sábado, 21 de noviembre de 2020

Soy

 49 años y dos días.  No soy una persona.  Soy una condena por genocidio. Que, aquí, se quedaría en 18 meses por buen comportamiento y los gastos del juicio... No somos nadie xd

sábado, 14 de noviembre de 2020

Nadie se quiere morir

Nadie se quiere morir. Nadie. Ni los que piden la eutanasia ni los que se suicidan, nadie se quiere morir. Esos querrán dejar de sufrir, pero si no sufrieran, ya les digo que no querrían morir. Y es que morirse es un rollo y una incógnita y un desnacer que va en contra de nuestra naturaleza de seres conscientes de nosotros, seres preciosos que saben que estar vivos nos hace ser. Que estar vivos es efímero y único y que hay que estar bien jodido de la cabeza para desear no vivir. Y ahora todo se trata de que nadie se quiere morir. Ni con 100 años ni con un enfisema pulmonar gravísimo, ni con desamor doloroso que causa infarto ni con un mordisco de pitón en la yugular, ni con nada. 

Achaco a eso que el mundo (el occidental, sobre todo) se haya vuelto loco. Encerrarnos en nuestras casas, ponernos mascarillas incómodas, asfixiantes y, posiblemente, inútiles, todo parece poco para evitar una cosa tan natural como morir. Tan natural y tan espeluznante. Claro, joder. Nadie se quiere morir. Y las autoridades responsables por casualidades de elecciones dispersas, a las que solo se presentaban los menos inteligentes del rebaño, nos quieren alejar de eso de morirse. Y lo entiendo. Que no se piense el único lector de este espacio de internet tan poco concurrido que no lo entiendo. Porque, claro, si mucha gente muere (igual alguien querido de uno o uno mismo), se busca a quién echar la culpa. Y Dios hace rato que no es una opción... con lo bien que nos venía. 

Otra cosa será en otros lugares donde están habituados a que se les mueran los viejos, los niños enfermos y los parientes con defectos estructurales que les hacen débiles ante las numerosas amenazas que la naturaleza va procurando para hacer criba y que queden solo los fuertes, lozanos y bellos. Un poco, porque la naturaleza es cabrona y un poco, porque la naturaleza es lista. 

Ahora si se mueren cien ¿qué digo cien?, ¿diez, cinco, dos? mil europeos, es como si se acabara el mundo (bueno, para esos cien/dos mil se acaba, cierto). Y para evitarlo estamos como hormiga que presiente el chubasco, haciendo maniobras, esfuerzos, elucubraciones, tomando drásticas decisiones que hacen caer la bolsa y que todo quisque se vaya al puto paro, con lo que eso significa en lugares donde nos hemos acostumbrado a comer (y mucho) todos los días, tomar cañas por las tardes, comprarnos chaquetas y tatuarnos brazos, cuellos y caderas, pintarnos los pelos, tener dos ordenadores por casa, móviles por persona, coche (al menos uno), y casarnos, hacer la comunión, celebrar bodas de oro, perfumarnos y poner el aire acondicionado o la calefacción a tope para olvidar que hay estaciones. 

En fin. Esto sin dinero va a ser durillo. 

Y en esas estamos. Como nos creemos que ninguno de nosotros debe ser objeto de selección natural alguna, nos hemos puesto en plan cabezotas. Y así, igualmente, todos los que no están suscritos al National Geografic no soportan la idea de que aquí, ¡aquí! (y no en África o en la India o en la China que sobra personal), y en pleno siglo XXI la gente se muera sin permiso. 

Nos queda esperar. Esperar a que un meteorito nos abra la cabeza esa en la que no entra que somos mortales, esperar a que pase la lluvia ácida, a que la central nuclear reviente en la otra punta del mundo, a que los chiflados fundamentalistas vayan con sus cuchillos, camiones y bombas caseras a por otros, a que no toque en nuestro barrio ni en nuestra calle, a que la naturaleza se aguante y nos soporte y a que el planeta le dé por saco a gente del tercer mundo.

Nos queda eso, esperar. Pacientemente, tomando vodka, tequila, bourbon, pastillas, chocolate light, lo que sea que nos atonte aún más, pero nos permita salir de esta sin morirnos. Idiotas, sí, pero vivos.

No sé yo, si me tocara en la cara chunga del mundo, si ni siquiera pensaría estas cosas y estaría rebuscando en las basuras para dar de comer a mis hijos o intentando no ahogarme con la enésima tormenta tropical que se lleva palante mi pueblo y sus habitantes. No sé, claro, porque me toco nacer en esta parte y aquí nadie se puede morir.


