Nuestra
estación languidece,
se
agosta, se muere.
El
sueño de verano
nos
condena sin remedio
e,
implacable, nos despierta
del
error de sentirnos eternos.
Seremos
solo restos
en
los lejanos días venideros:
otoño
en crujientes hojas,
plácidamente
colocadas
como
piezas de una colcha.
Tan
solo espero que el frío,
que
se abate sobre las exhaustas cosas,
me
descubra en el blanco invierno,
partiendo
hacia el verde y pálido día de mañana
que,
incrédulo, aguarda,
entre
las manos, nada.
Y
quizás el tiempo,
insólito
centinela
que
vigila nuestra puerta,
abra
un camino,
limpie
la nieve de nuestra senda,
eche
sal a nuestro paso,
sea, de repente, un aliado
y
decida dar una oportunidad
a
estos del lado donde nos hallamos.
Momento,
pues, de desperezarse,
estirarse,
palparse
los miembros,
entumecidos y yermos,
alzarse
el cuerpo, ajeno,
hacerlo
caminar en círculos
hasta
acostumbrarse al movimiento.
Hora
de calzarse y salir
donde
las estaciones siguen su concierto.
Y
ver si está el suelo lleno.
Lleno
de yerba, lleno de cielo.
Si
está pleno de hojas
o,
acaso, lo anega el cieno.
Y
hacer un hueco en el
cálido fango.
Y,
con los brazos cansados,
cavar
un pozo y construir un tejado,
esperando
que el tiempo nos acaricie
en
lugar de fustigarnos.
Y
persistir, distraídos en la abeja
que liba la flor inquieta.
Ser simplemente parte,
como las hojas que cuelgan,
como las hojas del sauce
o las hojas del roble
o las del arce.
Pier Toffoletti |
2 comentarios:
Después de cada verano el otoño,
y después de cada invierno la primavera.
Ya vendrá ese tiempo que acaricia.
Eso espero, Lucas!
Un saludo.
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