lunes, 10 de junio de 2013

Juan Rulfo (I)

Yo tuve un perro al que llamé Juan Rulfo. Algunos compañeros de carrera se molestaron conmigo. Yo les decía que me encantaba el nombre, que le habría puesto ese nombre a mi espada, si medieval, a mi banda, si roquero, a mi hijo, si normal. Mas, aun así, se enfadaban; por eso, acortamos el nombre a Rulfo.
Rulfo fue un cachorro adorable y monísimo, pero probó la sangre y se volvió un asesino. Un buen día, cuando apesadumbrados nos dirigíamos a sacrificarlo tras el primer incidente violento, se nos escapó. Nosotros no pudimos hacer nada: nosotros habíamos hecho todo lo posible y ahora ya no era asunto nuestro. Dimos parte a la Guardia civil y nos retiramos a la casa sin dejar que la noche avanzase: la noche calurosa que sería recordada como la noche de los Seis Pies.
Los pies fueron apareciendo a lo largo de la polvorienta calzada que iba al Páramo negro y los recubría tal cantidad de restos que costó identificarlos como pies. No se echó de menos a nadie del pueblo ni se denunció desaparición alguna por los alrededores. En principio, se pensó en vagabundos y, después, en las prostitutas que, a veces, de paso a algún lugar más principal, recorrían el Arenal, casi siempre caminando. Rastrearon y nada más se halló: ni más partes de cuerpos ni pista alguna que condujera a una explicación. Hubo que esperar a las pruebas forenses para saber que eran los pies de cinco mujeres, pues solo un par de ellos eran de la misma mujer. Los detectives dijeron que eran personas de la misma familia en grado de consanguinidad uno. O sea, hermanas o madre e hijas. Aquello espantó a todos. Nada más dijo la policía y el misterio se instaló en el lugar y alimentó un miedo mudo.
Pasó el verano sin haber para nosotros una explicación de lo que hubiera ocurrido o de quiénes eran las mujeres muertas. Cinco miembros de una familia desaparecieron sin dejar más rastro que seis pies destrozados. Eso era todo. 
Nadie nos culpó directamente, pero había un silencio agobiante en el aire, en las miradas, en las paredes heladas a pesar del calor. Decidimos no hablar, dejar que pasara lo que tuviera que pasar, ajenos, ausentes, sabiendo que Rulfo nos amaba y que problemas más inmediatos y acuciantes dejarían en cierto olvido el episodio. Y así fue. Los días transcurrieron, la gente se preocupaba de sus asuntos y los niños armaban jaleo de las casas al hirviente descampado y vuelta a empezar.
Entonces, como si hubiera estado esperando aquella señal, apenas caída la primera hoja del álamo guzmán, reapareció Rulfo acompañando a un hombre de extraña vestimenta con el aspecto cansado de venir de muy lejos, ambos lentos y cubiertos de polvo negro. El forastero pasó por nuestra calle siguiendo al perro que se acercó a nuestra puerta y, según su costumbre, arañó suavemente para que saliésemos, moviendo su largo rabo y saludando amable como solo puede ser un perro. No nos resistimos a festejar, aunque tímidamente, la presencia de aquel ser querido, desentendidos de las miradas que atravesaban la calle y las manos que buscaban los teléfonos. Sin embargo, sin darnos más tiempo del necesario para comprobar que era él y que era real, siguió su camino junto al extraño y tomaron la calle de nuevo, enfilando, con todos nosotros y algunos otros detrás, hacia el cuartel de la Guardia civil, adonde entraron sin mirar atrás.
El parte que entregó el auxiliar al teniente y el teniente al juez y el juez compartió con los detectives venía a decir que Rulfo había atravesado medio país llevando una prenda reconocible por Abelardo García, cuya mujer e hijas habían salido de su casa con lo puesto en mitad de la noche unas semanas antes. Según su propio testimonio, el señor Abelardo García había tardado algún tiempo en comprender qué debía hacer y, por fin, había seguido al perro por campos y ciudades hasta llegar allí. Y allí estaba, esperando alguna respuesta, preguntándose si estaría loco por haber seguido a un perro bajo un sol inclemente y con agujeros en los zapatos y un presentimiento en la boca del estómago tan evidentes e incuestionables que el funcionario no pudo por más que explicarle lo acaecido hacía ya dos meses en nuestra pequeña localidad arrinconada entre el desierto y la nada.




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