jueves, 17 de marzo de 2011

La taquígrafa a la que poseyó Wittgenstein

Carmen, morena, ojos oscuros. Aún en paro con 34 años. Viviendo en casa de sus padres, con sus tres hermanos menores y tocapelotas, la abuela (sorda como una tapia), un loro, dos gatos y un chihuahua feísimo que le regaló su exnovio, a mala leche.
Taquígrafa. Una profesión en vías de extinción. Su madre se lo dijo, su padre se lo dijo, su exnovio se lo dijo. Eso no tenía salida laboral, eso no servía para nada, eso ahora ya con las grabaciones digitales en audio y vídeo quién lo iba a necesitar. Pero a ella no le gustaba estudiar, se le dio mal en el colegio, en el instituto aun peor, y cuando de casualidad hizo un cursillo del sistema Gregg en la academia donde mamá la apuntó a aprender mecanografía, encontró que aquello se le daba de miedo. El profesor le dijo que tenía un don. Que era la mejor taquígrafa que nunca conoció. La invitó a su casa y le enseñó orgulloso su ejemplar de la Taquigrafía fonética Gregg-Pani de 1904.
Ya harta de vivir en la casa familiar, empezó a recorrer –personalmente, ojo– todos los juzgados de su Comunidad Autónoma y aun de las vecinas; incluso mandó por correo postal su CV al Parlamento y al Senado en los que, siempre que hay una baja maternal, contratan taquígrafas a tiempo parcial. Y cuando la baja es por depresión, te puedes quedar años en el puesto.
Después de varios meses enviando CV, cartas y rellenando impresos, recibió una llamada nada menos que de la Secretaría de Recursos Humanos del Parlamento. El Parlamento, mamá. El Parlamento ¡español! Adonde se dicen de todo los del PP y los otros. ¿Estás segura, niña? Que ahí hay mucha gentuza. Mamá, un trabajo es un trabajo. Tú verás, pero para mí que esos sitios no son para muchachas decentes. ¿No podías haberte hecho peluquera o algo normal? Hija, de verdad, de verdad, que me vas a matar.
Tenía una entrevista el martes a las ocho y media en el Edificio Bipolar, sito en c./Gutembergplagiador, 92. Allí se presentó Carmencita, arregladísima. Falda estrecha negra, medias, tacones altos, blusa blanca, colgante egipcio, pendientes de plata a juego. Nerviosa como nunca, miró el reloj: las nueve y cuarenta, 70 minutos de espera en una sala atestada de jovencísimas taquígrafas rubias. La visión de alguna, así cuarentona, la relajaba. Aunque, por otra parte, le inquietaba que buscasen ante todo experiencia, de la que ella carecía absolutamente. Fue al servicio tomó tres cápsulas de Lexatín 3, un Alapril y un Myolastán, para relajarse. Se retocó el maquillaje, más perfume, más rojo en los labios, más rímel. Tendría que haber traído la petaca. Le vendría de perlas un traguito de vodka ahora. Vuelta a la sala.
Por fin, después de otra media hora más, su turno. El despacho era enorme; en medio, una mesa redonda donde un señor de unos cincuenta años, pelo no demasiado corto, alto y corpulento, ojos rasgados y mirada penetrante, le pidió que se sentase en una diminuta sillita que la colocaba justo enfrente de él. Al fondo, mirando unos papeles de pie junto a un archivador, un joven de veintipocos, muy rubio, ojos azules, alto y delgado, tenía un gesto de desprecio que helaba los huesos de los que estaban en la calle. Se le sabía listo, inteligente, culto e ingenioso, solo por ese mirar de vanidad infinita. Carmen estaba aterrada. Menos mal que iba puesta de tranquilizantes.
El Sr. González, el nombre del guapo hombre de mediana edad que la entrevistaba, le ofreció un café. No, gracias. Las preguntas normales: ¿qué sistemas domina?; ¿palabras por minuto? ¿Mecanografía? ?Conocimientos administrativos generales? Después le haría una prueba. ¿Idiomas? ¿Cartas comerciales? ¿Terminología judicial y/o administrativa? Ella decía que sí a todo. Aunque de terminología judicial, sabía lo que había visto en las películas. Ya tendría tiempo de aprender. La cosa es que, mientras asentía a cada cuestión del Sr. González, sintió claramente la presencia de una cuarta persona en la habitación. Como si oyese respirar a alguien detrás de ella, el roce de movimientos como de pantalones y zapatos que crujen levísimamente. Con disimulo, miró a todos los lados de la habitación. No. Solo estaban el efebo altivo, el Sr. González y ella misma. Quizás tantas pastillas... Sin embargo, cuando ya comentaba las ventajas del sistema Gregg sobre el Pitman, cruzando las piernas con intención de impresionar a su interlocutor por varias vías y atraer su atención sobre cuestiones no por poco técnicas desdeñables, Carmen sintió una presión en la espalda, llegada desde el exterior y súbitamente una sensación de que algo se le había metido dentro.
El Sr. González tenía sus ojos fijos en el impreso que rellenaba y no se percató de los estremecimientos de Carmen, que ya se sentía perfectamente. A su mente llegaban ideas que no reconocía del todo como propias, y de sus labios salían palabras que no recordaba haber aprendido jamás. Cuando pasaron al psicotécnico, se descubrió cómoda dando respuestas del todo inapropiadas. A la pregunta de cuáles eran sus hobbies, preferencias y gustos en la vida, Carmencita dijo que era fetichista, y no practicaba deporte o pasatiempo alguno, con excepción del voyeurismo. El Sr. González no estaba seguro de haber oído bien, pero, no obstante, absorto ya en el escote de la fetichista, dijo: “Hace ya rato que pedí un café para la señorita”. El muchacho rubio salió de mala gana.
Ya a solas con el Sr. González, habló francamente. Era una taquígrafa excelente. Sería una secretaria abnegada, no tenía nada que hacer, podría pasarse las horas allí o donde le dijesen. Era muy habilidosa en varios menesteres y solícita en aprender nuevas técnicas en cualquier campo que fuera necesario. “Entiéndame, usted no estaría contratando a una mujer de piel rosada, caliente, perfumada (particular), y que es taquígrafa (propiedad comprobable). No: usted podría emplear a una taquígrafa excelente que le daría muchos otros servicios de modo gratuito y alegre y en sus manos está hacer de esta posibilidad una realidad, esto es, convertir el asunto en hecho (o Tatsache). Y no olvidemos que el lenguaje disfraza al pensamiento; por fortuna esta argumentación no plantea problema ontológico alguno ya que es empíricamente comprobable, aquí, ahora, en la postura que a usted más convenga y en el lenguaje universal de la naturaleza tangible”.
Bueno, así fue la cosa. Cuando Iván, que así se llamaba el joven biondo que fue a por café, volvió al despacho encontró al Sr. González en una postura que le resultó harto conocida con Carmen hablando fluidamente en alemán mientras disfrutaba como una gacelilla que corre libre por la pradera. El trabajo, huelga decir, fue para ella y para el ser, fuera quien fuese, que la poseyó aquel día y ya se le quedó dentro para siempre jamás.

No hay comentarios: