miércoles, 31 de agosto de 2011

Las joyas (Charles Baudelaire)













Ella estaba desnuda, y, sabiendo mis gustos,
Sólo había conservado las sonoras alhajas
Cuyas preseas le otorgan el aire vencedor
Que las esclavas moras tienen en días fastos.

Cuando en el aire lanza su sonido burlón
Ese mundo radiante de pedrería y metal
Me sumerge en el éxtasis; yo amo con frenesí
Las Cosas en que se une el sonido a la luz.

Ella estaba tendida y se dejaba amar,
Sonriendo de dicha desde el alto diván
A mi pasión profunda y lenta como el mar
Que ascendía hasta ella como hacia su cantil.

Fijos en mí sus ojos, como en tigre amansado,
Con aire soñador ensayaba posturas
Y el candor añadido a la lubricidad
Nueva gracia agregaba a sus metamorfosis;

Y sus brazos y piernas, sus muslos y sus flancos
Pulidos como el óleo, como el cisne ondulantes,
Pasaban por mis ojos lúcidos y serenos;
Y su vientre y sus senos, racimos de mi viña,

Avanzaban tan cálidos como Ángeles del mal
Para turbar la paz en que mi alma estaba
Y para separarla del peñón de cristal
Donde se había instalado solitaria y tranquila.

Y creí ver unidos en un nuevo diseño
--Tanto hacía su talle resaltar a la pelvis--
Las caderas de Antíope al busto de un efebo,
¡Soberbio era el afeite sobre su oscura tez!

Y habiéndose la lámpara resignado a morir
Como tan sólo el fuego iluminaba el cuarto,
Cada vez que exhalaba un destello flamígero
Inundaba de sangre su piel color del ámbar.
 

        

Siempre fui una egoísta y no lo supe. Tampoco era tan feliz pero sí más que después cuando ya todo me preocupó para el resto de mi vida. El día que nació mi hijo cambié en eso y en todo. Sigo enamorándome. Sintiendo celos. Amando como loca. Luchando como loca. Pero ahora, además, miro a ambos lados antes de cruzar la calle. No por miedo al dolor del golpe, del atropello y de la extirpación. Sino por miedo a no estar el día que él me busque y me necesite. Es solo por él que a veces sobrevivo a cosas letales, a palabras que vienen como espadas, a silencios, al vacío, a la nada.
Pienso hoy que quizás deba comer mejor, no beber, no fumar, dormir más. Para que me coja fuerte y sana el día que sin duda llegará. El día de su fuga, de su encarcelamiento, de su hacerse de una secta. Un día que siempre llega. Acaso una ventolera venga y se lo lleve lejos y solo tendrá mi palabra que lo aliente y la necesitará. Ese día quiero pensar que estaré de su parte, ante todo. Que recordaré mi infancia, mi adolescencia, mis errores, mi humanidad. Pagaré fianzas e hipotecaré mi casa. Te diré adiós aunque después me crea morir de pena cada pequeño instante que me pare a pensar. Lo sacaré del agujero y lo salvaré para que siga solo, para que por fin me olvide y tenga su mujer, sus hijos, sus problemas y su vida. Ya entonces y solo entonces tendrá sentido morir o quizás vivir de nuevo únicamente para mí.

sábado, 27 de agosto de 2011

¿Cómo sabías que era sábado?


Y tú, cómo sabías que era sábado. Llueve otra vez. Cada día es igual que el anterior. Todas las visitas se parecen. Todas las mujeres. Todos los enemigos. Si mentimos a cada paso, cómo sabías que era sábado. Todos recuerdan a alguien que ya se nos ha cruzado, a alguien que hace tiempo conocimos. Milagro es que recuerde tu nombre. Que recorra los vericuetos que nos separan intuitivamente, sin pensar por dónde voy. De algún modo desemboco en tu puerta. En tu mar. Una y otra vez.  



El camino es un laberinto y llueve. Está soplando un viento helado que alivia el dolor y hace olvidar. Aquí no hay ciudades. Solo lugares separados de otros lugares por kilómetros y kilómetros de nada. Uno se aventura y cruza los fríos caminos del laberinto a ver dónde para. A ver si al otro lado existe una puerta que lo saque de donde está. Si, al menos, hay alguien con quien hablar, con quien compartir libros, música, vino. Alguien que, sin estar desesperado o loco, o estando desesperado y loco, te invite a entrar, a resguardarte de los lobos. Y resulta que un día encuentras a alguien y te acomoda en un sofá caliente y mullido, con la promesa de lo imposible. Puedes dudar. Después de todo, es tan posible que sea un sueño, un espejismo, un engaño. Si te niegas, al menos serás el dueño de tu destino. Y de pronto conversas ¿por qué no? Desconfiado y medio tímido. Lleno de miedo y de frío. Aceptas ese vino, antes de partir. Hablas de las lecturas y de la cárcel. De la  maleta que perdiste un día y de la mujer que se perdió con la maleta. Haces esto, con un ojo en la puerta, sentado en el filo del asiento. Decidido a marchar antes de desear quedarte. Entonces ella dice que es sábado. ¿Qué puede pasar? Un sábado por la noche está permitido disfrutar, relajarse, dejarse llevar. 
-Y cómo sabes que es sábado, si no hay calendarios y cada día es igual. Esto es el exilio, el infierno, la antesala de la muerte. Eres casi un cadáver y yo lo soy ya. No nos está dado dejarnos llevar. Cargamos demasiado detrás.
Ella enmudece. Has vencido. Saldrás de allí en breve, victorioso. Lleno de razón y razones, triunfante. Mientras apuras tu trago, ella sale a mirar las estrellas para no tener que despedirse. Lo habría pasado bien, habría echado su cabeza en tu hombro y te habría escuchado sin esperar nada más. 

miércoles, 24 de agosto de 2011

Sueños cinéfilos

Faye no está. Nos dejó. Exhaustos. Marchitos. Como quienes pudieron reinar y apenas tocaron el sueño. Resignados. Desganados. Peleados todos con todos. No tenemos ganas de escribir. Todos hemos recaído y nos hinchamos de droga y vino peleón.
Vuelvo, lo confieso, una y otra vez a las fotos de Faye, a sus vídeos. De repente, recuerdo lo que me gusta el cine. Todas esas reinas, esa fuerza. Las mujeres fatales y las princesas. Todas tan distantes, tan cercanas, tan bellas. Y resulta que hace tiempo que no veo cine. Me la paso pegada al ordenador, leyendo cuentos cortos por deferencia de Ignoria, Culturamas o Narrativabreve, los post de Hugo. Las entradas esporádicas de Alruin y Celia. 6 libros al mismo tiempo. Pero una peli entera me da pereza. Debe ser algo que he cogido. Hoy revivo el placer de visionar El maquinista de la general, Matar un ruiseñor, Primera plana, El hombre tranquilo, Alien, I y II (¿III?, no, III no). Sin perdón. Una jaula de grillos. El jovencito Frankenstein. Amelie.
En todas habría cabido Faye, en un papelito modesto pero importante: la soldado chicana, la enfermera, la vigilante de la playa (hay una playa en Contact y te imagino allí detrás del papá de Elly), el ángel celestial que sale de una tarta. Maldita sea, Faye, ¡pronto permitirán bodas homosexuales! Me dan ganas de ver por enésima vez Master and commander y que esta vez salgas tú. Aunque hay pocas mujeres, podrías ser una de las apetecibles nativas.
Intuyo que no eres mortal, pareces tan perfecta que es posible que no seas humana, que seas una replicante, como la Daryl Hannah de Blade Runner. La más perversa, mala, con la sangre más fría, y el pecho más terso. ¿Me darías Arsénico por compasión? ¿Me abandonarías por tu psiquiatra mientras yo enajenada te llamo Lola? Yo por ti prendería las mechas para volar el edificio Paker-Morris, cubriría las vacaciones de Batman y lucharía contra el crimen en Gothan City. Por ti, Faye, Marlene, Rita, Jessica, Susana, Ava, recogería la palangana de los escupitajos para ahorrarle la humillacíón a Dean, y me interpondría entre Kane y los cuatro pistoleros antes del atardecer. Me bajaría al moro y me traería el costo en el culo. Por ti. Para demostrarte lo mucho que te deseo, memorizaría pasajes de la Iliada, atravesaría océanos de tiempo, moriría para salvar a mi hija desconocida en Sin City. Un viaje a Hiroshima, una estancia de tres meses en Katowice o en el Infierno, un juicio interminable por daños y perjuicios a terceros, lo que me pidas, lo que desees, lo que te guste, nena. Lo haré por ti.