PD: Pensamiento capitalista. ¿Por qué habría de cascarla yo, con fallos de nacimiento que me hacen débil, pero productiva, buena contribuyente, que gasta para que otros sobrevivan y que hace más bien que mal? Respuesta cabal: A la naturaleza se la sopla el capitalismo, nuestros inventos productivos, nuestra moral inventada y todo lo que pueda tener que ver con el humanismo. La naturaleza solo entiende de fuertes y débiles. Y yo, amigos, me tengo que joder. Porque aunque hay personas vagas, vaguísimas, que viven y se justifican en su hacer nada y no producen ni ayudan ni sirven a causa alguna, a la naturaleza lo que le gusta son los bichos fuertes, sanos y que engendren bichos más fuertes y más sanos.

lunes, 21 de septiembre de 2020

La conjura de los necios o Matilde y los imbéciles

La profesora Matilde enseñaba Física y Química o Filosofía, una de las dos, o ambas, ni ella misma lo sabe aún. Los alumnos imitan su voz porque suena como un silbido de tren de vapor, de esos de las pelis del Oeste en que unos atracadores con pañuelos en las bocas, cual mascarilla anticovid, esperan agazapados entre los pocos arbustos del desierto de turno. Triste lo de las mascarillas con caritas sonrientes, labios pintados, banderas de Filipinas o un rosa palido o "rose pale" tan recomendable para la decoración de salones en 2020.

Matilde es como una tabla de planchar. No tiene carne ni en el pecho ni en las caderas y, la verdad, el tiempo no ha ayudado a su aspecto de insecto palo. Cada año, indefectiblemente, perdía y pierde gramos de pómulos y barbilla, solo va quedando una especie de pellejo colgando que recordaba y recuerda mucho a una gallina suelta. Al menos, suelta, pensaba Matilde. Podía ser una gallina sin epíteto. En fin, evidentemente la gramática no era el fuerte de Matilde. 

Había que decidir, este inusual curso de pandemias y distopías, a qué iba a dedicar sus sesiones con aquellos niños-hombres/ mujeres-niñas para que, o bien, les sirviese a ellos para su formación como personas, o bien, a ella, para salir del paso sin mucho trabajo. No era cosa fácil. Una decisión trascendental en el mundo de la posverdad y Twitter (Twitter, amigos, sí), digo, Twitter como oráculo y brújula del pensamiento, la opinión y las noticias de actualidad.

Pensando, pensando, la flaca profesora sin pómulos, ni pechos ni caderas a las que asirse, sin cultura apenas para sentirse algo más segura ante adolescentes repelentes armados de móviles con cámaras y compañeros estúpidos, groseros y musculados, mujeres recauchutadas de implantes y embellecidas por inversiones en clínicas estéticas, decidió que la clase, se llamase como se llamara, iba a ir de filosofía. La suya misma, que igual valía ella que el Boecio, el Aristóteles o el atópico ese del Sócrates. Ella no tendría relaciones de ningún tipo con alumno alguno. Básicamente, porque el sentimiento de desprecio era mutuo.

Y hete ahí que la mujer, superando su espanto al bozal obligatorio y sabiendo que no sabía nada de nada, se plantó ante un montón (algo menoscabado por la cosa del desdoblamiento) de imbéciles a los que, ya sabía ella, les caería fatal. 

La cosa, que puede parecer tonta, es que Matilde no se llama Matilde. Y que sabe cosas de informática avanzada lo que le permitió cambiar su nombre, fecha de nacimiento y resto de datos de la ficha de la web del Ministerio del Interior, una base de datos hecha de modo cutre por informáticos amateurs y torpes funcionarios que, igual, cobrarán lo mismo se llame ella como se llame. Así que Matilde. Los apellidos me los ahorro por deferencia al personaje que ya he hecho feo, algo acomplejado y tristemente condenado a trabajar con gente a la que odia. Una tía del montón, sin hijos, virgen a los 45 (edad real de ella, no la del pasaporte) y sin padre conocido que ella o yo sepamos. Un lujo de historia a la que, la muy inútil como personaje, renunció. Hay que fastidiarse.

Ella, como cualquier persona con gusto postmoderno y algo cínico, amaba a Ignatius tanto casi como a Portnoy. Y puede que, por ello, su comportamiento fuera como es en sus tristes días. Aunque, si he de decir la verdad, admiro su capacidad de arruinar su existencia (vacía y prescindible, sí, pero la suya) en pos de un homenaje a hombres, que no mujeres, ridículos o auténticamente locos, según se mire, hasta el límite de sus escuálidas fuerzas. Así, improvisó:

-Pongamos que tengo un mango en el frutero, en mi cocina. -Risas y burlas interrumpieron su perorata.

