domingo, 4 de junio de 2023

Con su pan se lo coma

Hace unos meses tuve noticia de una antigua amiga, a la fuimos dejando atrás, conforme contábamos años, todos los que solíamos ir juntos en los tiempos de felicidad juvenil. Era de esas personas que transitan por el lado más bestia de la vida. Como Natalia, preocupó a algunos y dio igual a otros.  Salía con sus excéntricos sombreros y una boa rosa de plumas, llamativa e indolente, a pasarla bien y encontrar probablemente algo que ni ella era consciente de estar buscando. Y un día recientemente -si pensamos en que el tiempo es relativo y lo que antes era poco ahora es mucho y viceversa-, me llamó por no sé qué motivo a mí, que debía ser su último recurso de desahogo. Yo, que la había dado por muerta o algo peor, escuché su relato de los últimos años. Me explicaba con una voz desconocida que había encontrado el amor ya mayor, sin que ella misma fuera consciente de que fuese mayor. En diez años, había ido acentuando todo lo que ya era un desastre pasada la primera juventud. Pero, decía, se había topado en un camino secundario, nocturno y torpe, con algo que no esperaba, un enamoramiento tierno, mutuo y que la llenaba hasta las trancas. Una felicidad insospechada de risas, música, bailes, borracheras y tiernos momentos de cotidianeidad que me llegaron a dar mucha envidia. Por lo visto, eran iguales. Costó, según ella, admitir que eran pareja, que se amaban locamente, que valía la pena salirse del camino salvaje y disfrutar solos de días y noches, conversaciones interminables, bromas absurdas, sexo con amor y chismes comprados en un sexshop,  y juegos. Y también llantos y peleas de enamorados y borrachos a la par. Ambos, infantiles, ambos con mucha vida detrás. Y, claro, algo fue mal y de ahí su llamada. Si no, de qué me iba a llamar. A mí, que soy tradicional, aburrida, madrugadora, cumplidora de mis deberes y fiel pagadora de aseguradoras. Y me cuenta que tanta pasión desembocaba a veces en diferencias escandalosas. Y que un buen día fue ella, y otro día peor, fue él. Pero que, al fin, tuvieron que separase porque la relación había convergido en lo que ahora se denomina una relación tóxica. Llevaba, cuando la llamada, cuatro semanas sin verle. Aún lloraba a lágrima viva, aún se hablaban por teléfono, igual bondadosamente, igual con una falta de respeto dolorosísima, siempre según ella. Y me explica que él, tras un mes de infierno, le ofrece quedar para verse, como amigos, sin juerga, de paseo, para contarse y devolverse los pijamas. Y, detonante de su necesidad de hablarme, ella entró en pánico. Que si se veían, se agarraría con fuerza a su escuálida espalda, que desandaría todo lo andado, que si solo rozarlo sería volver atrás y ya quizás sin retorno. Que finalmente, con úlceras sangrantes, renunció a lo que deseaba que era verlo, y que yo le dijese algo que le ayudase a pasar el resto del puto domingo y que hiciera yo algo que amainase el dolor con algún consejo, alguna visita, alguna recomendación fílmica, alguna medicina verbal que la salvase. Tras silencios eternos por mi parte, yo sin saber qué decir y con las camas sin hacer, los niños sin comer, la lavadora por tender y mis mierdas, que también las tengo, colgué, la bloqueé y me sentí culpable 15 minutos. El estruendo de mi vida hizo que mi culpa se evaporase, como esa lluvia prometida que al final queda en nada y, que, como único gesto de constricción, escribiese estas líneas algo así tal que pidiendo perdón. Vaya, eso. Que soy lo peor.