sábado, 9 de enero de 2021

La orquesta

 El lugarteniente cruza la pasarela y embarca. Empiezan ahí sus problemas. Le espera un viaje incierto con brújulas sin norte y marineros sin oficio.  Los pasos por el embarcadero presagian confianza violada, tacones de botas militares, alzas como alas que pretenden alejarlo del suelo y de los otros. El onírico ascenso se ve interrumpido por el estarse quieto de abordo, atento a órdenes inevitables y la vuelta a la mediocridad que significa estar en medio. Podría decirse que su ingenuidad es desesperante. Funcionario y mecánico que sueña aventuras y olvida protocolos, figura única que no encuentra compañía ni por encima ni por debajo, una pieza de un engranaje sin el que se perdería el rumbo. El hombre carece del temperamento paciente y meticuloso, de la capacidad y el don del silencio y la invisibilidad. Sus tacones resuenan por encima del rumor del viento y el oleaje, de voces y toses, del arrastrar de barriles, del chocar de metales, del rozar de gruesas maromas. Un incordio, oteando el horizonte inútilmente, ansiando acelerar el tiempo y llegar a algún destino, atisbar por fin un sentido tras aquel impás infinito. En el diario de abordo, el capitán señala su inquietud. La bitácora confiesa el presentimiento de que el  lugarteniente caerá por la borda en cualquier momento, ya sea por accidente, ya por su temperamento, ya por el de los hombres o, se entiende, por el del capitán mismo. Las palabras escriben su destino. Para esas alturas, el lugarteniente debe estar ya muerto. En el barco reina un silencio hermoso, se puede tocar la tranquilidad del navegar lento y dilatado, el calor de la rutina y el trabajo duro, la música del mar y los hombres, maderas que crujen y velas aguantando los embates del viento. Sin prisa. Todo, -nave, hombres, tiempo-, suspendido en una feliz sintonía. 

2 comentarios:

el pequeño kan dijo...

El tema es muy korseniovski, el tratamiento no sé, tal vez muy pilarovski.

Pilar dijo...

Hola, Riforfo :*