-Callaos, inútiles, futuros indigentes, ignorantes faltos de paciencia, de educación y de modales. Sois todos unos mentecatos y en cabezas tan duras no entrará nada. - Se percató de que algunos ojos sobre las mascarillas se ensombrecían y casi lagrimeaban e, inesperadamente, se apiadó. Respiró profundamente y siguió con esa voz de pito que era suya, más, desde luego, que su nombre, su dirección y su profesión. La voz no se puede hackear, pensó jodida.

-A ver, pongamos que tengo un mango. Lo compré hace unos días, lo coloqué en el frutero junto a unos plátanos, unos kiwis y varias manzanas. Pero no me apetecía comerme el mango... Es verano y mi cocina tiene una orientación nordeste, así que da el sol un buen rato cada mañana. Al cabo de unos días, cada vez que entro en la cocina (para lo que sea) el olor se hace más y más invasivo. Es el mango madurando rápidamente, pidiendo ser consumido, advirtiendo que, si no lo como, o lo lanzo a la basura, va a ser una pesadilla babosa que empape resto de frutas, frutero, encimera y -pienso en voz alta- mis sueños. Pero a mí no me apetece comerme el mango por caro que haya salido, por sano que sea: mi cuerpo huele el aroma (para otros maravilloso) y siente enemistad. Ya, reíd. Pero es lo que mi cuerpo siente y la pregunta es: ¿debería comerme el susodicho mango, sin ganas, por el mero hecho de que he de alimentarme, que lo he pagado y que está ahí y no hay que cocinarlo, o bien, tendría que tirarlo a la basura, sabiendo que hay gente (muuuucha) en el mundo que se levanta y se acuesta sin probar bocado y bebiendo, además, un agua infecta que puede y va, seguramente, a causarle una enfermedad intestinal a la que con gran probabilidad no sobrevivirá? Ejem. -Ahora todos los imbéciles callan-. ¿Qué debería hacer? Ontológicamente, -va y dice a los quinceañeros legañosos como si nada-. Hermenéuticamente, -sigue, ya crecida. -¿Eh? ¿Qué debería hacer?

Sin duda, la mayor sorprendida fue Matilde (o como se llame), cuando varios alumnos empezaron a vociferar su opinión al respecto. Un chaval rapado y con aspecto de tener granos bajo la mascarilla aconsejó tirar el mango a la basura y sacar cuanto antes la bolsa, pues, en su experiencia, y si todo lo que venden en la frutería funciona igual (sic), pasaría con el mango como con las patatas que olían fatal y podrían todo a su alrededor si, como su madre, las dejaban en la cesta debajo del microondas mucho tiempo (por lo visto, la madre del engendro no era muy cuidadosa con sus quehaceres y no guisaba tan a menudo como a las patatas les gustaría). Al segundo, una melena, larga y suave, lisa y brillante, de lo que parecía una criatura de ojos azules, gritó enfadadísima que no. Que habría de hacer un esfuerzo (Matilde) y comerse el fruto que la alimentaría, cantando las bondades en vitaminas y minerales de los mangos en general y dándolo todo por el planeta. Puso esta activista de relieve la falta de empatía con los desfavorecidos que tirar el mango supondría, que los ricos siempre andaban tirando comida y eso era el gran problema del mundo y que Matilde no tenía mucha pinta de ser rica; así que por su bien y el del planeta habría de consumir el mango y, quizás, un yogur con bífidus y algo más de fibra.

Fue tanto el alboroto que, tras estas intervenciones, se montó, que Matilde sintió un arrebato de simpatía por los opinadores. Aquel farragoso debate reblandeció sus estrechas carnes y su estricto plan de tortura para esas criaturas que, en principio, le parecían entes insulsos e incapaces.

Ahí, nuestra Matilde intervino y, con no poco trabajo, acalló el griterío. Explicó, tras amenazarlos con un suspenso general que impediría su ingreso en la universidad, que tendrían que votar, que la verdad no existe y que la argumentación (¿argumentación, seño?, sí, hijo, tú no te preocupes y calla) debía ser el instrumento para conseguir que los demás siguiesen a uno o al otro.

-Vosotros, torpes pupilos, ingenuos niños de papá, -dijo- no sabéis que todo en este mundo se consigue con artefactos verbales y que lo que defendéis (sea o no lo que pensáis, sea o no lo justo y sea o no la verdad, nada de eso importa, pues nada de eso existe en realidad) tendrá éxito según cómo lo expreséis y a cuántos ineptos seguidores podáis persuadir de vuestra postura. Así que vamos a votar. 