lunes, 22 de agosto de 2011

25 pacientes

Érase una vez una clínica privada donde cada miércoles por la tarde se hacía una terapia de grupo para la prevención de la drogadicción. Aunque para ser honestos los que iban allí ya eran adictos así que estrictamente de lo que se trataba no era de prevenir sino de curar, si eso es posible, la drogadicción. Las sesiones eran profesionalmente coordinadas por el psicólogo jefe de la clínica, el Dr. Alberte. Allí acudían alcohólicos, cocainómanos, heroinómanos y otros viciosos en un totum revolutum que no daba grandes problemas. 
Mas acaeció que sobrevino una crisis económica al Reino y muchos de los asiduos de los miércoles por la tarde se decantaron por seguir con las drogas tras hacer sus cuentas y ver que les salía más barato.
Entonces fue cuando el psicólogo dio cabida en el grupo a otro tipo de enfermos: adictos al sexo, mitómanos, sociópatas y personas con diferentes clases de fobias. La decisión fue principalmente económica. La crisis --que resultó ser larga y mundial-- le proporcionó la excusa, digo, le forzó a mezclar a pesar de ser consciente del posible riesgo de bajar la calidad del procedimiento; pero, dado que la sesión costaba 100 euros, a más pacientes mejor. ¿O no?
Los problemas empezaron a ser notables cuando llegó Pepe, un extorero que había recibido una cornada justo ahí donde la espalda pierde su buen nombre y tenía muy mal carácter, aunque Julito, cachas, gay y adicto al sexo, dijera que era un hombre muy carismático.
Una tarde de agosto, el aire acondicionado apagado (para ahorrar), dio comienzo la sesión con 25 individuos, con distintas dolencias y terribles traumas.
Juan Aguilar protestaba airadamente ya que a él le parecía que ellos -los hipocondriacos- no deberían estar con todos aquellos viciosos que vaya usted a saber cuántas enfermedades contagiosas podrían portar. Esta afirmación tensó el ya de por sí tenso ambiente lleno de síndromes de abstinencia, impulsos violentos contenidos y maldisimuladas insinuaciones sexuales por parte de un par de erotómanos y alguna ninfómana. 
Aquella calurosa tarde, los cuatro hipocondriacos se sentaron retirados del resto. A su derecha, con bata blanca, 85 kilos de peso y una ligera alopecia, el doctor y Encarni, agorafóbica, que no soltaba la mano del profesional. A su  izquierda, Susi, ludópata, sádica los miércoles, masoca el resto de la semana, que no paraba de susurrar comentarios al torero sobre cierto homosexual que cualquier día a la salida de la sesión lo iba a violar. Susi había apostado con Carla, ama de casa, con trastorno de personalidad y accesos de violencia, que el torero y Julito, su enamorado, iban a acabar mal. Así que malmetía todo lo posible para encender la chispa que le hiciera ganar los 50 euros y, aunque fuese "dar un paso atrás en su curación", pegarse el gustazo de jugar.
El Dr. Alberte estaba más ausente de lo normal, posiblemente por la presencia de Raquel, 18 años, 50 kilos de peso, minifalda y blusa transparente, que al cruzar las piernas demostraba empíricamente la teoría de que no llevaba bragas y que, además y encima, se frotaba los pechos sin parar.
Todos hablaban a la par: algunos insultaban al "pijo hipocondriaco", ofendidos por su actitud llena de prejuicios y esas "afirmaciones que se iba a tragar". Sin venir mucho a cuento, el torero gritó que jamás había estado ni estaría en la cama con un tío así lo mataran. Ahí aprovechó Julito y dijo que peor que lo que le hizo el toro no iba a ser. Y Susi le dio la razón, y Amanda le dio la razón, y Raquel le dio la razón, y los hipocondriacos se apartaron por la famosa intuición del hipocondriaco. 
El doctor consolaba a la aterrorizada Encarni: "Estoy aquí: no hay nada que temer". Todos estaban exacerbados, nerviosos, enloquecidos, chillando. Uno exigió que pusieran el aire acondicionado y otro que le devolviesen los 100 euros de la sesión. Y, claro, el doctor soltó súbitamente a la pobre mujer para calmar los ánimos. La mayoría estaba ya de pie, insultando y empujando, y Encarnación, histérica, con el rostro desencajado y a punto de sufrir una crisis, se agarró por detrás al primer cuerpo que pilló. Que resultó ser el de Pepe. 
Pepe que, por alguna razón, desconfiaba de lo que le llegase por retaguardia, se zafó del abrazo de Encarni, se avalanzó sobre Julito y lo estranguló sin mediar provocación, tras lo que sufrió un ataque al corazón y la diñó. 
Ahí acabó la carrera del Dr. Alberte y las sesiones de terapia de grupo en la Clínica que cautelarmente fue clausurada mientras duraba la investigación. 


El doctor nunca más volvió a ver a Raquel.
Amanda confesó su amor a Carla y se mudaron al apartamento de Raquel. Todos imaginamos deliciosos tríos pero esto lamentablemente queda sin confirmar.
Carla se hizo íntima de Susi y van al casino cada dos días, para evitar parecer adictas de verdad.
Los hipocondriacos se curaron del susto y el ayudante del Dr. Alberte escribió un artículo en el Digest noséqué que le valió inmejorables críticas.
A partir de entonces la hipocondría se cura como el hipo. Un susto o un vaso de agua al revés.
El Dr. Alberte acabó en prisión pues se encontraron en su casa numerosas pelotas de playa, camisetas y posavasos de Prozac. Salió a los cinco días por buena conducta.



viernes, 19 de agosto de 2011

ADICTOS S.A.: Estoy justo ahí. En ese punto. En el punto de rela...

ADICTOS S.A.: Estoy justo ahí. En ese punto. En el punto de rela...: Estoy justo ahí. En ese punto. En el punto de relajar cada músculo y sentir amor. Estoy en ese sitio que algunos ignoran. Disfrazada de gato...

El psicólogo Escorpio

Lo suyo era provocar. No lo hacía para joder. Bueno, puede que un poquitín, sí. Pero no era su objetivo principal. En la investigación llevada a cabo para estudiar las características psicológicas del ciudadano Andrés de San Juan, su terapeuta nos explicó que hay personas que tienen un déficit de autoestima que les obliga a llamar constantemente la atención. Mi cara era un poema. Menuda cosa: venir hasta aquí desde Archidona para que me digan lo que todo el mundo que ha crecido viendo series norteamericanas sabe de sobra. Por eso, creo, por mi expresión de “nomedigas,ché”, él se explica algo más.

