martes, 24 de diciembre de 2024

El cielo parece de nieve

 Se acaba el año y alguien se va a electrocutar. Yo misma salgo de casa a medianoche con gafas de sol y protección 50. Te lo cuento para que veas que en todos lados es un poco lo mismo y así me adelanto a los previsibles improperios sobre el absurdo del primermundismo y lo falso que te resulta esto, aquello y lo otro. ¿Cómo está el cielo allí? Aquí se ha marchitado el sol. Hay como una continua masa rosácea, bajando, que amenaza con aplastarnos a todos. Por las noches es como el techo de un crematorio abandonado, bajo, gris, con manchas como desconchones. También depende de la hora y desde dónde lo mire. Me da algo de pena cuando, como el sábado, me senté en la mecedora del dormitorio de arriba, ese que da al poniente y es insoportable en verano,  y el cielo parecía un volcán en erupción puesto del revés. No te mentiré: era hermoso, como si encima de todo una luz azulada rematase el desastre. Te hubiese gustado. En ese modo en que a ti te gustan las cosas, con cierto asco, con una mueca indescifrable, como si en el deleite hubiese un plagio que te avergüenza. Seguro que es así. Y seguro que no vienes hasta dentro de mucho. Me conformo con que no tardes en responderme contándome cómo se ve el cielo allá, diciendo que no gastarás el sueldo de un mes en venirte aquí y así retrasar tu vuelta definitiva y que se te están congelando los huevos en ese sitio de mierda cruzándote con tus futuros vecinos, esos que invaden tu campo. Ten paciencia con ellos: a tu vuelta tú también serás un extraño. Odiarás ver que los de aquí son idénticos a los de allí y que todo lo que ahorraste lo gastas en un día para cubrir inútiles necesidades carísimas.

Abrígate cuando vayas a leer al cementerio: no quiero que mueras de una enfermedad decimonónica en ese país absurdo con la burocracia que sería regresar tu cadáver.

Te diría que te quiero, pero paso de que te burles. 

domingo, 15 de diciembre de 2024

Me sabe tan mal

 Curiosamente, un gesto de madurez es fingir que las cosas que han pasado, no han pasado. O quitarles importancia,  cuanta más tienen. O hacer como que lo que molesta, no te molesta tanto. Porque los adultos deben moderar su emoción. Algo que se dice como si nada, todo el tiempo: madura. Como si mostrar tu frustración, derramar lágrimas, sentir dolor o divertirse "demasiado" estuviese vetado para según qué edades. Habla como una mujer. Una señora. Aparenta por lo menos. 

Una cosa digamos triste, aunque no estoy segura de que ese sea el adjetivo adecuado, es llegar a un momento en tu vida, cumplir ya unos años, mirarte en el espejo de otro y darte cuenta de que te has convertido en una gilipollas. Una bocazas. Una impertinente.  Una pesada. Alguien que ahuyenta a quienes sí actúan como adultos. Presentables, planchados, tranquilos, seguros, educados, contenidos, puntuales, te saludan y ponen una excusa para parar lo justo cuando se te cruzan.

No sé si importa, si importan. Si tanto pierdo cuando se me compara con una que sí que es una mujer de verdad. Aunque la mitad del tiempo esté fingiendo, esa mujer de verdad, digo.  O no. O es así. No tengo ni idea. Es otro misterio. Uno de esos misterios que no alcanzaré a comprender (de ahí que sea un misterio). Como ver la diferencia,  como estar concentrada, como acertar una sola vez al menos para saber qué se siente. Como llorar y enfadarme, quejarme y gritar, como preguntar y preguntar para que me respondan hasta que no quede nadie a quien preguntar.

Así que era eso. Cuando de joven pensaba que había gilipollas, ni se me ocurrió pensar que yo sería una de ellos.  Alguien tenía que ser, claro. Tampoco era muy lista entonces.