Tras varios intentos fallidos en los que Matilde, finalmente, se percató de que algunos votaban por ambas opciones, la pobre y canija mujer hubo de explicar a aquellos idiotas que, llegado el momento, solo puedes elegir una, que la vida es así y punto, y que les preguntasen a sus padres, abuelos o referentes adultos, cuántas veces habían votado (si es que se habían tomado la molestia) en las últimas y patéticas elecciones. Sin entender un pijo, los nenes, crecidos, pero poco hechos, entendieron que debían decidirse (por poco que les gustase, como generación) y, tras una farragosa campaña con mucho chantaje emocional de "Yesi, tú me votas a MÍ", se decidió el voto secreto. Vamos, lo de siempre.

Así, Matilde volvió a creer en su no-profesión, en la democracia, en los ideales y en la buena exposición de los hechos (falsos o no) y tuvo que comerse el puto mango y renunciar a torturar a aquellos bobos a medio cocer que, ahora, le caían bien (y, por lo visto, increíblemente, era mutuo).

Por supuesto, el curso es largo y Matilde se las trae, así que no pongo FIN, porque esto no es el final.



jueves, 9 de julio de 2020

UGT, los recortes y la estrategia de Marisol, jefa de protocolo mediador

Hoy es jueves. Hace un calor que dan ganas de mudarse a Islandia o, igual, a Finlandia. Me llegan olores de espetos, ruidos de músicas de verano, gritos de niños jugando, las olas rompiendo en la orilla abajo en la playa. El alborozo de aquí-no-ha-pasado-nada. Siendo jueves da todo más coraje: es como el miércoles tras la última gota que... bueno, ya se sabe.
La parte buena de todo esto es que la gente ya no te puede tocar. Es perfecto. Se acabó el manoseo, las palmaditas y los dichosos besos. Mejor. La mitad de eso era incómodo, hipócrita y antihigiénico.
Ahora, a falta de un lapón rico con el que casarme y quitarme de enmedio del calor y la ruina, me entretengo trabajando más que el chino de mi barrio para ahorrar y meter el dinero bajo el colchón, que cualquier día los bancos se esfuman, como se esfumaron tantas cosas normales antes y de las que ahora no queda rastro ni en la Wikipedia.
Lo he comentado con Marisol. Y está en todo de acuerdo conmigo. Y Marisol es experta de expertas. Todo, si hay legislación,  regulación, actas donde se haya tratado, corrillos en los que haya podido surgir, todo, digo, lo recuerda y lo aplica al caso que encartare. Ahora anda liada, la mujer. Porque hay demasiados temas acuciantes que requieren de su memoria prodigiosa, su sabiduría procesal y de su firma electrónica. Una firma codiciada porque es como el genio de las mil y una noches que te puede conceder una subvención así como el que parpadea. No debería decirlo, pero si una tiene que tener amigos, más que nada porque no hay más remedio, una como Marisol conviene muchísimo. Un sinfín de ventajas entre las que se podrían contar la interesante conversación, su semblante agradable y bello, la voz dulce y el acento melodioso sin llegar a ser pedante, y la que más me gusta: su inexistencia.
En fin, sin que importe lo más mínimo, diré que los sindicatos ya están preparando una respuesta contundente ante el enésimo golpe bajo de los gobernantes de turno en una de las tantísimas cuestiones en las que históricamente no pueden ponerse de acuerdo, pues de ser así el mundo implosionaría, los sindicatos no serían sindicatos, desaparecerían de la Wikipedia, nadie se acordaría de ellos y el sustantivo que los designa serviría para cualquier otra cosa. Se abriría una brecha en el continuo espacio-temporal y un mundo paralelo sin sindicatos nacería con su pasado, su presente y su futuro. Un desastre. Muchos delegados sindicales habrían de trabajar. Los derechos de los trabajadores no llevarían ese nombre y así todo. Un follón.
Y ahí, para evitar el caos y el cisma de nuestra realidad en varios mundos paralelos, realidades alternativas, universos en que usted pudiera ser bueno o pobre o ambos, ahí, digo, entra Marisol y su habilidad para mantener a cada cual en su lugar, atemperar ánimos sin pasarse, preservar el estatus quo sin que se note mucho y tener tiempo para ir a peluquerías, spas, comidas de amigos y antiguos alumnos, organizar cumpleaños familiares, ir de compras para estar siempre vestida para cada ocasión y blanquearse los dientes cada tres meses para poder seguir fumando a escondidas cuando los niños, por fin, se han quedado dormidos. Vamos, una maravilla.
Brindemos por Marisol y porque mañana es viernes y porque el gato de Schrödinger esté muerto siempre, incluso antes de meterlo en la caja los muy cabrones de los científicos.
Chinchín.