»Hoy en día eso (llamar la atención) no es cosa fácil. Antes te pintabas el pelo, te quitabas el sujetador, te hacías un piercing y ya eras el centro de atención. Tan solo una minifalda, hacer topless, decir algún taco en ciertas situaciones y ya eras el foco de miradas y comentarios. Pero ahora, el mundo se ha vuelto loco (lo dice un psicólogo). La violencia no nos espanta, la obscenidad nos deja fríos, el escándalo nos divierte y estamos versados en la ciencia forense y en los detalles del mundo criminal, extinciones, batallas campales, tsunamis y todo tipo de desgarrantes escenas, sean de origen natural o resultado de la maldad humana. Después algún larguirucho niño de papá rubio insulta amariconadamente al profesor y espera una debacle. ¡Qué va! Y la cosa necesariamente va a más. Engaña a sus novias en sus narices, se droga para fastidiar a los demás (¿se puede ser más tonto?), quema papeleras y toca a los porteros automáticos de los vecinos a las tres de la mañana. Se pone camisetas con frases obscenas. Se ríe de personas más feas y nada resulta más que en la misma molestia de una mosca cojonera. La frustración por ser ignorado crece en su interior, aunque es un proceso lento y que no dice ni mu hasta que estalla.

»El tiempo pasa y no le resulta nada de nada. Sus papis siguen sufragando sus gastos de niño bien y va a la Universidad. Ahora se cree más listo. Sigue tratando de dar la nota, pero a nadie le importa. Ahora es pedante ya que cuando era ignorante todo fue mal: a algunos gusta a otros, no. Como todo quisque. Sigue siendo uno más, cada vez más anodino, más blancuzco, más flaco. Siente, con cierta razón, que no levanta pasiones ni para bien ni para mal, solo produce sopor. Crece la frustración. Considera que no tiene ningún atractivo. Y se dedica a maquinar. Agotadas las rebeldías de la juventud, tan comunes hoy día, como insultar o coger pataletas, tratar (sin gran éxito) de humillar a los demás, y pasarse de listo con las autoridades de cualquier tipo. Se monta en casi treinta años y se ve cobarde y alejado del brillante personaje que desea ser. Lo peor está por llegar: como acostumbra a vivir de sus padres, cuando estos mueren, necesita trabajar. Eso le repatea: levantarse temprano, pasar horas en la caravana, ver cada vez más de tarde en tarde a los pocos amigos con los que se identifica, casarse y, el colmo, notar cómo se le empieza a caer el pelo rubio y escaso a pasos agigantados y tener que escuchar a su mujer bromear con que es el tiempo de las berenjenas. Ese día no puede más. Su padre era cazador. Va a su casa y toma un arma y un montón de munición. Vuelve a la ciudad, sube al edificio donde trabaja y mata a todos los que andan por allí y no se agachan. Después, como si nada, baja en el ascensor, y deja el lugar. La seguridad de estos sitios falla más que una escopeta de caña; por esa razón,  yo a mis pacientes les digo eso de carpe diem. Porque cualquier día algo les pasará y lo que no hicieron ayer no lo harán jamás.

Levanto la ceja, frunzo el ceño y le obligo con mi carisma y mi superioridad personal a continuar. Pensando satisfecha que ese tío me tiene miedo.

»En fin, toma un taxi, y vuelve al apartamento donde vive con su mujer y la acribilla. Después va pegando de modo selectivo a los timbres de algunos vecinos del inmueble y los deja secos nada más abrir. Algunos de ellos, los que fueron sus mejores amigos. De nuevo, sale y toma un taxi. Se dirige a la sede de la cadena de televisión pública nacional, entra con la escopeta en mano sin que Pepe, el guardia de seguridad que leía El marca, se aperciba de ello. Sube a la planta donde se ruedan los programas en directo y justo cuando emiten La tarde en directo con Paqui Parra, entra a saco y se infla de disparar y matar a todos los que participan en el debate “¿Perdonarías una infidelidad?”, incluyendo a la mismísima Paqui Parra, una de las más famosas presentadora de programas de actualidad y variedades del país. La sensación que le recorre es por fin la ansiada satisfacción de su vanidad, la percepción sensorial del poder y el desahogo de años y años de frustración, vengados. Cuando el primero de los disparos que le alcanzaron le abatió, estoy convencido de que sintió placer. Quiere llamar la atención y la ha llamado. Es lo que creo yo. Por otra parte, no comprendo por qué se me trata a mí como a un mal profesional o por qué dicen que en parte la culpa de la masacre es mía. Lo que pusiera el imbécil ese en su diario da igual. Se lo podría perfectamente haber inventado. Y, sin embargo, ahora soy yo el que está aquí encerrado, en espera de un juicio ¡popular! que nunca llega. Y él en el Hospital tratado como un enfermo mental. No, amigos, es un psicópata y un asesino de masas. Esto es francamente un fallo de la justicia española, un ejemplo de la manipulación de los medios de comunicación y la prueba infalible que no es el año de los Escorpio.

miércoles, 17 de agosto de 2011

ADICTOS S.A.: Adicta a la idea de ti

ADICTOS S.A.: Adicta a la idea de ti: "Hace días que te llevo clavado en el pecho. Como una sombra rara que me acompaña donde voy y me sigue y me distrae. No me convienes. Ando ..."

martes, 16 de agosto de 2011

Escena de verano


La gran embustera se acomodó a la mesa, pidió vino tinto, sonrió. En la mesa contigua cinco nativos con ínfulas hablaban de Hesse, de Churchill, del Beowulf, de Cartas a Theo, de lo buena que está Raquel, de una barbacoa que iban a hacer en casa de un tal Elpringaodelsergio.

Ella asentía mientras su ex explicaba las falsas noticias de televisión, prensa y radio. Su exsuegro le insistía en que comiese más, ignorante de que ya no eran familia. Su cuñada decía algo de una boda a la que ella, por supuesto, no asistiría. Callaba pero, como experta en la mentira, no callaba tanto como para resultar sospechosa. De vez en cuando daba la razón o la quitaba en parcos comentarios. Pensando. En el reloj de pulsera que no se había puesto para no mirarlo cada 30 segundos. En la oscura despedida del día anterior, en las cartas que nunca debió enviar, en las explicaciones que no podía dar. 
Los listillos de la mesa de al lado con sus súper camisetas de Reservoir Dogs parecían mirar a todos con desprecio. La embustera tuvo un acceso paranoide en que entendió que ellos sabían quién era y que conocían la farsa que estaba protagonizando, incluso oyó claramente cómo hablaban de ella. Los miró agresiva y su ex le interrogó por si había algún problema (defecto profesional). No. No hay ningún problema. Desconexión en tres, dos,... Sigur Rós, Fiona, Amy, Björk, porno japonés, Rouco, Rouco con una japonesa, El Padrino I, II y III, Gallardón travestido bailando sobre una mesa, puesamínomegustaRaqueltúeresgay, Hendrix, gilipollas, ministro marroquí. Liebe Minou, la playa de Los Muertos. Exámenes orales. Felación. 
Oyó su nombre repetido una y otra vez y volvió al calor del restaurante y la vista del mar, a los suegros, a la cuñada, a los hijos, al invisible reloj de pulsera. Trajeron más vino, más comida. Los pedantes se fueron. Los sustituyó una solitaria pareja. El tiempo del almuerzo se acabó, los exparientes querían continuarla en una heladería. Sí, dijo por inercia. Sí, porque ese era el trato. Sí, claro que sí.  Que sí, que iba al baño, que ahora volvía, que enseguida, que fueran delante, con los niños, con los bolsos, con la ropa, con las toallas mojadas, con los móviles, con las carteras, con las tarjetas de crédito. El ruido se acalla. Se toma su tiempo. 
La mentira que no ves. 
Se sienta un segundo en la barra. Un tipo se apiada. Lleva una camiseta de Reservoir Dogs, la invita a un chupito, a dos, a tres. Pasa un tiempo indefinido, rápido y entretenido. En realidad, le encanta hablar de Hesse. El de la camiseta estuvo en Basilea. Seré poeta o nada. Planean una psicobiografía comparativa entre la depresión de van Gogh y la de Hesse.  Ya se ha olvidado de sí misma cuando aparece su ex, la toma del brazo, la saca a rastras. "Despídete de la custodia, puta".



