domingo, 23 de septiembre de 2012

Flores invisibles palpitan bajo la tierra


Nuestra estación languidece,
se agosta, se muere.
El sueño de verano
nos condena sin remedio
e, implacable, nos despierta
del error de sentirnos eternos.

Seremos solo restos
en los lejanos días venideros:
otoño en crujientes hojas,
plácidamente colocadas
como piezas de una colcha.

Tan solo espero que el frío,
que se abate sobre las exhaustas cosas,
me descubra en el blanco invierno,
partiendo hacia el verde y pálido día de mañana
que, incrédulo, aguarda,
entre las manos, nada.

Y quizás el tiempo,
insólito centinela
que vigila nuestra puerta,
abra un camino,
limpie la nieve de nuestra senda,
eche sal a nuestro paso,
sea, de repente, un aliado
y decida dar una oportunidad
a estos del lado donde nos hallamos.

Momento, pues, de desperezarse,
estirarse,
palparse los miembros,
entumecidos y yermos,
alzarse el cuerpo, ajeno,
hacerlo caminar en círculos
hasta acostumbrarse al movimiento.
Hora de calzarse y salir
donde las estaciones siguen su concierto.
Y ver si está el suelo lleno.
Lleno de yerba, lleno de cielo.
Si está pleno de hojas
o, acaso, lo anega el cieno.

Y hacer un hueco en el cálido fango.
Y, con los brazos cansados,
cavar un pozo y construir un tejado,
esperando que el tiempo nos acaricie
en lugar de fustigarnos.
Y persistir, distraídos en la abeja
que liba la flor inquieta.
Ser simplemente parte,
como las hojas que cuelgan,
como las hojas del sauce
o las hojas del roble
o las del arce.

Pier Toffoletti

2 comentarios:

Lucas Fulgi dijo...

Después de cada verano el otoño,
y después de cada invierno la primavera.
Ya vendrá ese tiempo que acaricia.

Pilar dijo...

Eso espero, Lucas!
Un saludo.