La puerta se abre empujando, sencillamente, hacia dentro. Hay que hacer un poco de fuerza, aunque eso ya depende de las ganas de entrar que tengas y lo que se haya comido ese día. Lo mejor, las campanitas. Esas dos notas que avisan de que alguien está ahí. Lo segundo mejor, y por lo tanto, ya no sé si lo mejor es mejor-mejor superlativo o participa de una gradación que obliga gramaticalmente a... bueno, después lo pienso. Lo segundo, decía, el fresquito que, cuando la puerta -solita ella- se acaba de cerrar, no necesita explicación. Lo segundo mejor, también, porque ocurre al mismísimo tiempo, es la visión del orden desajustado de libros y cosas pequeñas de colores y sugerentes brillos, cartelitos que indican que por allí se abre un camino, pasillo especializado, recodo, espacio recomendado. Una voz, fuera del ranking, saluda desde el fondo. Un fondo lejano, piensas, o que parece lejano por la voz amortiguada por papel, paneles y una iluminación que pide a gritos silencio. Huele como debe oler, como huelen los libros que heredé de mi abuelo, como huelen algunas bibliotecas. Es el olor contrario al de la humedad, es olor del polvo entre las páginas de volúmenes gruesos. Tú respondes. Soy yo, Olga. Voy a echar un vistazo. Ahora paso. Traigo un amigo. Suena la misma voz con más vida. ¿Amigos tú? Vivir para ver. Sonríes. Te cuesta porque no es lo tuyo, pero Olga no hace bromas y los músculos de tu cara devuelven el favor. La cosa es que no vienes con nadie, pero de aquí a que llegues al mostrador que inocentemente está al fondo del laberinto diminuto que es la librería nos habremos olvidado.
Me meto por el recoveco que conduce al sillón de piel marrón (¿por qué son siempre sillones de piel marrón?), aparto el montón de libros que lo ocupa, me siento cómodamente y hojeo por enésima vez el volumen cuarto del diccionario de Roque Barcia que Dios sabe cómo llegó hasta allí. Busco las anécdotas, las equivalencias, la reseña de las letras. R. La letra canina. Hago tiempo. Porque me sobra. También vengo a contarle por fin a Olga lo del Kindle y mi decisión de donar ya oficial y abiertamente. Nada de venir e ir dejando libros por aquí y por allí a escondidas. No lo puedo postergar. A ver qué dice ella. Menos mal que Antonio ya no está. Digo Antonio hijo, porque la librería Hnos. Sánchez era del padre de siete hermanos y fue Antonio el único que no sé cómo admitió la herencia, la disfrazó como "Objetos de escritorio y librería básica" y se dejó un bigote como postizo y cortito. Antonio hijo tiraba del copo con mi abuelo los domingos, vino al entierro de mi padre y ahora está él también bajo tierra (es un decir, creo que lo incineraron). En fin. Olga me da miedo, pero Antonio me daba más.
Oigo las campanitas. Es Fred. No pierde el acento. Viene el hombre a buscar más libros de Geografía. El pasillo de Viajes, &ª está en la otra punta, cerca del mostrador. Para Fred es importante que nadie piense que es británico (inglés, como decís aquí), que es holandés. Un par de veces hemos estado por decirle aquello de peormenolopones, pero ni Olga ni yo estamos seguros de que tenga gracia la broma, de que Fred la pille y, además, Fred es Fred, sería Fred aunque fuese francés, aunque fuese chino, aunque fuese marciano. Otro dato que hay que aclarar sobre Fred, para serle fiel, porque él es muy claro al respecto con todos y cada uno de los personajes con que interactúa, es que los "materiales" que busca corresponden a estadios muy anteriores al actual. Vaya, busca los mapas y descripciones más antiguos que pueda rastrear. Lógicamente, para ello, de vez en cuando ha de salir de aquel pasillo y buscar en biografías, diarios y diccionarios enciclopédicos (como el que tengo en las manos, maldita sea). Así que activo el modo silencioso plus, quieto como un gato, no paso páginas, apenas respiro. Espero. Pienso en mí como en un camaleón. Soy marrón, de piel marrón. Inmóvil. Pensamiento puro. He leído y practicado la meditación. Puedo solo ser. Lo hago. De hecho, lo hago.
Me despierta Olga. Que tiene que cerrar. Que recuerdos de Fred. Que dónde está mi amigo. Que si me llevo el Barcia o qué. Le digo la verdad: hoy, no, Olga. Otro día. Esto pesa lo suyo y tengo hoy la artritis revuelta. Noto que los ojillos azules de Olga apuntan al chisme que asoma por el bolsillo de mi chaqueta. No me gusta que se haya puesto el pelo rojo, pero ese no es el tema. El tema es que mi cara se ha puesto más roja. Me pasa eso. Eso y más cosas, claro. Se encoge de hombros, se sienta en el suelo. Dice yo también tengo uno. Dice sabemos que te echan. Dice te puedes quedar en el cuarto de mi padre. Dice anda deja a Roque descansar, y vete. Te dejo por hoy abrir y cerrar varias veces para oír la dichosa campanilla.