viernes, 30 de septiembre de 2011

Es una lástima que no esté usted muerto cuando miro el reloj y son las dos

Digamos, por decir algo,
que salgo de la esquina
y le veo como parte de la noche,
como trozos de mi miedo.
Y pienso que podría
pasar de largo por su estela,
mirando abajo la huella
de otros transeúntes.
Pasar de largo,
atravesar su verbo,
alejarme de usted.

Pero decido no salvarme
y pararme en frente de su sombra.
No salvarme y darle lo suyo,
de mi parte,
de mi redonda parte,
de mi efímera parte.
No salvarme y romperle la madre.
Darle en el hígado con un mazo.
Romperle la cara y no.

Entonces vería complacida
que usted muere.

Mas tampoco crea a pie juntillas esto,
no crea, nunca crea esta falsa paliza.
Soy incapaz,
definitivamente, enteramente incapaz
de matar a una mosca.

De cualquier modo,
en cada todo y a pesar de esto,
es una lástima que no esté usted muerto
cuando miro el reloj y son las dos.

jueves, 29 de septiembre de 2011

"Desire", de Rob Hefferan
El deseo no tiene tiempo que perder. 
Ni tiempo que ganar.
Solo se abre paso. 
En tus entrañas. En mis entrañas. 

El día fue largo. 
Amargo.
Concesiones.
Mentiras.
Un bostezo.
¿Disimulas?
Yo, también.
Déjalo. Suspende todo.
No hay tiempo. 
En este cuarto, no.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Lo bueno, si breve...

Se encontraron en el Café Breton a las seis en punto de la tarde. Él llevaría una bufanda color berenjena y ella, un abrigo rojo y un ejemplar de Historia de Cronopios y Famas. Su afición por la ficción breve les había unido y decidieron pasar de la comunicación in absentia a un ya apetecido contacto personal, visual y táctil, más satisfactorio si bien arriesgado.
La tarde estaba lluviosa y en la calle resonaron graves las seis campanada en la Catedral al tiempo que Amanda escuchaba su propio taconeo ya entrando en el Breton, con sus labios color carmesí y sus ojos pintados en verde. Le gustaba el simbolismo y sabía que él lo apreciaría.
Rafael estaba ya sentado a la mesita y saboreaba un chocolate mientras observaba la puerta del establecimiento. Cuando se vieron, se reconocieron de inmediato. Ella sonrió y pensó que por la web cam él parecía más alto. Él se levantó para recibirla y pensó que la pantalla la favorecía, quitándole unos añitos de encima.
La conversación, claro, fue excelente. Los relatos, los blogs, los libros, ellos y sus amigos. La música. Los breves y la poesía. Todo lo que les entusiasmaba y les unía.
Al despedirse, se hizo un silencio.
-Mañana te escribo -prometió él.
-Me conectaré en cuanto llegue del trabajo -dijo casi al mismo tiempo Amanda.
Al día siguiente ninguno de los dos entró en el blog del otro, no asomaron por el Facebook. No escribieron ni llamaron.
Él no se acercó al ordenador: "Ojos que no ven, corazón que no siente", -pensó.
Ella se distraía contestando a otros conocidos, mientras se repetía: "Agua que no has de beber déjala correr".

