viernes, 24 de abril de 2015

El horizonte miope

Un sinfín de motas diminutas flotan sinuosas cruzando mi horizonte miope, como pequeñísimas gotas de aguanieve ligeras decididas a no sucumbir ante la gravedad de mi suelo de piedra, moléculas de existencia desvariando ante mí, el desfile de lo ínfimo. El espectáculo de un desvaído rayo de sol desafiando un día nublado de diario en medio de la primavera. Detrás, el árbol borroso, la grúa borrosa, el borroso eco de operarios y motores. Más allá de todo esto debe estar el mar fundido con el cielo; el color casi blanco, casi ciego. Yo sé que allí hay una torre vigía abandonada, rocas que sirven para medir las destrezas de los niños solitarios, casas blancas y una antigua carretera.
Pocos metros y pocos minutos antes, en la ruta diaria que recorro para hacer uno de mis rutinarios quehaceres, paseo ante un brote rojo de amapolas que precede al cúmulo ya marchito que hace unos días estaba en la otra margen. No siento la sorpresa del relevo de este campo antes blanco de almendros en flor y ahora salpicado de colores efímeros como analogía simplona de los círculos viciosos de la vida y los años.
Las volutas del humo de mi cigarro compiten con las brillantes partículas de los algos visibles. Me alegro de que la araña esté en el otro lado del cristal y me siento a salvo. Una figura de mujer se estira inquietantemente hacia delante en forma de carrito de bebé y el estridente grito de algún pájaro sin matrícula se interpone entre ambos. Los operarios mascullan no sé qué sobre el cuerpo del vertedero y algún aparato de radio resuena en quejidos parlamentarios.
Es una calle curiosa: ricos despreocupados vuelven de jugar al golf y saludan alegremente a los oscuros camellos tatuados de esvásticas que se ocultan por aquí. El vertedero queda como a 20 km; han detenido al vecino del 2ºh; la madre ya está en casa. Por lo visto, hay un periodista de guardia y un repartidor de La Nevera Roja se para y me pregunta algo que no entiendo porque no llevo las gafas. Pongo esa cara que ponemos los miopes y me siento impotente, molesta y atrapada por la sonrisa boba y el balbuceo de todo idiota.
Vecinas en corrillo esperan que me acerque. Yo no me acerco. Asumo que hay cosas que no llegaré a saber. Asumo que no veo y que siempre estaré al margen de todo esto. Y sigo con mi rutina: el papel viejo, el boli prestado, la bolsa de viaje con el pijama y el cepillo de dientes y unas compresas. Sin pensarlo demasiado, poniendo el despertador, contratando el taxi, respondiendo e-mails, dejando las gafas en la mesa.
Imagino un vertedero, como una inmensidad informe de bolsas y deshechos y montañas de tornillos y pañales y olores infestos y casualidades humanas entre restos de muñecos.

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