viernes, 9 de noviembre de 2012

Límites, voluntad y palacios de cristal


Fiodr, a pesar de su aspecto cansado, serio y anodino, su incipiente calvicie, su desproporcionada cabeza, su caminar cargado y su frotarse las manos, no es un tipo más. Fiodr, en un mundo de gente que no sabe lo que quiere, desea un palacio de cristal, exactamente lo que desea es que existan los palacios de cristal y esta es su voluntad porque ese es su deseo. Lo interesante de Fiodr es que nunca nadie puedo despojarle de su voluntad pues nadie supo distraerle de su deseo. Toda su actividad se puso al servicio de la consecución de ese deseo. Su talento, su herencia, su esfuerzo, todo lo que podía como hombre libre, hijo de hombre libre, se puso en funcionamiento. No pararía hasta encontrar un palacio de cristal, un mundo hiperbólico lleno de mesas de juegos, con vasos de vodka helados y una audiencia atenta, complaciente e ingeniosa. Un lugar en el que no solo cobijarse de la lluvia sino apretarse contra unos orondos y blancos pechos, un lugar por donde no se pueda pasar sin hacer un espasmo a modo de reverencia, donde los únicos límites sean su libertad y su conciencia de ella. 
Y pongamos por caso que, en un momento determinado, Fiodr lo consiguiera, consiguiera este palacio. ¿Cuánto tiempo creen ustedes que tardaría en desear algo más? Digamos, subir un nivel en la misma dirección, esto es, en la excelencia del palacio de cristal. Nada asombroso pasaría: en principio, el palacio habría de ser enorme, dorado, redondo, sinuoso, siempre perfumado. El vodka, levemente tibio; el samovar, siempre encendido; la mesa de juego, presta y el bolsillo de su chaqueta, como un interminable surtidor de monedas. En los momentos vespertinos y solitarios, su pluma iría aún más ligera. Y las mujeres, siempre lindas y dispuestas, de cuerpos llenos y suaves, ojos enormes y manos pequeñas; y la intuición de estas hembras sería un portento de inteligencia solo a la entera satisfacción de la imaginación.
El tiempo (oh, tic tac) habría pasado raudo, claro está, si esto así hubiera sucedido. 
Mas, fuera del palacio, quedaban aspectos que podrían entrar dentro de los límites de su voluntad, al menos la calle o la manzana que rodease al lugar y, cómo no, los habitantes que paseasen esta calle, y también el ambiente y el aire que tendría que ser fresco, seco, perfumado y deslumbrante. Nunca más el hedor ni el espectáculo de la miseria. Una calle en la que nadie recordara que uno se tiene que conformar con el gallinero o el altillo de un edificio ruinoso con habitaciones subarrendadas y sucias familias separadas por sucias y viejas sábanas. Todo se podía olvidar en un paso más, en la perfección del palacio de cristal. 
Después de un tiempo, estoy pensando que Fiodr ya estaría satisfecho y bien abastecido, nada de lo anterior le haría desear sacar el dedo; los deseos saciados, el cuerpo descansado y la contemplación de la belleza y la imagen de una sociedad hedonista, serena, pacífica y en completa ausencia de desigualdad. Y seguramente seré yo, pero imagino a Fiodr despertando una buena mañana, entre sábanas blancas y almidonadas, con una rubia cabellera enredada entre las almohadas. Imagino a Fiodr observando a la bella muchacha de curvas sublimes y pensando que aquella no tiene ninguna inocencia, que va demasiado perfumada, que sus caderas son muy anchas y su habilidad es tal que resta todo aliciente al arte de amar. 