domingo, 14 de agosto de 2011

De cómo devine poeta

¡Hazme vudú, que hace mucho que no me das con un alfiler! ¿Lo dirá en serio? No creo. Pero como me apetece, voy a buscar un alfiler. Soy autista grado 3: todo lo tomo textualmente. No hay alfileres en esta puta casa de mierda (también sufro del síndrome de Tourette). Veo el picahielos y pienso que bien usado, así suavito será más o menos como un alfiler, algo más grueso. Dejará cicatriz... hummmm... Que se joda. Cojo el picahielos, me tomo una Coca-cola si tiene o no ron dentro no lo sé porque tengo amnesia anterógrada. Por cierto, ¿qué hace este picahielos en mi mano? Lo suelto. Pongo un puchero en la olla express que tarda muy poquito en hacerse y está muy rico; resulta que no tengo carne. Nada. Ni pollo, ni ternera, ni unas costillas, ni un trozo de añejo, un poco de tocino. Nada. Y eso que estoy mirando en la nevera y no en el trastero como la última vez. Oigo una voz en el salón: ¿Vienes o qué? Voy. Dejo el puchero a medio hacer y voy. Miro el picahielos y lo cojo porque sí. En mi precioso sofá rojo de sky un tipo que parece paquistaní, con el pelo de Sayid (Naveen Andrews: ñam) en El paciente inglés, pero no está la mitad de bueno que él. Nadie está la mitad de bueno que él. Ni siquiera él. Me dice como si tal cosa que odia el sofá que si follamos ahí se le va a quedar el culo pegado al sky. Yo, acostumbrada a no enterarme de nada, le digo que voy a por algo para arreglar ese problema y aliviar esa molestia concreta. Llegando al dormitorio, no sé a qué he venido aquí. Como llevo el picahielos en la mano pienso que tengo que ir a la cocina. Una vez allí, doy unas vueltas al triste puchero sin un miserable hueso. Me cruzo con mi gata. No la recuerdo. Es negra como la noche y la superstición me hace darle una patada bestial. No soy yo. Es la superstición, una cosa fatal por la que los humanos hemos penado a través de los siglos. La gata se estampa contra la pared. La marca de sangre y un charco que se va formando me llevan a una crisis de ansiedad. Busco algo. ¿Qué? Ni puta idea. Veo el cajón donde hay escrito: “Aquí guardas las bolsas de plástico para la basura; son las de color azul, ¡gilipollas amnésica!”. Saco varias bolsas de plástico con la intención de meter ahí al gato. Y oigo una voz que llama. ¿Vienes o no? Claro. ¿No has traído nada para poner sobre el sofá? Pues entonces yo me pido encima. Vale. Follamos. Yo, con el cuerpo pegado al sofá recibiendo ciertas embestidas de buena gana. Disfruto. El que está arriba también parece disfrutar pero eso a mí es que me da igual. Le araño, me muerde, levanto el pubis, grito, gime. Me corro, me corro y me corro. ¿Te has venido?, pregunta el tipo. No, sigue, que acabo de empezar a enterarme. No habla la amnesia, es que soy una ninfómana y una sádica. Muevo la pelvis, subo la cadera, me muevo como la canija del vídeo de Flashdance, Jennifer Beals. Tengo una memoria prodigiosa para algunas cosas ¿o qué? 

El paquistaní no está mal. Es todo huesos pero en la faena cumple. Aunque es todo huesos. Huesos, huesos y más huesos. ¿A qué me recuerda eso? Y ato cabos: el picahielos en la mano, ya tras cinco orgasmos, me doy por satisfecha, el puchero en el fuego sin carne, el sillón de sky que le pasas un pañito y queda como nuevo. Todo cuadra. Las estrellas se alinean y clavo el picahielos en la espalda del sudoroso hombre que súbitamente pierde la erección. Curioso. Lo rápido que se le bajó y lo lento que murió. La ventaja nº 1, VENTAJA de ser una enferma mental, es que no siento ningún remordimiento. A pesar de todos los lamentos que hube de oír de boca de aquel desconocido. La ventaja nº 2, VENTAJA de no tener prejuicios occidentales ni orientales ni septentrionales ni meridionales, es que pude echar parte del costillar del muchacho en mi puchero y cerrar la olla express de una vez. La ventaja nº3,VENTAJA de tener un jardín, es que el resto del cuerpo del paquistaní yacería en una hermosa tierra bien abonada junto al cuerpo de mi gata en unas bolsas de basura azul tan biodegradables como ambos mamíferos. Y, por último, la ventaja nº4, VENTAJA de darme cuenta de que había matado y posteriormente cocinado a mi novio y, aun peor, había reventado de una patada a mi gatita amada, es que la impresión hizo de mí una poeta genial, fantástica, espectacular. Mi "sufrimiento" en el papel me valió numerosos premios y, aunque plagiaba versos de aquí y de allí y los mezclaba y cambiaba algunas palabras usando el Wordreference, nadie se coscó; todos me alababan. Éxito de público y de crítica. Entrevistas y montones de proposiciones para algo que ahora no recuerdo. La vida es bella, qué pena que lo vaya a olvidar.

Del trágico fin de dos presidentes y una primera dama o Cual lozana andaluza del s. XXI


