viernes, 8 de febrero de 2013

Philippe Phac Llú o Los Vivos y Funcionales Ciudadanos del Primer Mundo



Cada siniestro día de su vida, Philippe Phac Llú se despertaba antes de que sonara el despertador con la terrible sensación física de una resaca del 15, y eso sin haberse dado el gusto la noche antes de tomarse ni un triste quinto de cerveza.  Cada mañana sus ojos hinchados y alterados por la intermitencia de los brutales pinchazos eran incapaces de abrirse y, entre indescriptibles dolores de cabeza y náuseas tan reales como realistas, el hombre caía en el vacío y se adormecía entre suspiros y lágrimas de alivio, poco a poco, poco a poco, hasta quedar nuevamente en ese lindo lugar donde vamos cuando dormimos sin sueños. Entonces, siempre e indefectiblemente, su hado atormentador hacía sonar el olvidado despertador y monsier Phac Llú volvía a la vida del modo más doloroso e injusto e inevitable, y literalmente se arrastraba al borde de su cama y se lanzaba al vacío donde un par de ridículas zapatillas de andar por casa frenaban su caída mientras él palpaba, los ojos cerrados, buscando la botella de agua y el batín y, en su fuero más íntimo, rezaba una plegaria para morir.
Philippe no creía en Dios ni en el hombre, no era religioso ni tenía ningún tipo de creencia ni convicción ni idea fija ni ambición o fe, pero lo de las plegarias no lo podía evitar: era una especie de acto intelectual reflejo que ocurría sin más, si bien no era ajeno del todo a su voluntad, pues la letra de esa canción era dictada claramente por el mismo Philippe Phac Llú de modo personal e intransferible según el grado de dolor físico y abatimiento anímico-moral al que hubiera llegado en esa mañana concreta. Y cada mañana era única aunque igual a las demás; cada día amanecía de modo similar, que no idéntico, a los demás, y eso era lo que hacía que Philippe asumiera que su vida era real y que los días pasaban y que el tiempo era un castigo impuesto por la nada absoluta en que se sumía cada noche tras atiborrarse de analgésicos, antiácidos y yogures con fibra y aditivos vitamínicos, con la esperanza de despertar del mismo modo que el común de los mortales de su barriada a la mañana siguiente.
Tras la diaria odisea matutina rumbo al trabajo, rutinada en caminatas, autobuses, trasbordos y metros, la llegada al absurdo lugar donde respondía vía telemática a las sorprendentes cuestiones de los clientes de la Línea Gubernamental de Ayuda Terapéutica en Previsión de Suicidios Españoles parecía el colmo de una pesadilla blandengue de esas que ni siquiera te obligan a despertar. El sitio donde estaba empleado era incómodo en un modo indescriptible: sillón ergonómico, paredes limpias y claras, entorno idóneamente acondicionado a la temperatura aconsejada por el Ministerio de Salud y Equilibrio Cósmico, elección del trabajador de la música de ambiente así como del volumen de la misma, surtidos de fruta de la temporada y descansos previstos cada dos horas con la posibilidad de: a) sesión de yoga, b) momento de relax televisivo en sala de sofá-cama, c) salida al jardín japonés y té de hierbas. Tras las siete horas convenidas por el contrato laboral-no-opcional atendiendo psicológicamente a todos aquellos que hubieran pulsado 1 a las múltiples opciones del teléfono de la LGATPSE, escribiendo en un Mac lo que la máquina transformaba en voz y enviaba como respuesta acústica al que podríamos llamar “paciente”, Philippe sentía la tentación de ir a un bar y gastarse todo el sueldo en alcohol y cacahuetes hasta que volviesen los lapsus de memoria durante los cuales él suponía que lo pasaba en grande, pero que le habían acarreado un par de problemillas con las autoridades públicas y le habían granjeado la prohibición grado seis por parte de un magistrado acreditado por la ANAJE[1] de no beber más que agua y zumos naturales durante el resto de su vida, prohibición cuya eficacia incontestable se basaba en los continuos e “inavisados” análisis de orina a los que no podía negarse si quería seguir formando parte del mundo de los Vivos y Funcionales Ciudadanos del Primer Mundo (VFCPM), libres para todo excepto para violar la Ley, cosa esta que Philippe había hecho en una de aquellas maravillosas lagunas de memoria que tanto añoraba.