Y, tras una fructífera mañana de trabajo, lo veo bajar las doradas escalas, con una historia bajo el brazo pensando en que siempre las mismas historias y los mismos recursos y los mismos personajes con las mismas depravaciones y la misma estulticia y la misma maldad, y que siempre los mismos trucos para cautivar a editor y lectores, y seguir ganando tanto como para mantener el  palacio de cristal. Y veo cómo, de repente, lanza las cuartillas garabateadas por la ventana. Y se sienta a la mesa y, después de la sopa y el faisán y el vino y los pasteles y la conversación aduladora aunque amena, siente unas imperiosas ganas de vomitar. Y vomita en una enorme bacina plateada y, entre los trozos y restos semidigeridos y el olor nauseabundo y las lágrimas producidas por el esfuerzo, Fiodr cree ver un movimiento en la masa parduzca que pareciera haber cobrado vida y moverse de modo imposible. Fiodr, sin duda, alzaría la cabeza, se echaría agua en el rostro, enjuagaría su boca con licor de manzanas y, apuesto la camisa, regresaría a mirar el vómito con una mezcla de temor y burlona incredulidad. Pero ocurre que allí ahora mirando atentamente, con una mano tapándose las narices y la otra, sujetando una bujía, ve que no era una alucinación ni un error de percepción y que lo que se mueve allí abajo es un número insoportable de gusanos. Asquerosos e inquietos gusanos que han estado dentro de él y que han salido de él y que quizás se hayan creado en él y que ni dentro ni fuera son parte del palacio y no mueren ni desaparecen ni se van a morir ni a desaparecer jamás. No sabría decir lo que pasa por la mente del hombre justo en ese instante de desesperación por el miedo y el asco, pero sé lo que no hará: no se sentará en una silla de mimbre a esperar el amanecer, como el joven del cuento de Murakami. No, porque Fiodr sabe lo que quiere. Así, y por ello, pasa a la siguiente fase y fuma alguna sustancia relajante y oriental y se siente relajado y oriental y deja de pensar en los gusanos y se concentra en ornamentar el palacio de un modo profundo y exótico. Primero, apartará a las hábiles y bien formadas damas de su lado de la mesa para sentirse confortado con la dulce inocencia de criaturas más jóvenes e inexpertas. También, y quizás como reacción subconsciente a la náusea vermícula, Fiodr deja de comer y se dedica a paladear exquisitos licores y a profundizar en ese nuevo y extraño placer de los humos extranjeros, y en la risa blanda y los estrechos cuerpos de los niños cuya sensualidad le era hasta entonces desconocida y es como un país nuevo y raro y excitante y vedado, y el reciente deseo se impone a su voluntad: el deseo de no recibir sino de dar, no de ser agasajado y amado sino de agasajar y amar y enseñar.
Así que Fiodr ha ampliado los límites del palacio concediendo a su deseo un poder que en realidad siempre tuvo, sin darse cuenta de que los pasos avanzados en ese último impulso son, aunque los diera solo por amistad y por curiosidad y por ser fiel a su voluntad de ser absolutamente libre,  son -digo- pasos imposibles de desandar. Y que es verdad que todos los límites se pueden cruzar porque no existen más que en las convenciones de las que Fiodr se deshizo hacía tiempo ya. Y que el único límite admisible es el que uno se impone bajo cierto control del que aquella velada nuestro Fiodr se despidió para no recuperar jamás, pues ¿cómo volver a los antiguos hábitos de los que había terminado asqueado?, y ¿qué vacío placer encontraría en las antiguas prácticas ya jamás?, y ¿cómo considerar su palacio de cristal un verdadero palacio de cristal si allí no hallase la complacencia de su deseo y se sintiese libre y ejerciera todos los derechos que le asistían como amo de su destino? y, además, ¿por qué habría de volver atrás?, ¿a quién debía rendir cuentas?, ¿a una supuesta autoridad impuesta por una voluntad ajena, cuya misión es hacer cumplir unas reglas arbitrarias e ilegítimas para un hombre libre? No, no daría ni un paso atrás. Un hombre que tiene un palacio de cristal no puede dejar que este se convierta en un edificio vulgar ante el cual se pueda escupir. 
El destino de Fiodr sería llenar sus noches de complicados juegos con subidas y más subidas de las apuestas y banquetes de ebriedad y, para la conciencia amaestrada que él también había heredado -incorporada a su cuerpo aunque no fuera material-, reservaba el humo del olvido y una música clandestina e ilegal.


2 comentarios:

Tiberoan dijo...

"El deseo de no recibir sino de dar". Todo este proceso aparece muy bien resumido en la pirámide de Maslow.

Pilar dijo...

Cierto. Hola, Alex.