Piñera tuvo una infancia difícil. Los dientes retorcidos, patizambo, no se le dio bien el fútbol, ni el básquet. Yo no sé mucho de él, la verdad. Lo que me han contado por aquí y por allá. Amigos comunes, conocidos de Harvard. Algún prohombre chileno con el que alterno. Es lo que tiene ser presidente de un país, que todos hablan de ti. Eres objeto de comentarios y todo tipo de conversaciones, aunque según parece eso es lo que más gusta al Piñera. Ser un protagonista, siempre. Aquel niño feúcho, escuchimizado, enfermizo, poco ingenioso, tímido hasta el aburrimiento y falto de talento, se mirase por donde se mirase, vivía una etapa dorada. Con su señora esposa, mujer de bandera, y sacando partido a su ortodoncia y tantos blanqueamientos dentales que ya era poco recomendable, según los doctores, aplicar más luz azul a su desgastado aunque albísimo esmalte. A ver, honradamente, yo tan solo soy una prostituta española afincada en Roma donde no hay puta pobre. Pero yo no lo veo tan atractivo como dicen en la prensa de su país y en la de aquí. La española ya no la leo. No tengo tiempo. Pero supongo que ni lo mientan, conociendo como conozco a mis compatriotas y su tradicional falta de interés por ese y otros países. Ahora, si en Kansas un coche se salta un semáforo y unos polis catetos y rubios lo persiguen por la autopista poniendo en riesgo a los 6 vehículos (5 de ellos camiones) que a esa hora circulan sale en prime time en el telediario de Tele5, hablando de Berlusconi. ¿Qué? Ah, ¿que no hablábamos de él? Bueno, pues ya hablaremos. Tómenlo como recurso catafórico y no interrumpan. En fin, que viene Piñera a Roma, sobre todo, a recibir la correspondiente bendición de Su Santidad el Papa de ahora, perdón pero no recuerdo su nombre, y a reunirse ya de camino con nuestro presidente, el más moreno, estirado (textualmente) y machote gobernante de la Unión Europea, ese chiste calabrés que mejor no cuento ahora, más que nada para no perder el hilo. La visita del chileno comporta ciertos preparativos menores (no es como si viniese Obama, no se me enfaden los chilenos) pero que afectan directa e indirectamente al gremio al que yo pertenezco, así que estamos en pleno revuelo para ver qué grupo empresarial se queda con la concesión de los servicios al séquito de acompañantes, políticos, guardaespaldas y asesores varios del país extranjero y las docenas de delegados de esto y aquello del país anfitrión, que son los que más trabajo nos dan. Conseguir esta adjudicación oficial conllevaría un buen pellizco para nuestro holding. Eso y las comilonas y festivales que se suelen dar en estos eventos nos hacen a todos poner gran empeño en conseguir este trabajo.
Nuestro jefe es un hombre influyente, gran amigo de Berlusconi. Le llaman el Bos, diminutivo en realidad de Boxer, porque en sus tiempos mozos fue un gran boxeador allá en los EEUU de donde es oriundo. Chicago le vio nacer, crecer, llegar a los 1,90 metros de altura, pesar 108 kilos y zurrar en ring a cientos de contrincantes. Más negro que la noche, casi todos sus combates se decidieron por K.O. y a más de uno mandó a la morgue, y a muchos otros directos al hospital. Algo de esa sangre de tigre todavía andaba en sus venas, y en su mirada se adivinaba una furia que hacía que muy pocos le diesen un “no” como respuesta. Así que teníamos muchas posibilidades de quedarnos con el curro de los chilenos y ganar un pellizco del copón.

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Como ya se figuran todos, el día de la visita oficial éramos nosotros y no otros, los encargados de aderezar fiestas y bienvenidas oficiales y extraoficiales porque si este país por algo se caracteriza es por no ocultar lo que ocurre en todos lados y nadie tiene cojones de contar (en palabras de Il Cavaliere). Pues, vale. A nosotras, en verdad, nos trae sin cuidado trabajar de tapadillo o al descubierto, igual nos dan por ahí. Yo era por dar detalles y que la cosa tuviese más sentido para ustedes.
Llegadas las noches, cenábamos con un centenar de señores de ambas nacionalidades. Tratados como reyes, como actrices de Hollywood, como rajás, como emperadores; éramos como Cleopatra, como Liz Taylor, como Grace Kelly, como las princesas de los cuentos, tomando ostras y champán y fresas y caviar. Después, claro, risas y más risas acompañando a esos señores que hablaban de fútbol y de todo menos política. Chistes sobre negros, mujeres, maricas, tullidos, curas. Y más risas. Sentadas en sus rodillas, fingiendo beber y estar ebrias. Lo de siempre. La reunión llega a un punto en que la conversación se marchita, la sed se apaga y toca andarse a la cama con una o varias putas. Y esas éramos nosotras. Las más afortunadas dieron con chilenos borrachines y con eyaculación precoz. Apenas susurrabas a su oído papito lindo... se acabó. Y todos a dormir. Cómo me recordaban a los españoles. Otras, con menos suerte, acompañaban a los italianos, hartos de viagra, que las tenían varias horas aguantando el poco esmero y la ninguna habilidad del italiano medio en la piltra. Eso sí, radiando cual periodista deportivo la secuencia, lo que aumentaba la miseria de la situación de modo exponencial.
A mí, por puritita casualidad, me tocó andarme a la suite del Piñero. Hombre educado, me explicó que amaba a su mujer y que jamás la engañaría. Salió de la habitación y me dediqué felizmente a beber más y más champán. En estas que entra en la habitación un muchacho hermoso de unos veintitantos que me dice que es del servicio secreto, un guardaespaldas del dichoso Piñera. Que sabe que soy española y que, por lo mismo, debo entenderlo que tras cuarenta años de aguantar a un puto ladrón, debo comprender que el Piñera ha de morir, por el bien del país, por el bien de la región, por el bien de Sudamérica y del mundo entero, en realidad. Que es un dictador encubierto, que va vendiendo el país al mejor postor, y blablabla. Me propone que le ayude, que de aquella noche no pasa que el tipo enano aquel pase a mejor vida. Yo le digo que estoy trabajando y que solo soy una puta. Que nada sé de Franco, que para mí como si no existió. Pero él insistía e insistía. Era bello, el cabrón. Al fin, dije sí, sin pensar. Solo por contentarle y conseguir que me dejara en paz.
Salió de la habitación el agente secreto justo a tiempo. Entraban por la otra puerta nuestro admirado Berlusconi y cuatro muchachas que en principio pensé que eran hermanas gemelas, aunque más tarde vi que no, que solo eran unas muchachas muy parecidas, entre 14 y 16 años. Modelos de lencería, jugadoras de voleibol playa de la liga infantil o algo así. Tomamos champán mientras Il Cavaliere contaba más y más anécdotas y todas reíamos al unísono sin entender nada. Al cabo, pasó al cuarto el chileno con su linda esposa (a eso se refería el muy zorro con lo de no engañarla). Para mi sorpresa, ella no se escandalizó por el alto índice de puta por metro cuadrado de la habitación. Y reía tan falsamente como las mellizas y yo misma. Lo que sí se me hizo evidente es que a nuestro presidente le apetecía más la esposa del otro que cualquiera de nosotras por más seductoras que fuésemos. Y ahí comenzó todo. La mujer flirteó, el marido lo notó, el italiano se enervó y la orgía comenzó. Todos se fueron desnudando al son de no sé qué música blues y a una señal de Berlusconi las niñas del voleibol atacaron a Piñera que, por más que amase a su mujer, nada podía con su condición de varón de la que era tan esclavo como el que más. La señora chilena se entregó al viejo caballero italiano sin remilgos y yo, cumpliendo profesionalmente, ayudaba aquí y allí en lo que fuera menester. Entonces oí unos golpes en la puerta trasera, la del servicio. Como los otros andaban en sus quejidos y grititos no oyeron nada. Y yo, que recordé al guapo agente, tuve que tomar una decisión.
No me pregunten por qué lo hice, qué esperaba, qué me guiaba; si lo hice por convicciones políticas o por fidelidad a mi profesión. Ni por dinero ni por política, ni por desdén, ni por la borrachera. Ver los ojos negros del joven moreno. Eso. Eso me hizo dejar de acariciar el trasero de la primera dama chilena mientras Berlusconi la penetraba torpemente y ella fingía disfrutar. Bajé las escaleras que separaban la gran cama de la puerta y abrí a los sicarios. Entre ellos el muchacho guapísimo con el que de buen gusto habría yo hecho el amor. Pero, qué va. Allí, sin más ni más, se armó un tiroteo brutal y, en vez de echarme un polvo, me empujó apartándome de la línea de fuego que atravesó los cuerpos de ambos presidentes, la jovencísima y putísima primera dama y algunas de las menores que cabalgaban al chileno de modo inconsciente y dedicado. Allí estaban. Todos muertos. Menos yo.
El aguerrido profesional me dio las gracias y un beso en la mejilla y salió que se las pelaba junto con los otros tres hombres encapuchados y armados, el último de los cuales aún tuvo tiempo de pellizcarme el trasero.
Quedé petrificada. Empezó a aparecer gente y más gente y a cambiar de posición y postura los cuerpos y a hablarme sobre lo que yo no había visto y no sabía. Ahí, llega mi Bos. Me toma del cuello y me saca del lugar. Me dice que no me preocupe de nada. Que yo no he estado allí, que me iba a llevar a la Toscana, a un garito tranquilo cerca de San Gimignano, donde la mayoría de los parroquianos eran curas y vejestorios que ningún trabajo me darían. Que él, cómo no, vendría a menudo a verme, a vigilar que todo me fuera bien. Que no me pensaba abandonar, que era la joya más preciosa que tenía y daba gracias a Alá (es musulmán el Bos) porque nada me hubiera pasado en aquel lugar de mierda con aquellos payasos de políticos que de sobras merecían estar muertos por gilipollas.
De lo que la prensa chilena dijera sobre el asunto no supe nada. En San Gimignano no llega más que Il Corriere de la Sera y la TV coge solo canales nacionales. Aquí se armó la gorda: tres días de luto oficial, entierro con los máximos honores y desfile incluido, televisado por absolutamente todas las cadenas y la explicación de lo sucedido: un elaboradísimo atentado de la mafia había acabado con la vida del Presidente cuando recibía en visita oficial al presidente de Chile, cuya muerte, daño colateral, había que sentir como cristianos que éramos. Yo mantuve la boca cerrada, como puta, y hasta hoy me va bastante bien. Nada me sorprendió la manipulación de la noticia. Me hubiera extrañado más que dijeran que al final de toda su vida Il Cavaliere la diñó accidentalmente en el ajusticiamiento de un mafioso de segunda, o del presidente de otra República, o de cualquier otro individuo y que encima no fuera ni italiano.

