un renacer de la cultura verá la luz (Oráculo).



Suevos rubios con trencitas, macizos, indecisos, bajo el sol de Teatinos, desprendiéndose de sus gruesas vestimentas, dudan entre Letras y Ciencias para sus asentamientos. Mientras, los vándalos, mucho más resueltos, asaltan Derecho, destrozan el hall, las cristaleras, arrollan tunos y catedráticos. Una máquina violenta. Dinámica de ágil justicia germánica.
Y Letras... nunca estuvo tan viva. Hunos que arrojan pupitres de color indefinido por ventanas recién pintadas de aularios recién pintados. Alanos que arrancan de cuajo rejas. Atila cabalgando sobre los húmedos e inestables tejados. Jóvenes filósofos mezclándose con los desgreñados jinetes hasta la indistinción (y el agotamiento). Pérdida de rasgos distintivos. Desfonologización genética.
Una nueva raza de aguerridos humanistas y justos juristas, poetas guerreros, químicos musculados, biólogos altivos, historiadores filántropos y filósofos llenos de energía.