Sabes, porque todos lo sabemos, qué es ser motivo de fuga, el sitio de donde salir pitando, la cárcel, el manicomio, el círculo, el laberinto del que alejarse para no volver ni en canciones. Así, heredamos los collares, pendientitos, cinturones y rebecas, frases hechas, refranes y muletillas. Efemérides que no pueden ser velorios, pero lo son. Piensas, mala en todos los sentidos, que aquesos tránsfugas estarán en un lugar mejor, donde todos son iguales, hacen y dicen las mismas cosas y palian el aburrimiento con tristes ingenios dominicales que incluyen desplazamientos, degustaciones, experiencias sensoriales con exquisitos tintes culturales. Dios les dé salud para tanto estímulo. Tanta homogeneidad, tanta naturalidad atributiva. Que, al salir, encuentren sus abrigos de entre el montón de abrigos idénticos y a sus acompañantes de entre ídem.
Después está el amor, que te hace ver las diferencias de esas personas que son tu debilidad, cuya risa se te contagia como un virus de 48 horas, cuyo dolor te enferma durante más tiempo del que cabe contar. Ves sus esfuerzos por no ser excepcionales y te revienta. Calladamente. De todas formas, contigo siempre son distintos, los mismos que fueron. Y ves en eso una inédita dicha de exclusividad.
Así que, a pesar del horror a la excepción que tienen por alguna extraña razón alumnas listísimas, me parece que voy a salir por esa puerta y seguir en mi línea ya cansada pero impertinente, extravagante, repelente para llegar a tiempo a despedir a los que parten desde el andén que se anunciará en el panel correspondiente. Podría no ir, pero entonces no acabaría de enterarme de quienes se marcharon y quienes solo desaparecieron. No me gusta nadita andar años buscando a la gente que, por su voluntad o no, hace mutis por el foro.
Cuando tenía 32 años pasé una poco luminosa etapa de misión docente en Katowice, Polonia, tras la cual volví a casa deseando abrazar a todos y cada uno de los miembros de mi familia y los de otras familias. Tanto abrazo desembocó en un muy deseado embarazo que abrió las puertas a una frenética carrera para "terminar" artículos, capítulos, asistir a congresos, dar conferencias y todo lo que pudiera ocurrírsele a alguien lo bastante gilipollas antes de mi nueva vida. En noviembre dejé de tener 32. Di a luz el 2 de diciembre, con 33 años. El 2004, lleno de intensas emociones, malísimas muchas de ellas, decepcionantes hasta decir basta, terroríficas algunas, acabó cuando 15 días después de dejar de tener 32, todo lo anterior pasó a ser un borroso acabarme, aunque reconozco abiertamente que no hubo fuga por mi parte.
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