martes, 9 de agosto de 2011

Sergey

Cuando lo conocí, Sergey se decía vaquero. Antes y después había servido a las órdenes de varios terratenientes como pistolero y hombre de confianza. Jamás hablaba de ello. Bueno, jamás hablaba. Pero supe que masacró a cientos de colonos, no tuvo piedad ni con las mujeres ni con los niños e hizo tratos con el mismo diablo para recuperarse de un balazo mortal.
Fue, la verdad, un tipo duro, un hombre malo pero no exento de mérito. Se dice que llegó desde Rusia por Alaska y cruzó medio continente con solo un revólver y un alma presta a venderse.
Corría 1850 cuando vino Sergey al Territorio de Oregón. Bajando hacia el Sur en una vieja mula, solo con su Colt. Sucio y harapiento llegó a Oregón City donde era imposible ser reconocido, sentirse extraño o extranjero y no aprovechar el caos y el gran movimiento de gentes que había en la flamante capital. Ahora Oregón era territorio británico o estadounidense pero antes lo fue francés, tras las fallidas intentonas de españoles y rusos, así que en los caminos se cruzaban acentos y fisonomías de todas las reñidas nacionalidades del Antiguo Mundo con los colmillos afilados, con la familia y carretas, con los coños listos para alquilar, con la biblia y un banquito, con una baraja y cartas en la manga.
Sergey tenía un metro setenta de estatura, usaba botas con espuelas, rara vez se bajaba de su caballo desde que por fin lo consiguió; la mirada turbia por debajo del sombrero, el pelo castaño claro, bigote y ojos rasgados yo diría que por herencia varega. La misma genética que lo convertía en excelente mercenario.
La amistad que me unió con Sergey no era recíproca, ni quizás él me considerara más que una de las cosas prescindibles que podía dejar atrás llegado el momento. Pero como hombre medio normal eventualmente necesitaba compañía, alguien que ocupase una silla vacía en la mesa del Salón donde solía cenar y tomar whisky cada noche que no tenía algún encargo que resolver. Yo fui a sentarme en esa silla una mala noche.
Venía yo del antiguo territorio de La Luisiana, no hacía tanto vendido por Napoleón a los EEUU. Llegué desde un sitio templado y un ambiente donde casi todos eran civilizados, aseados y hablaban francés, de la mano de un tipo adinerado que me presentaba como su prometida. Ni idea de los sucios negocios que lo trajeron aquí. Un día desperté y ya no estaba. Ni su maleta ni una nota de despedida ni unos billetes en la mesilla. Nada de nada. Entonces tuve que recurrir al único recurso. Y ya me quedé aquí en la ciudad de Oregón, en el frío. La memoria me torturaba cosa fina, me arruinaba cada día, cada tarde, cada noche. La cuestión llegó a ser rutina y ya no dolía. Hice lo que debía para sobrevivir. Hasta que me senté a la mesa de Sergey y me sentí arropada, protegida y cada anochecer cenaba. Lo llegué a querer.
Pasaba miedo, claro, mucho miedo. El tiempo de vigilia, moría de miedo. Una vez me dijo, de las pocas veces que hablaba, que yo era la muerte, esa puta que venía a buscarlo sin más. Pero que me burlaría. Y entonces me contó que ya había muerto una vez y ya me había burlado. Habíamos bebido ambos pero no dudé de que aquello fuera verdad.
-¿Me matarás?
-Sin duda alguna.
-¿Por qué?
-Porque ese era el trato. Si no te mato, yo moriré. Y eso no lo permitiré.
-Yo nunca te haría daño.
-Ya... ¿Y si fuera o tú o yo?
-Tampoco.

Me miró. Confuso, creo. Largo rato, me miró. Extrañado, crédulo. Durante un minuto o dos, sus ojos cambiaron. Para mi sorpresa, me besó. Me tomó, me hizo el amor. Me abrazó. Toda la noche. Aquella noche dormí en paz y sin miedo. Por la mañana, se levantó fue a limpiar su LeMat de 1856, me apuntó al corazón y disparó. Al menos tuvo el detalle de usar una bala de plata.