La vuelta a casa era una réplica inversa de la ida al trabajo, la retracción del laparoscopio a través de un colón ya dolorido: hora y tres cuartos de reflexiones, inflexiones, genuflexiones, imaginaciones, angustia y rememoración de las más destacadas frases de sus “pacientes” durante las siete horas laborales en que ejercía —evidentemente bajo vigilancia— su profesión de psiquiatra y psicólogo doctorado por un sueldo de risa y mediando entre su respuesta y la voz mecanizada que oyera su interlocutor la supervisión de una inteligencia superior que él imaginaba como el ordenador de abordo de la AXIOM 3. 
En cada uno de esos trayectos anodinos y solitarios, las mismas dudas de siempre y las mismas preguntas sin respuesta. ¿Eran sus resacas matutinas y su malestar perpetuo un daño infligido por las autoridades para tenerlo idiotizado y, por otro lado, la razón de que no se quitara la vida de una vez por todas tendría que ver también con algún tipo de control impuesto por la misma u otra sádica autoridad cuya protección y supervisión le daba la oportunidad de ser parte plena de los VFCPM? ¿Debía estar agradecido? Y ¿por qué no lo estaba? Así hasta llegar a la avda. Victoria bajar del autobús -13b y caminar las dos húmedas calles peatonales que conducían forzosamente al enorme edificio donde estaba su vivienda alquilada, con su cama empotrada, su nevera llena de comida sana, su botiquín atestado de tiritas y medicamentos permitidos para (ex)adictos a cualquier tipo de droga, un televisor que él no había adquirido, pero allí estaba, y un enorme montón de libros y cómics que en su estado actual no era capaz de leer ni tan siquiera hojear.
Cada tarde, tras la cuidadosa preparación de alimentos variados y de calidad, la recogida y limpieza del hogar y la redacción detallada de lo acaecido en el día en su Diario de Exadictos en Vigilacia, Philippe se daba un largo baño de espuma y dormitaba en remojo hasta que el frío lo hacía saltar de la tubular y dorada bañera y volvía a la realidad mirando el reloj que, para entonces, siempre, y digo siempre, marcaba la misma hora, las 21:02. Después, a las 21:30, en su barrio se organizaban unas sesiones vecinales a las que estaba forzado a asistir y, tras no escuchar nada de lo que se decía en ella, volvía a casa, tomaba algo ligero para cenar, la medicación, el yogur y se andaba a la cama con la esperanza de que el día de la marmota hubiese ya acabado y al amanecer despertase al menos sin demasiado dolor. 
Tardaba en dormirse exactamente una hora y tres cuartos, 105 minutos en los que planeaba nuevas respuestas, variantes de los tópicos y frases hechas que repetía a los “pacientes” un día tras otro; solo después desconectaba hasta que, sin más, despertaba antes de que sonase el despertador en un infierno desconocido por la mayoría de los vivos y la totalidad de los muertos.

kandinsky-Juicio final-1912



[1] Agencia Nacional de Acreditación de Jueces Españoles

2 comentarios:

el Guagüero dijo...

Me ha hecho gracia eso de la ANAJE. :-) Y será porque estoy con Pynchon, pero esta locura me parece Pynchon total, con esos organismos o instituciones rarísimos, esos personajes medio alucinados pero que en realidad son así en la realidad de la historia, yo qué sé... Pynchon Total. Ya solo te faltan 1999 y pico páginas para completar una novela al estilo Pynchon.

Pilar dijo...

Pynchon? Ya quisiera yo. Y para escrbir 1999 páginas, necesito al menos dos años sabáticos, ¿me los darían?