Suna esperaba. Una ola
despejó la orilla dejando en su retirada cientos de burbujas huérfanas. El tiempo arrastra la vida de los que temen
a la muerte. El litoral quedaba limpio de algas y de pedrezuelas y de
caracolas y de conchas rotas, e iba mermando en favor de la única palmera. Remolinos
de viento le alborotaban los cabellos mientras un hatajo de gaviotas insistía
en sus ingratos graznidos.
Adelantó los pies sobre
el fondo revuelto, los brazos pegados al cuerpo. Tras de sí, nadie: un grupo de
rocas como único testigo impasible y somnoliento, sobre el cual se alargaba la
sombra de la torre que parecía difuminarse como un anuncio del ocaso del día. Ella
no sentía miedo. Su cuerpo ligero se mantenía erguido ante las embestidas del
mar que se iba embraveciendo para, después, calmarse de nuevo. Pronto pasaría
el frío que la agarrotaba por dentro, solo un lío de ropa mojada enredado en el
rompiente, solo un coche abandonado entre las dunas, solo silencio y alguna
carta y un espectador con nariz de payaso tocando a su puerta de madrugada,
solo su voluntad ante el peso de las atareadas horas.
3 comentarios:
me encantó
saludos
Es como un cuadro romántico: viento, mar, ocaso, torre, un personaje en la naturaleza desatada, y eso.
Abrazos Omar, Ricardo.
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