sábado, 24 de septiembre de 2011

Doble muerte de Clarisa la Pitonisa



Tengo un amigo que mató a una mujer de Dios. No digo que sea un asesino porque cuando la mató ya estaba muerta, pero vamos el infierno no se lo quita nadie. La víctima era conocida por Clarisa del Carmen Suplicio Ortega y Gasset Vigotsky. Fue una pequeña celebridad. Una gentil dama, alegre y charlatana. Muy charlatana. Tenía innumerables capacidades espirituales; pitonisa, médium, adivina y curandera; harto conocida por su proverbial labia y su innata capacidad de autobombo. Entraba en trance que era un espectáculo y, claro, le dieron un programa en la televisión local. El programa duró tres meses. No se supo por qué. Alguna verdad diría que a alguien inquietaría y ya se sabe como son los de las altas esferas: es levantar un teléfono y antes de marcar siquiera, han despedido a alguien.
En fin, Clarisa del Carmen nunca hablaba de eso. Pero de otras cosas no paraba de hablar. Se pasaba el día de visita dando consejos y dejándose invitar a almorzar, a un café, a merendar, a cenar y ya, si no le ofrecían acompañarla a casa a altas horas de la madrugada, se acomodaba donde fuere que igual le daba un sofá, la cama del anfitrión con prerrogativas naturistas e incluso compartir el lecho conyugal de vecinos, amigos y cuasi desconocidos que por tanto ya dejaban de ser desconocidos. 
Se dice que algunos dejaron de abrirle la puerta cuando venía a sus casas. Que con los años se había vuelto insoportable. Hablaba y hablaba sin parar y jamás prestaba atención a nada de lo que los otros trataban de explicar. Les leía el futuro sin que lo desearan y contactaba compulsivamente con muertos y vivos sin su permiso, en el modo más impertinente que se pueda imaginar. Llegó a convocar al alcalde para que le arreglasen su calle. Y trató de hipnotizar a varios policías municipales para que le quitasen las multas. No dejaba de meter baza. Aconsejaba a las mujeres que no fuesen fieles a sus maridos, que se resistieran a tener sexo convencional y aburrido, que no quitaran el polvo ni fueran a trabajar. Y otras cosas igualmente extrañas e intolerables. Últimamente a muchos señores a los que no conocía de nada les llegó a decir que debían aceptar su lado femenino y "salir del armario" que lo leía en sus manos, en el aura violeta que les rodeaba y que solo ella era capaz de ver.
La verdad es que mi amigo no dejaba de fantasear con matarla. Pero llegó demasiado tarde. Aun así, excepto a mí, a todos les contó que fue él quien la ajustició. Que se la cargó, la liquidó, la silenció, la aniquiló. Estaba tan eufórico que se le fue la cabeza. ¡No me importa!, gritaba. ¡Qué todos lo sepan! 
Yo temí por él. Pensé que lo encarcelarían y no lo volvería a ver. Mas no. Que va. Nada de eso llegó a ocurrir, jamás pisó una celda ni nadie vino a buscarle y a pedirle cuentas por el crimen que no cometió aunque abiertamente se atribuyó. Al contrario, tan pronto como la voz se corrió, la gente de forma anónima le enviaba paquetes con viandas, vinos y botellas de licor. Incluso el jefe de la policía le proporcionó una coartada y el alcalde le dio las llaves de la ciudad.

martes, 20 de septiembre de 2011

Hallazgo antropológico


El atardecer de la Antártida era cada vez más fresco, algunos días rozaba los 39ºC presagiando un nuevo rebote de las temperaturas y, quizás, otra etapa de brusco cambio climático.

Los científicos de la Estación Beta, sita en la Isla de Vinson, estaban distribuidos en tres niveles subterráneos. En el último, el 24 de noviembre de 2999, los antropólogos Carl Ellsworth, Madelaine Arzuaga y Friedrich González recibían la noticia de la concesión del proyecto de investigación que les permitiría reconstruir la historia de la humanidad, sumergida hacía ocho siglos. El proyecto, de modo romántico, se denominaba Lemuria. Brindaron con un licor, elaborado por el propio Dr. Ellsworth. Bailaron al son de antiquísimos ritmos de la Vigésima Centuria. Al poco, Carl y Madelaine se entregaban a los placeres de la carne, celebrando así el renacimiento de culturas otrora grandiosas.

Dieciséis años después, los minisubmarinos trajeron documentación vital.

En un paraje occidental del continente europeo que se había denominado Altamira, una vastísima cavidad natural escondía un tesoro pictórico de incalculable valor cultural: unas representaciones que habían sobrevivido bajo el océano, conservando su colorido inexplicablemente. Seguro sería apasionante interpretar aquellas escenas. Caballos, bisontes, ciervos, cazadores… 
En lo más profundo de la caverna, humanos en una verde pradera adoraban a un hombre-dios que cabalgaba sobre un extraño ingenio. Al fondo, dos lunas: una, cercana, blanca, brillante; otra, lejana y llena de cráteres.


Reproducimos el dibujo en tecnicolor:



lunes, 12 de septiembre de 2011

El submarino

Agosto 1994. Submarino Kursk. Mar de Barents.

