jueves, 3 de marzo de 2011

pongamos que hablamos de adicción

Es la princesa indolente, hija de la vanidad y la soberbia. Reverso de mi amor. La adoré mientras no la conocía. La imaginé conmovedora, intensa, cálida. La soñé compañera. La fui desnudando en mis visitas, ciego de su belleza; la besé en silencio, entre suspiros que ocultaban su falta sentido, su falta de fe. Tras la explosión del deseo, hablamos. La decepción fue inundando mi pecho, ahogándome. Tan loca, tan vacía. Cada conversación nos alejaba, en cada  discusión nuestros puntos de vista chocaban. Nada tenía en común con ella, tan superficial, tan hija de su época, solo preocupada por sí misma. Comencé a sentir aversión por su carácter y sus convicciones, si es que podemos llamarlas así, y un día la abandoné. No pasó mucho tiempo, ni un solo día a decir verdad, sin que me sintiera morir. Me reproché querer tanto a alguien a quien despreciaba, me reproché haberla dejado, me reproché no poder tenerla conmigo en la noche, me reproché no poder besar sus pechos y acariciar la suavidad de su rostro. Bebí hasta caer rendido y desperté consciente por primera vez de no conocerme a mí mismo.

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