lunes, 8 de agosto de 2011

El club de los miserables


Siempre fui un solitario. Un hombre esquivo, asocial, tímido. En general, no soporto a la gente. Nunca me apunté a ningún grupo ni traté íntimamente a ningún amigo, aunque les dejé que pensarán lo que gustasen. Sonrío y soy amable -la educación ante todo- pero por dentro pienso que son gilipollas. Qué vamos a hacer. Cada uno es como es. No estoy confesándome ni me arrepiento de ser así. Más bien al contrario. He leído bastante, he publicado libros, -bueno uno, si bien excelente-, he conocido a grandes poetas, a descendientes de los primeros pobladores. Por mi casa ha pasado la flor y nata de la intelectualidad nacional. Tengo motivos para opinar. Motivos y criterio e inteligencia. A mí no se me engaña fácilmente. La mayoría de la gente que conozco no tiene dos dedos de frente.
No obstante, ya llegado a cierta edad crece en mí un sentimiento de autocompasión por saberme solo. Es una cuestión más bien romántica, una actitud intelectual. Nueva, pero intelectual. Así que el día que llegó a mi buzón la enésima invitación para unirme a un club de los prohombres de la localidad, decidí aceptar. Con mis reticencias y sabiendo que la mitad o más eran politicuchos trepas y escritores vendidos a una subvención y cuyo ego desmesurado ocuparía el salón de actos en que se solían celebrar las sesiones de la Hermandad. Unos imbéciles pagados de sí mismos hablando de Dante, Hegel o Marc Chagall. Fui a sabiendas de lo que me iba a encontrar, en parte también porque no admitían señoras y mantenían cierto protocolo, cierta distanciación. Además, servían el mejor whisky y fumaban los mejores puros, y solo eso ya era un aliciente. Mataría el tiempo un poco, sería falsamente atento, me tomaría diez o veinte tragos y les daría a todos la razón.
La recepción fue inmaculada. La sesión tan ceremoniosa que la mitad de los prohombres dormitaba. Hubo un momento sumamente incómodo que no sé cómo no había previsto, con lo inteligentísimo que soy. El presidente del club me presentó como miembro nuevo y me instó a dar mi discurso de iniciación. Las piernas me flaquearon pues odio hablar en público y ni siquiera llevaba un pequeño parlamento preparado. Con la voz temblorosa y las manos en los bolsillos, comencé a balbucear ininteligibles frases inconexas. Entonces me hicieron saber que no se me oía por razón de mi corta estatura. Hubo de subir uno de los "hermanos" a bajar el micro hasta mi altura y ya yo comencé de nuevo a farfullar agradecimientos fariseos, alabé la institución. Opté por decir justo lo contrario de lo que pensaba. Y resolví aquella dramática coyuntura en dos minutos, más de lo que duro en la cama, eso es verdad, así que algo largo se me hizo. Fui traidor a mis convicciones y mi verdadera postura vital, mientras sudaba y temblaba. No me gusta, pero he de reconocer que hice el más estrepitoso de los ridículos. Todos murmuraban y se reían por lo bajini de mi patética incapacidad de hablar (así, en general, los muy hijos de...). Pensé que pasado lo peor, me iba a inflar de whisky y de tomar todo lo que me ofrecieren, y no regresaría jamás. Así lo hice. Bebí, tomé salmón y caviar, fumé habanos de magnífica calidad. Llené mis bolsillos con varias chucherías y en un descuido del camarero, fui al servicio y rellené la petaca que siempre llevo llena de vino peleón (soy pobre como las ratas) con ese whisky del bueno. En fin, llegada la hora de marchar, me incliné con humildad ante el presidente, di gracias y, como un judas, juré fidelidad a la Hermandad. No volví a ser convocado, aunque en modo alguno habría yo acudido. Dejé que pasara cierto tiempo sin que se me viera mucho por el pueblo. Y cuando alguno de mis amigos me pregunta por qué deje el club de los prohombres, les digo la verdad: "Porque son unos miserables. No los puedo soportar".

sábado, 6 de agosto de 2011

Los descendientes de Sugranyes o De cómo suceden las cosas, oye

Nunca nadie ha visto al chino de mi barrio en una carnicería. Jamás. Y mira que indagué, pregunté, lo seguí, le espié. A él, a sus cuatro retoños, a la familia que iba y venía, a la abuela.
Yo era una especie de celebridad. A mí acudían muchos con sus dudas y sus problemas. Era cierto que fui de los pocos que habían salido de la ciudad, el único que había terminado la carrera y hasta en mis tiempos se me publicó un librito llamado Relatillos muy malos y poemas de mierda que fue un relativo éxito en mi entorno más inmediato.

En fin, como iba diciendo, a mí venían señoras con problemas de cervicales, ancianos enfadados con sus vecinos, policías urbanos con estrés y varices, mujeres jóvenes tentadas de dejar a sus maridos, y un montón de desconocidos que tomaban un cafecito y conversaban conmigo. Ellos obtenían algún tipo de respuesta y yo iba coleccionando anécdotas.

Quizás habría debido decir que me aturdían en un principio tantas visitas, tantas historias, mas al tiempo comprendí que bien contadas me podrían resultar en otro librito del que quién sabe si no harían una película. O, con menos fortuna, podría lograr mi reconocimiento en el mundo de las letras y ser algo así como pionero en una nueva corriente literaria, renovadora, innovadora, original y excelsa. Así las cosas, como adolezco de una memoria terrible decidí colocar una camarita de vídeo escondida entre unas macetas y grabar las conversaciones, para poder después inspirarme y relatar algunas ficciones que no serían ficciones pero que, para el caso, era lo mismo. Después ocurrió lo de las sombras y de repente, aunque seguí grabando por inercia, ya no pensaba en escribir sino en convertirme en gurú y/o líder espiritual de la aldea. Y lo conseguí en cierta manera.

Llegaron al pueblo los primeros chinos. Fue la época en que en cada lugar abría un restaurante chino, con las lamparitas doradas y los manteles dorados y los nombres dorados: El tigre feliz, El dragón feliz. Eran serviciales y pequeños, te daban cantidades ingentes de comida, cocinaban rapidísimo y era más barato que comer en casa. Mi pueblo tuvo, como todos, un restaurante chino, regentado por Li Wang y su mujer. En la cocina una señora que tenía 95 años. Y unos chavales que parecían ser sus hijos que hacían de todo. Incluso, cuando empezó a estilarse, se compraron una moto y repartían a domicilio. La esposa de Li Wang, digo esposa pero no sé si lo que hacen los chinos es casarse o solo un ritual pagano que formaliza el concubinato. Ni lo sé ni me importa ni los juzgo ni soy yo cotilla. A lo que iba, la china, -que se llamaba casi igual que él-, Shiao Tsu, tenía fuertes dolores de espalda y de pies. Evidentemente, porque pasaba horas y horas y horas de pie y cargaba demasiado peso y estaba reventada. Se lo dije pero por lo visto no me hacía entender. Que trabajes menos, le gritaba aunque ella no era sorda. Era joven y bonita pero imbécil. Hablé con el marido, para que se lo explicase él. Y ahí ya comprendí que aquella no era la solución a sus problemas. ¿Cómo tlabajal meno?, no, no, no. Tlabajal má. Tú tenel que ayudal. Pensé entonces que aquel chino en concreto me caía fatal. Y que ya vería yo cómo le podría fastidiar a corto-medio plazo. Sonreí, dije que sí, y asentí cinco o seis veces con firmeza, con reverencia, como con protocolo oriental. Que pase a verme mañana a eso de las diez. El chino, complacido, me despidió con una bolsa de galletas de la suerte y varios recipientes llenos de delicias de arroz o arroz tres delicias, pollo al curry, cerdo agridulce, y tallarines con tenera. Me puse morado. Me atiborré. Está rico el cerdo agridulce, es raro pero está rico. La cuestión es que ya entonces pensé que nunca había visto al chino en la carnicería, pero me la sudó (con perdón) muchísimo y me inflé de comer.



Aquella noche tuve una tremenda pesadilla. Quizás por haber comido tantísimo, quizás como premonición, quizás como manifestación de mi innata e ignota condición de médium. Estaba yo en Las Ramblas. Comiendo calamaritos fritos. En una mesa como en reunión de amigos y la conversación iba y venía. Todos eran catalanes, excepto -que supiese entonces- yo, y todos me interrogaban, querían explicaciones, me increpaban cada vez más crispados. Me preguntaban que por qué no podían ellos tener su independencia. Si no se sentían españoles, decían, por qué esta atadura. Yo reflexionaba: nadie más que yo deseaba la independencia de aquellas gentes, que se fueran libres, por qué impedirles su deseo y su voluntad. Solo me preocupaba, visto el caso de los israelíes, dónde se iban a meter tantas criaturas que en Palestina ya no querían a nadie más. Pensé en Siberia, en el Sahara, en lugares con mucho espacio, buenas vistas y posibilidades inmobiliarias. Les manifesté mi idea, mis preocupaciones, mis buenos deseos. Y ellos muy hostilmente me dieron a entender que se iban pero que antes me partirían la cara. Entonces desperté.

Hay que ver cómo son los sueños. O mejor dicho, cómo soy yo. Cómo predije lo del Sahara, oye. En fin, no adelantemos acontecimientos que eso es el futuro y ustedes no tienen por qué saber.