Primera inmersión del submarino más caro de la flota soviética.
Abordo 118 marineros: 104 rusos, 14 ucranianos.
Dimitri Korolev, comandante de la nave, y Vladimir Ivanov, segundo de abordo, tomaban un descanso acompañado por un trago de vodka Stolichnaya en vasos helados mientras cambiaban impresiones sobre la tripulación. Ambos coincidían en que era inmejorable. El cocinero también les parecía óptimo y se sentían afortunados de tenerlo con ellos durante las tres semanas que iban a estar sumergidos. Solo una cosa extrañarían. Las mujeres. Dimitri Korolev confesó que su predilección eran las polacas, cuando aún eran jóvenes, claro está. Vladimir Ivanov, con el debido respeto a un superior, le señaló que aquello podría considerarse una afrenta a la mujer rusa.
El comandante Korolev sonrió con ironía, miró fijamente al joven Vladimir Ivanov al que ya notaba cierta euforia causada seguramente por el vodka y el éxito de su primera misión.
-Dígame, amigo Ivanov, con sinceridad, cuál es su preferencia. Queda entre este profundo mar helado y nosotros; no hay que mostrarse falsamente patriota ni fingirse ortodoxo.
Tras un largo silencio y varios sorbos de Stolichnaya, Vladimir Ivanov susurró:
-Dimitri…
Nada más. Nada menos. El comandante lo supo. Se dio cuenta súbitamente de que ya lo sabía: su simpatía y compenetración era algo más que fraternal compañerismo.
Vladimir sintió una profunda vergüenza. El calor de sus mejillas hizo brillar sus ojos azules. Apretó de rabia el vaso en su puño y el cristal explotó en mil pedazos. Algunos pedazos se clavaron dolorosamente en la mano pero no sentía más dolor que vergüenza.
Dimitri Korolev se había inclinado sobre la mesa, los ojos fijos en la mano que goteaba sangre y vodka, y en la mezcla que en el piso formaba un charco rosado que olía dulce y fuerte. Sin dejar de mirar el suelo, acercó sus labios a los de Vladimir Ivanov y le besó. Primero, tierno y suave, acarició su pelo; después, los besos fueron más largos, recíprocos, acompañados de cierta impaciencia preñada de suspiros. Las camisas empapadas en vodka y sangre y lujuria.
El episodio se repitió cada noche durante las tres semanas que duró la misión con variantes nimias que apenas vale la pena relatar.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Una estrella en tu cucharilla

La noche es una estrella en tu cucharilla. Lo que veo: la chispa con la que prendes ese líquido burbujeante, mientras me muerdo las uñas, sin haberme siquiera duchado. Impaciente. La noche es el anhelo que me arrastra a este antro que llamas casa. A abrirme de piernas, a cerrar los ojos, morderme la mano para ganar ese gramo de cielo.

martes, 6 de septiembre de 2011

Inspiración





Serían las cinco menos cuarto de la mañana cuando por fin apareció. No era más que una sombra. "Mi musa. Mi amor". Borrosa por todo el vino que había bebido: “Ya estoy cansado, preciosa niña mía, de ser un personaje mudo movido por las cuerdas de otro. Inspírame al menos hoy. Hazme escribirte un poema, una canción. Deja que me sienta un hombre por una noche. Ven, mujer-prozac, hazme el amor”.

Ella no era el genio de la lámpara, tan solo la alucinación de un muñeco ebrio y pretencioso. Si embargo, habló: “No existo, pelele sin piernas ni alma ni corazón; pero aunque existiera nunca iría a la cama con alguien que no me amara de verdad”.
Aquella noche el payaso encontró la inspiración.

