lunes, 15 de febrero de 2021

Suena un tango, sale a escena una mujer, su larga falda rasgada

 Ya lo sabía que Alejandro estaba viejo, pero ni con esas lo puedo perdonar. Me hizo gastar tiempo y dinero. Y, la verdad, no sé cuál de las dos cosas me duele más. Estaría viejo y demacrado, el hombre, con ese acento y ese pelo que no se le caía ni a tiros y esa manera de liarnos a todos en bares del infierno en los que recomienza todo a poco que vuelves del baño. Además, pretencioso. Eso, de mayor, no se nota tanto, pero fue insoportable para muchos más listos que yo. Bromeábamos con el pase de los mediocres, aquel desfile interminable de nombres y caras e historias aburridas o únicas, abocadas al olvido.  Un pedante. Con una mesa llena de licores y un verbo enhiesto, ameno e infinito. Al menos eso parecía. Yo nunca vi que se le agotase. Y ahora en la distancia impuesta por algo, intuyo que sigue. Sigue inventando. Mintiendo. Llenando las horas de fantasmas. Jugando a cartas de modo tramposo mientras habla y habla. Moviendo los labios entre la bruma de virutas del humo de cientos de cigarrillos. Dientes montados y amarillos entre labios casi morados para una sonrisa sarcástica dirigida a un público escogido. Pasé años sentada allí, jugando, tomando, riendo y participando de sus inventos. Pagando mi parte y la suya, confusa porque a veces desaparecía ante mis ojos, y estaba allí escuchándolo o escuchándome y apuntando en manteles las palabras que salían de nuestras enormes y fantasmales bocas.

Después vino el exilio. Perder mi silla en aquella mesa, salir del bar donde habité tantos años. Sentirme aliviada, vacía, libre y acabada. Sin inspiración y llena de deudas. Encima, un espectro me perseguía. No un espíritu romántico de poca monta, no. Una presencia absoluta, nada transparente, y el efecto en mi psique era el mismo que un monstruo salido de un infierno de película premiada en Sitges. Iba, por casualidades de la vida, encontrándolo en cada esquina. Un cartel, un libro en la vitrina de una librería, su voz de cáscara en un programa de radio, sus opiniones (opiniones, ya, claro,...) entrecomilladas en entrevistas de periódicos. Me dejó muda, ya él ocupaba todo, ya estaba ahí escrito y parafraseado mil veces; cualquier cosa que yo hubiera podido decir entonces, el fantasma me lo había arrebatado.

Ahora, en lo que entiendo que debe ser un final, la guerra ha acabado. La niebla se ha disipado y las sombras que me perseguían han desaparecido. Me dijeron que el bar había ardido hasta los cimientos y todos los que estaban sentados alrededor de aquella mesa se habían incinerado. Polvo, cenizas, diminutas partículas que, eso sí, hay que evitar que te entren en los ojos. Tampoco conviene tragarlas ni respirarlas, que entre tantos vientos llenos de arena, podrían colársete dentro y usarte como anfitrión para futuras pesadillas. En fin. Alejándose de esos detritos, parece que el viejo y sus acólitos han transitado al mundo del olvido. Vertedero de la memoria y verdadero inframundo. Más allá y más abajo que el último círculo.  Un lugar perfecto para matar el odio, el amor, el rencor. Desde luego, desde allí, no llegan noticias que yo sepa. Y espero que ese muro valga para ambos lados. No querría que mis recuerdos dieran una oportunidad al fantasma.

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