A la mañana siguiente: Shiao Tsu
A las diez en puntito, que daba susto tanta puntualidad, llegó Shiao, la mujer del chino cabrón. Empezó de nuevo el relato de que le dolía esto y aquello. Los pies, sobre todo los pies. Se tumbó en la camilla descalza. Tenía unos pies pequeñísimos y yo decidí seguir mi intuición y dejar fluir la energía que sabía que tenía: el poder mental. Concentrado en mis manos, iba aplicando la fuerza cósmica en las plantas de los pies y después uno por uno por los dedos. La china tenía cosquillas y su risita boba me desconcentraba así que le dije que descubriese su espalda y dejase que intentara descongestionarle la musculatura de hombros y cuello. Me volví a concentrar y dejé la cabeza en blanco y masajeé y masajeé, deshice nudos, ablandé la tensión. Juro que entré en trance. Nadie me va a creer pero lo que pasó después no logro recordarlo, la cosa es que la china salió de allí nuevita. Y el marido en recompensa me mandaba cada día raciones de la deliciosa comida de su restaurante. Cada día una distinta. No era tan mamón el chino al final.


El principio del fin
Al cabo de un par de meses, empecé a debilitarme y el médico, al que fui en secreto, me diagnosticó toxoplasmosis, fiebre de Lassa y tularemia. Se imponía una segunda opinión, o una extremaunción. Me decidí por lo primero. Pero como confiaba en la medicina natural, osteópatas y santeros, no me dirigí esta vez al hospital sino al pueblo vecino donde había un tipo que como yo se dedicaba a aliviar el mal ajeno. Tras las preceptivas presentaciones, disculpas y reconciliaciones, comenzamos la terapia. El hombre se quitó la bata, me indicó que me desnudase, puso las manos sobre mí, y entró en trance. Durante el trance, he de confesar que me sorprendió bastante la cantidad de masajes que me prodigó y la felación que me gustó bastante y una vez salido del trance no quise mencionarle. Me recomendó no comer más gatos, me escribió una pócima de hierbas naturales que servía de purgante, y me explicó que debía ir al hospital y que me curaran los médicos, con medicina a poder ser convencional, química y cara. Nada de marcas blancas, ni genéricos. No había que reparar en gastos, ni creerse nada. Perplejo. Fui a casa, a la sala adonde trato a mis pacientes e intenté la autohipnosis. Nada. Me leí la mano. Nada. Me eché las cartas. Nada. Me tiré en el sillón, desesperado, y vi las quinientas cincuenta y dos grabaciones. Nada.

De pronto, supe que no me iba a curar. Y me morí. Al final del túnel, la luz me condujo a una cafetería donde un señor de blanco nuclear me dijo que la enfermedad no era venérea (¿Y quién ha dicho nada?), que siempre le echan las culpas de todo al sexo. Y que los santeros éramos lo peor. Que, por eso, de entrar al Cielo, nasti. Que volvía al maldito pueblo y de allí no movería en toda la eternidad.


Revelaciones

Ahora tengo una perspectiva distinta. Ya no me importa nada. Lo mejor de estar muerto es que me da la oportunidad de espiar. Sé todo lo que ocurre en el pueblo. Soy testigo de los secretos de mis vecinos, de los hijos y los nietos y bisnietos de mis vecinos. No existe el tiempo, veo a los primeros pobladores, los fenicios, los vándalos, los romanos, los árabes; turistas e invasores, todos ante mi mirada de historiador accidental.

Sé todo y nada se me olvida. La memoria de mi pueblo vive en mí, en el conocimiento de un fantasma. Podría escribir miles de páginas, hablar de la mezcla de razas, del verdadero origen judío de Abderramán, de que en 1951 ningún hombre nacido era hijo de su padre legal. No hay misterio para mí. Comprendo a las mujeres. Todas son dóciles, se dejan querer, solo buscan amor. Por eso los látigos, los cuernos, los micrófonos en los teléfonos. Por fin entiendo a los hombres en su humanidad, les mueve su tendencia a la dispersión del esperma. Vi cómo las huestes cristianas echaban del lugar a los moros que aquí habitaban. Vi cómo llegaban mujeres de las Vascongadas. Y hombres castellanos. Y leoneses con sus vacas. Reinaba una calma tensa, en la que todos se insultaban. La convivencia como siempre, la verdad. Cada cual a lo suyo. Un poco hartos de los vecinos, un poco aburridos, un poco trivial el matrimonio concertado, el levantarse al alba, el cocinar, lavar, arar, rezar. Un día de hastío llegó un joven que decía llamarse Ramón de Sugranyes, desterrado por alguna misteriosa razón, del reino de Aragón. Y se me dio ver que en las noches de luna llena el hermoso catalán yació con cada hembra del pueblo y a todas las fecundó. Después llegaron los arqueólogos italianos, después el circo rumano, después el ballet ruso. Así se fue configurando el mapa genético de nuestras gentes, hijos de generaciones de mujeres abiertas de piernas y mente, descendientes del guapo Sugranyes y que, al igual que su antepasado, se tiraban hasta a las piedras; tan solo los chinos han resultado una excepción. Misterios.

viernes, 5 de agosto de 2011

Nouvelle cuisine

Pasé más tiempo que nunca en la cocina preparando chili-haricot picante con matarratas, arsénico y pipermint. El truco está en el picante. Preparé una bandeja (la presentación es esencial) con una ramita de perejil encima y adorno floral rodeando el chili estilo internacional. Saqué un botella de vino tinto y lo dejé que se achispara él solo. Yo no bebo vino. Pero este, sí.  Se carga la botella y después dice: "¡Uy! ¿qué ha pasado aquí?". 
Por fin, traje el chile y se lo ofrecí. Yo no como chile. El picante me repite. Lo hice para ti. Serví unas cervezas, unas patatas fritas, aceitunas rellenas. Sonreí. La sonrisa de todo es poco para ti. La sonrisa de tómate estas viandas, amor, y ya verás después.
En su entierro estuve impecable, destrozada sin exagerar. Divina en mi vestido negro y mi lágrima de cocodrilo. Tan joven, bueno, sí. Tan guapo, hombre... sí. Con toda la vida por delante, sí, claro que sí. No somos nadie, y usted que lo diga (siendo de veras nadie).
Más contenta y plena, más descansada, cumplido el deseo que me asfixiaba. Nada más podía pedir, así que nada más pedí (no hay que abusar).
Acabado el sepelio procedí a emborracharme porque sí, hala. 
-A partir de mañana, --me dije, iré a misa y seré buena: no quiero ir al infierno y coincidir con él allí.

jueves, 4 de agosto de 2011

TrES aNunCios pOr pAlAbrAs


I.
Escritora feminista de relato corto “Serie B”. Licenciada. Doctorada. Divorciada. Atea. Aficionada al ajedrez y al voleiplaya. Dada de alta en Twitter, Facebook, LinkedIn e Inacua.
Con certificación oficial de haber pasado los exámenes mentales y ginecológicos preceptivos con excelente calificación,
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Editor complaciente. Marido millonario. Amante entre 30 y 40, a ser posible con credenciales sexuales de profesional. Pudiendo ser la misma persona si cumpliere cada uno de los tres requisitos, esto es, un marido, editor de éxito y multimillonario, que en la cama sea un cañón.
II.
La misma atractiva mujer, ahora escritora de éxito, exfeminista, 
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Antiguo amante llamado Paco para ver cómo le va y si acaso saldar cierta cuenta pendiente. La lámpara de Aladino. Y la Sábana Santa (solo por curiosidad).
III.
Novelista de éxito, exfeminista, exatea
BUSCA 
a Dios para darle las gracias.

NOTA: El primer anuncio costó un huevo, pero valió la pena.