Fallo cardiaco

Sudaba como un cerdo. Un cerdo nervioso. Un gran cerdo. Un cerdo alto, con una cabeza enorme, de dimensiones gigantes. Ancho y grueso. Piernas abiertas. Manos como zarpas. Le pasé papel secante, un abanico, varios refrescos. Le soplaba cuando no me miraba. Me rechazó con ira y le obsequié con una sonrisa dulce como Palma. 
Yo habría querido moverme, salir de los vapores que emanaba, del miedo que me daba, del diminuto espacio que me dejaba. Por un momento a mí también me faltó la respiración. 
Al fin, el avión tomó tierra. El trémulo coloso me pasó por encima, pisándome, y se apresuró afuera a empujones y trompicones. Yo, aliviada, me acomodé unos minutos mientras todos sacaban sus bolsos de mano, sus cajas de regalos, sus abrigos y bufandas y salían en innecesaria y apretada fila, como corderos que escapan del matadero. Salí la última, despacio. Dediqué a las azafatas un gesto amable y les di las gracias. Al bajar las escaleras: un último obstáculo del que nadie se preocupaba. El cuerpo del cerdo caído en el suelo, cual alfombra roja que yo pisé con placidez y gracia para seguir mi camino como habría hecho cualquier ciudadano de bien.

sábado, 3 de septiembre de 2011

29 canciones

El mar. Quieto, azul, intenso. Frío. Que mira desde la lejanía y la inmortalidad, encerrando en su vientre el secreto de difusos pasados, de las islas que se tragó, de los siniestros percances, anecdóticas muertes, duelos diminutos. La historia que no vuelve ni se va. Amo este mar. Cuando está calmo y en silencio, me recuerda la paz que las palabras no pueden recrear. Cierro los ojos y duermo. Así es mi paz. Un sueño, un salto a la dimensión real de mi mundo ideal.
Yo vestida de blanco y tú, siempre de negro, me abrazas,  me proteges y vigilas mi sueño en este sueño. Si acaricias mis cabellos con la mirada perdida en lo profundo del mar, y cincelas las nubes a tu antojo mientras piensas en los viajes que no harás, no lo sabré ahí, pero lo sabré al despertar. Si pasas tu dulce mano por mi espada y me besas, deseando que el momento se eternice, lo sabré al volver aquí. 
Duermo durante 29 canciones. Duermo para encontrarte en la orilla, en el muelle, entre rocas suaves y blandas, y saber que nada me sobrevendrá.
Entre capas de ropa y más ropa, mi cuerpo se estremece. El lejano violín, el acordeón, la música que cambia obliga a mi mente a mutar en su estado y la ensoñación corre peligro de evolucionar. 
No quiero soñar. Quiero estar asida a ti, en paz. Pero me despierto y empezamos a bailar. Reímos. Entonces nos miramos y nos entristrece no conocernos. Te toco la cara como los ciegos para intentar aprehenderte y retener quien eres. 
Y otra vez la música: me embarga la paz. Cuento 5, antes contaba 6. Respiro. Te abrazo y, aunque tú a mí no, no te retiras, me hueles el pelo, rozas con tus labios mis mejillas. Siento la voz de Fiona y me aterra despertar. Al fin, creo que me abrazas y de súbito cambia el escenario. 
Estamos en un muelle separados por unos veinte pasos. Yo tengo un regalo entre mis manos. Y tú me observas, triste. El día está gris, húmedo, harto de otoño, de viento, de pájaros huidizos y negros. El cielo nos mira, pesado, agarrotado, con deseos de llover tanta pena. Camino hacia ti, tú no te mueves. Dejo el paquete en el suelo a tus pies y me retiro. Tú te agachas, lo desenvuelves y sacas un viejo y grueso tomo de pasta azul con una iluminación que no logro ver. Desaparecemos del muelle y se pone a llover.
De la mano cruzamos el puente de algún parque de una soleada ciudad. Puede que sea París. Dos tipos, con guitarra y pandereta, versionean 4 minutes warning. Te retengo. Quiero quedarme allí escuchando junto a ti. Un modo de paz. Solo cuatro minutos en un puente que no existe. Dices que vayamos despacio. Y salimos del puente cogidos de la mano. Mis dedos se ven blancos y delgados entre tus dedos. Paseamos aún un rato. Nos sentamos en un prado, nos echamos y me abrazo a ti, sin soltarte de la mano, como una niña.
De nuevo, solo quiero dormir. Temo durante un segundo que tú no lo desees. Pero se acaba mi miedo al notar tu respiración, tu mano, tu hombro. Tu abrazo. Comprendo que estás aquí. Y ya no veo más.